De tanto martillear la diferencia entre una noción tarada y otra plena de democracia, de tanto empeño pedagógico en denunciar que lo que el ventrílocuo nacionalista traslada como radicalismo democrático no es ninguna agenda de liberación nacida del pueblo, sino la rúbrica de su inconsciente conversión en simples dummies políticos, habíamos olvidado lo esencial, que vendrá dado de modo inevitable en forma de ironía. La decisión sobre lo que tenga que ser o no ser la democracia en el futuro se decantará de modo mayoritario, es decir al gusto de la propia idea que el populismo inocula en su pugna por la hegemonía política de nuestros días. Porque esta lucha se decidirá, no en el terreno inmaculado y sereno del debate académico de ideas, sino en el barro inclemente del eslogan y de la propaganda en el campo de batalla de la opinión pública. Hace ya mucho que las ideas dejaron de  imponerse, sin más, en función de su superioridad. La democracia será, pues, lo que la gente acabe creyendo que sea, y ello debería convertirse en nuestro motivo de alerta. La democracia puede pasar pronto a ser otra cosa distinta a lo que conocemos y, ante el huracán demagógico que nos asola, nuestra actual erudición moral, jurídica, histórica y politológica convertirse en una muestra de la esterilidad más absoluta. Habrá que bajar al barro a pelear y convencer, y habrá que hacerlo con decisión y sin alternativa: tales son las revelaciones, que deslumbran como fogonazo ante los ojos -¿cómo no reparamos en ello?- al leer el sencillo pero lúcido e implacable La tribalización de Europa, de la politóloga danesa Marlene Wind.

La autora de este diagnóstico inmisericorde –sobre todo con la tibieza de tantos demócratas que en Europa han arrojado demasiado pronto la toalla- pasó a ser conocida en Cataluña, sobre todo entre quienes nos hemos visto forzados a la tarea poco estimulante de procesólogos en los últimos tiempos: en enero de 2018, Wind, junto a un colega de la Universidad de Copenhague, organizó un acto académico con el fugado ex president Puigdemont. Sorpresa y satisfacción sin disimulo prendieron de inmediato entre todos los constitucionalistas catalanes, atónitos ante el despiece argumental al que la directora del Centro de Política Europea de esa universidad sometió a la demagogia populista de su hasta entonces ufano huésped. El propio Puigdemont entendió solo en el último instante que no iba a gozar allí del invariable hábitat servil con que la burbuja mediática nacionalista arrulla a sus líderes en cada una de sus intervenciones públicas, y ello a pesar de que una nutrida claque de afines había sido desplazada a jalear a su president legítim. ¿Es esto una entrevista?, repelió Puigdemont sardónico, ya azorado ante las primeras detonaciones de la artillería danesa. Sí, lo es, es una entrevista, se impuso Wind, sobreactuando lo justo la voz y el gesto para no perder pie ante el experto fingidor. Más tarde, la académica declararía que no estaba por la labor de contribuir al circo mediático con que Puigdemont y los suyos contaban para aquel día. El episodio dejaba en los constitucionalistas, junto a la euforia sincera por la valentía de Wind, el poso melancólico de su propia levedad, por no haber tratado con semejante desparpajo ellos nunca antes, en ningún momento, al exiliado ficticio de Waterloo.

Hoy, año y medio después, Wind caracteriza al secesionismo catalán post Puigdemont, a los arrogantes líderes brexiteers, a la apisonadora húngara arrancada por Orbán como variantes obvias de una realidad única: esa tribalización al alza traducida en la irrupción de populismos nacionalistas agresivos y ganadores, propuestas que reconocemos por su uso del combustible sentimental más delicado e inflamable, la explotación de insatisfacciones identitarias, de agravios inoculados a la población de modo artificial por líderes que juegan esa baza para perpetuar las bases de su poder. Mediante una cita de la politóloga angloamericana Pippa Norris, Wind acierta al sostener que en los últimos años se ha errado el camino al interpretar en exceso a los problemas globales de la economía como variable independiente del maremoto populista. Es posible que la clave, al contrario, esté en las políticas de la identidad, en su uso intencionado por parte de una clase política que ha sabido reconvertirse, leer una coyuntura, traducirla a su favor. La eclosión populista, en contextos distintos para los tres casos desarrollados por Wind, ha derivado, no obstante, en un cuadro comparable de degradación de los respectivos sistemas políticos, con un elemento central: el afianzamiento del mayoritarismo, la perversión por la cual cada día más ciudadanos aceptan que lo esencial de la democracia reside en convocar elecciones y que una victoria legitima para cualquier cosa. El corolario inducido es, así, el olvido de los principios que deberían acompañar al voto y fueron integrados por la mayoría de democracias occidentales tras la lección de entreguerras: las constituciones como fuentes de legitimidad y herramientas de garantía de libertades y de derechos para las minorías, el aprecio por el papel de las instituciones contramayoritarias que posibilitan la división de poderes, el respeto al Estado de derecho.

El virus del mayoritarismo, allí donde los políticos logran inocularlo, convierte la política en un juego de suma cero en que el vencedor adquiere, a ojos del elector intoxicado, la legitimidad para llevárselo todo. Importa, de este modo, imponerse a toda costa sobre un rival que ha sido, por la propaganda identitaria, transformado previamente en enemigo, en traidor, en colono, en extraño. Un juego perverso en que la prestidigitación del líder populista reside, precisamente, en disimular que esa misma legitimidad que se acepta para despojar al otro, acaba despojándonos a todos mediante la supresión del escudo protector que suponen los componentes liberales de las democracias. Y así, aceptamos que la figura carismática que defiende nuestros sentimientos acapare todo el poder necesario para conseguir que nos impongamos. Solo por ello, el blindaje de los líderes populistas es tan difícil de penetrar: en el Reino Unido, en Hungría, en Cataluña parece hoy una quimera revertir la hegemonía de los brexiteers, de Orbán, del secesionismo. ¿Cómo evidenciar esta trampa emotiva de los populismos? ¿Solo desde la razón fría de la explicación de los hechos? Más bien parece que si nuestras democracias liberales quieren seguir siéndolo, tendrán que basar la promoción de su agenda globalista y antiautoritaria en la discusión del monopolio de la emotividad a los demagogos. Habrá que añadir algún tipo de emoción a la razón y a la verdad de los datos, algún tipo de emotividad a la construcción de lo cívico si queremos, no ya revertir el éxito de los populismos que hoy han triunfado, sino evitar que el virus siga propagándose en el cuerpo de unas democracias hoy demasiado vulnerables.