El valor de los médicos no ha nacido con el Covid-19. Esa profesión exige desde Hipócrates toda clase de valentías. No puedes ser médico sin el coraje para afrontar enigmas y problemas que tal vez nunca en tu vida se resuelvan. Necesitas de la fortaleza para transmitir malas noticias sin romperte. Y, a menudo, la generosa disposición a ponerte en peligro por salvar a los demás.

Estas virtudes, no hay que olvidarlo, se extienden a la enfermería y sus auxiliares, farmacéuticos y apotecarios, conductores de ambulancias y todas las profesiones sanitarias así como algunas colindantes, caso de quienes, desde antiguo, se han prestado a limpiar en los hospitales.

«Tan pronto como la técnica supera una teoría se la deja apolillar en la biblioteca del olvido. Pese a ello, hay en sus nombres pasados, sucesos dignos de ser recordados, como el valor y entrega de Guy de Chauliac»

A los aplausos de cada tarde, me gustaría añadir un homenaje particular a los médicos conmemorando a una figura hoy olvidada, Guy de Chauliac. Las ciencias tienen la costumbre de enterrar muy mal. Tan pronto como la técnica supera una teoría se la deja apolillar en la biblioteca del olvido. Poco se les puede reprochar, ya que su vocación es poner el presente al servicio del futuro. Pese a ello, hay en sus nombres pasados, sucesos dignos de ser recordados, como el valor y entrega de este médico francés.

Hombre extraordinario, como científico y ser humano, Guy nació a principios del S. XIV en Chauliac, al sur de Francia. ¿Cómo un joven de familia humilde acabó siendo médico de cuatro papas? Sin duda, sus padres debieron hacer grandes esfuerzos para enviarlo a Toulouse a estudiar medicina. Una vez allí, su talento le abriría otras puertas. Sus profesores le envían a estudiar a Montpellier, que albergaba una de las más renombradas facultades de medicina de la época. En 1315 se estableció en París, donde en apenas diez años se convirtió en profesor de medicina y cirugía de su facultad.

Precisamente en esta disciplina, la cirugía, se convierte en una eminencia. Pensemos que ser un buen cirujano en esa época implicaba, entre otras cosas, ser capaz de amputar una extremidad en menos de diez minutos. En caso contrario, el riesgo de muerte era casi una certeza. Todas sus enseñanzas las escribió en su Chirugia Magna, manual de cabecera de los cirujanos por espacio de más de un siglo. Guy estudió también farmacia moderna, tratando de dar con sustancias anestésicas y otras con las que tratar la fiebre. Le interesó mucho la dietética, como hábito de vida, algo muy poco corriente en aquella época, cuando nadie vigilaba lo que comía salvo durante la enfermedad o ciertas festividades religiosas. En sus horas libres, miró al cielo y estudió astronomía.

«Su fama le convierte en médico de la nobleza gala, pero, por recuerdo de su origen o por convicción moral, nunca deja de tratar a los más humildes, a quienes ni siquiera podían pagarle»

Su fama le convierte en médico de la nobleza gala, pero, por recuerdo de su origen o por convicción moral, nunca deja de tratar a los más humildes, a quienes ni siquiera podían pagarle. Los papas, que entonces residían en Aviñón, no tardan en llamarle para que sea su médico personal, cargo que acepta. Por cierto, corre el rumor, que seguramente en parte cierto, de que gracias a que, como parte del rito fúnebre pontificio, hay que embalsamar el cadáver del difunto papa, disfrutó de cuatro buenas ocasiones para ampliar sus conocimientos de anatomía en una época en que las autopsias estaban prohibidas.

A mediados del S. XIV, la peste negra llegó a Europa desde China a través de la ruta de la seda. Esta enfermedad terrible se calcula que pudo aniquilar a un tercio de la población del viejo continente. Tuvo toda clase de efectos colaterales, desde la frivolidad documentada en algunas familias ricas de Florencia que pensando en la muerte inminente se fundieron sus tesoros en fiestas y orgías, hasta numerosas revueltas campesinas de quienes no querían morir mañana trabajando para el señor.

La enfermedad se percibió como una especie de castigo divino. Y, por eso, conforme la epidemia se acercaba a Aviñón, cundía el pánico por partida doble en la corte papal. ¿Cómo lo interpretaría la gente si el Santo Padre la contraía?

El pontífice de entonces, Clemente VI, le pidió a Guy que indagara sobre cómo prevenir el contagio. Por cierto que nuestro héroe ya estaba tratando a enfermos de peste en Aviñón y comarcas vecinas, siendo uno de los pocos médicos que reunió el coraje para mantenerse en su puesto y, como era habitual en él, sin distinguir entre ricos y pobres. El encargo papal, le obligó a ampliar sus observaciones. Hasta el momento se había centrado en aliviar el dolor y buscar curas, pero no tanto en la prevención. En aquella época, existían dos teorías médicas del contagio. La primera decía que te contagiabas por el contacto ocular, si mirabas a un enfermo a los ojos contraías la enfermedad. La segunda, de la que Guy era partidario, consideraba que las enfermedades estaban en el aire o en la piel y se contagiaban por respiración o contacto. Pensad que en aquellos tiempos se desconocía la existencia de la vida microscópica.

«Nuestro médico se contagió de peste. Otro hubiese desesperado y se hubiese desentendido de todo y de todos, pero no Guy, quien siempre había sido consciente de los riesgos. Sin vacilar, decidió tratarse a sí mismo»

Entonces ocurrió lo peor que podía imaginarse: nuestro médico se contagió de peste. Otro hubiese desesperado y se hubiese desentendido de todo y de todos, pero no Guy, quien siempre había sido consciente de los riesgos. Sin vacilar, decidió tratarse a sí mismo. Intentó aliviar su fiebre y mantener activos tanto sus vías respiratorias como su tracto digestivo, pues había visto que los apestados enseguida dejaban de comer y experimentaban fuertes dolores en el torso y asfixia -la peste mata por fallo multiorgánico. Tomo mucha agua, jugo de cebollas, uvas y alguna otra fruta. También diseccionó sus propios bubones, esos bultos característicos de la peste, para examinar su contenido y ver si había sustancias que los redujeran.

Suerte, voluntad personal o los sin duda angustiados rezos del papa, pero Guy fue del afortunado 20% de enfermos que sobrevivió a la peste. Así constató lo que ya se venía sosteniendo por otros médicos: la inmunidad posterior a la recuperación. Revitalizado escribió al Papa sugiriéndole que buscara una habitación grande y se aislara lo máximo posible. Debía rodearse de hogueras que mantuvieran purificado el aire y lo puso a dieta: cebollas, fruta, ajos y frutos secos. Así pensó nuestro médico que el pontífice prevendría el contagio. Y, aunque sin base para la ciencia moderna, la suerte sonrió a Clemente VI quien vio pasar la peste por Aviñón si contarse entre sus víctimas.

«Suerte, voluntad personal o los sin duda angustiados rezos del papa, pero Guy fue del afortunado 20% de enfermos que sobrevivió a la peste»

Guy de Chaulhac murió unos años después, en 1368, dejando tras de sí una memorable carrera médica y un imborrable recuerdo entre sus pacientes.