Dicen que no hay nada nuevo bajo el sol. No es del todo cierto. Basta con mirar hacia la medicina reproductiva, y los modelos de familia que ha propiciado, para ver que, de vez en cuando, aparece lo inédito.

Pero es muy cierto que existen patrones de conducta recidivantes a lo largo del tiempo. Es el caso de los delatores,​ figura tradicionalmente usada para amedrentar y perseguir a herejes, traidores a la causa y personas incómodas en general.

En la antigua Atenas, un sicofanta o sicofante (RAE: calumniador) era un denunciante profesional,​ un personaje conocido y temido por las personas honradas, que siempre podían verse envueltas en la red de una denuncia falsa.

La Santa Inquisición hizo de la delación un puntal de su política y los Edictos de Fe animaban a que ​«los que alguna cosa supiéredes o entendiéredes o hayais visto o entendido u oído, o en cualquier manera sabido de lo en esta nuestra carta contenido, nos lo comuniqueis… con todo el secreto que ser pueda, y por el mejor modo que os paresciere, porque cuando lo dijéredes y manifestáredes, se verá si es caso de que el Santo Oficio deba conoscer…».

Delata, delatando, la Revolución francesa animaba a descubrir a los enemigos del pueblo mientras extendía el Terror; la antigua URSS​ favorecía la aparición de los héroes-desenmascaradores​, alabados por su habilidad para señalar a disidentes; la Revolución Cultural china estimulaba entre sus acólitos la identificación de los Monstruos y Demonios​, como llamaban a los opositores y, mucho más cercanos en tiempo y espacio, los soplones del franquismo repartían denuncias, a diestro y siniestro, favorecidos por un régimen que concedía “toda clase de facultades y prerrogativas a los delatores” (Juan Manuel Molina).

Pero su presencia no es cosa del pasado, como podría pensarse en la era de la información. Antes bien, la información es usada como arma, en una infodemia​ con la que diseminar doctrinas, por ejemplo, contra la diversidad o las personas y familias LGTBI+ y, en esa infestación, la delación continúa jugando su papel.

La organización HazteOír anda estos días promocionando, en periódicos y marquesinas de nuestras calles, unos anuncios donde, junto a un teléfono y la imagen de una familia tradicional, protegida por un paraguas (¡!), se puede leer: «#TeléfonoPinParental. Teléfono de atención a las víctimas de adoctrinamiento de género. Denuncia tu caso: llámanos por teléfono o déjanos tu mensaje en el contestador. O escríbenos o déjanos un audio por WhatsApp…». Nada nuevo. Solo una versión, remasterizada, del inquisitorial nos lo comuniqueis​, expuesto​ en los medios de hoy como ayer se exponía en iglesias y plazas españolas.

Un sistema de denuncias que, al ser aplicado en la escuela, y en conjunción con el pin parental, persigue tensionar el medio escolar hasta que se instaure la ley del silencio y se haga bueno el dicho de «aquello​ de lo que no se habla, no existe».​ Pero, para lograr ese objetivo, han de ir más allá de educadores o profesores. Han de llegar a los niños. Porque su frescura puede hacer naufragar la política del miedo.

La otra tarde, al salir del cole, mientras caminábamos hacia casa comentando cómo nos había ido el día, mi hijo me dijo que había estado hablando con sus amigos, y contando otra vez su historia, porque Silvia, una niña nueva, no la conocía. Le explicó que tenía dos padres, que nació por gestación subrogada, su doble nacionalidad… Cuando acabó, uno de los profesores sustitutos, que había estado escuchando, dijo: «¡Qué bien! Yo también soy gay»,​ en una perfecta salida del armario. Mi hijo se dirigió a él, le habló y la conversación se generalizó.

La mirada y la palabra de los niños revelan mucho más de lo que nunca hubiéramos imaginado. Eso es lo que grupos como HazteOir temen, porque, aun cuando anulen las charlas sobre diversidad, aun cuando borren del currículum escolar la igualdad y el respeto a las diferencias, aun cuando silencien bocas y lenguas, niños y niñas hablarán, contarán sus historias y serán una ventana abierta, dejando pasar aire y luz, incluso en el más cerrado de los idearios.

Pichardo Galán, profesor de Antropología Social, dice que «la​ Diversidad Familiar es la mejor herramienta para abordar la diversidad afectiva y sexual en los centros educativos a partir de Infantil y Primaria». Obvio. Por eso, las nuevas familias somos peligrosas para ciertas corrientes. Por ser motor de cambios. Porque nuestros hijos cuentan su día a día a otros compañeros. Porque sus amigas y amigos conocen nuestras familias y su normalidad y, con esos mimbres, es muy difícil tejer odio. La escuela es un caldero donde bullen todo tipo de construcciones familiares y no hay pin parental, ni pan, ni pun, que pueda sofocarlo. Salvo que se imponga el miedo.

Nuestras hijas e hijos, y lo que representan, no van a desaparecer ni será fácil amordazar su vida. Pero, si logran asustarlos desde pequeños, si consiguen que se callen, se oculten y vuelvan invisible su existencia, podrían triunfar. Infundir miedo es fundamental para cualquier fanatismo y miedo es lo que HazteOir persigue con su red de sicofantas y su «¡silencio o hablaremos de ti

La educación es un escudo contra la crueldad, la dominación y la ignorancia, pero también puede ser un bisturí que ampute realidades. Si se controla la educación, se controla poder imponer el sentido de las palabras.​ Como sociedad tenemos dos caminos.

Agachar la cabeza y aceptar ese control o impedir que la juventud -toda, incluida la juventud de HazteOir- madure en la cultura del recelo, la falacia, el fraude. La elección parece clara. Si callamos, hipotecamos​ el futuro. Si hablamos todos, fracasará el chantaje y será​ inútil el intento de escamotear la realidad a los niños. Tan inútil como intentar ocultar la propiedad conmutativa de la suma. Inútil porque, más antes que después, ellos descubrirán la verdad. Que hasta en el aire hay diversidad y que 3+5 es igual a 5+3.