El pasado lunes El Periódico de Catalunya sacaba a la luz los resultados del último Barómetro Político, elaborado por el Gabinet d’Estudis Socials i Opinió Pública (GESOP) para ese diario, y titulaba Solo un 42% de los catalanes pide un referéndum sobre la independencia. Se incorporaban dos subtítulos: La mayoría de los catalanes prefiere negociar un mayor autogobierno que buscar la secesión y La mitad de los votantes de Esquerra niega que los resultados del 1-O legitimen la DUI. El conjunto de titulares, más las estadísticas de las preguntas planteadas y los oportunos trazos de reflexión incluidos en la pieza, guían nuestro brazo para que seamos capaces de pintar sin esfuerzo el cuadro impresionista de un nuevo estado de opinión que se nos revela como evidente por sí mismo, deducido de forma necesaria del estudio que sustenta la noticia: el suflé unilateralista por fin baja, aflora el posibilismo entre la fracción más razonable de la ciudadanía independentista, se posa sobre la muy torturada política catalana el manto sanador de un ethos de recuperación del sentido común. Ese sentido común que es, que debe ser, la elección del justo medio: ni inmovilismo de quienes nada quieren votar, ni radicalismo de quienes lo votarían todo, sino la vía política y luminosa de quienes votarían para encauzar, de quienes votarían para conciliar y para resolver. El voto-solución, el voto-síntesis, el voto para una mayor autonomía. De inmediato, un conjunto de comentaristas cuyos nombres hubiera sido fácil anticipar se sumó al mismo diagnóstico. ¿Pero es todo tan obvio como nos explican? ¿Tan sustantivo el cambio de los últimos meses? Puede que ciertas cosas estén cambiando, lo que quizá no esté tan claro es en qué medida esos cambios se deben a las causas que se nos sugiere, si constituyen verdaderas inflexiones o si, al contrario, los leemos como indicios de un importante viraje por el mero interés de legitimar nuestras propias orientaciones políticas.
Más bien parece, de entrada, que nos hacemos las preguntas del modo pertinente para obtener las respuestas que más se ajusten a nuestras expectativas: la propia noticia de El Periódico aclara, de pasada, que en el anterior barómetro del GESOP, de abril, el respaldo a un referéndum se reveló del 78,7%, aunque en aquel caso no se planteaba la disyuntiva entre consulta secesionista o autonomista. ¿Qué hubiera pasado si se hubiera introducido entonces la distinción? ¿Acaso era tan ocioso hacerla porque, como se afirma, gobernaba Cataluña el 155 y Rajoy entonces residía en la Moncloa? En realidad, incluso si ese barómetro hubiera medido el apoyo específico a un referéndum secesionista, no ya en abril, sino medio año antes, en el apogeo de la crispación de los hechos de septiembre y octubre de 2017, el resultado obtenido hubiera sido similar: se hubiera podido titular de igual modo con un Solo un 42% (¿45? ¿47?) de los catalanes piden un referéndum sobre la independencia. Como alguien con ironía comentó en Twitter la semana pasada, se ha producido la interesante revelación de que son los independentistas quienes se muestran a favor de un referéndum por la independencia. Por otro lado, podría haberse optado por orientar de otra manera la lectura de los datos a partir de un titular alternativo, del tipo: Baja en Cataluña un 9% el apoyo a cualquier tipo de referéndum desde el mes de abril. Este hecho se antoja más significativo que el anterior, llama la atención el contraste entre el citado 78,7% de abril a favor de un referéndum genérico y el 69,6% de ahora que sale de sumar al 42,4% a favor de una consulta por la independencia el 27,2% que quiere un referéndum para una mayor autonomía. Sin embargo, si aplicáramos este enfoque en la interpretación de los datos podría sugerirse que la moderación que dibuja el barómetro actual parece ser más efecto del palo del 155 que de la redescubierta zanahoria del referéndum por un nuevo Estatuto.
La demoscopia da el juego que se le quiera dar. Además, útil como es, se convierte hoy en el fetiche que simboliza nuestra obediencia al culto de las cifras, el que nos lleva a creer sin darnos cuenta que lo esencial de la política debe estar, siempre y en toda circunstancia, en esa variación marginal de estados de opinión y no en lo que significan verdaderamente las opiniones. En el extremo, esa lectura abusiva de la demoscopia, al oponer lo cuantitativo a lo ético –o al basar lo ético en lo cuantitativo- es el estricto contrario de toda filosofía política. En el caso del problema catalán, fetiches adicionales se unen los unos a otros como vagones de un tren, arrastrados por la locomotora de las encuestas. Al fetiche demoscópico se suma el inevitable fetiche del sentimiento como esencia legitimadora de cualquier solución política: ¿se siente más catalán que español? ¿más español que catalán? ¿lo uno tanto como lo otro? El fetiche del referéndum, pues el tercerismo que inspira y se sirve de una encuesta como la comentada cae, en su disimulada autocomplacencia, en un error no muy diferente del de los secesionistas, quienes en su vivencia infantilizada y jibarizada de la democracia –volem votar- rinden culto al plebiscito que les dará la legitimidad necesaria el día que obtengan un sólo voto más del 50%. Para los entusiastas del camino de en medio, el referéndum despliega comparables cualidades taumatúrgicas: no se proclama y legitima la independencia, pero sí se rubrica un flamante pacto de equidistancia entre opuestos que, por ensalmo, desactiva hostilidades y reimpulsa la convivencia. La trampa está en el hecho de que las diferencias no se despliegan, en este asunto, a lo largo de una escala cuantitativa y uniforme: no hablamos de un referéndum sobre el límite de velocidad en la autopista, en que unos están por los 120 km/h, otros por 140, y otros por suprimir tal límite. El problema catalán es el de tres grupos básicos de ciudadanos –independentistas, partidarios de explorar una tercera vía, constitucionalistas- con proyectos y principios que hoy, tras los hechos de hace un año, han cristalizado como incompatibles entre sí. Hay líneas rojas innegociables entre unos y otros, por lo que la opción promedio realmente no existe. Un secesionista convencido de su legitimidad tras la tarea de nacionalización de los últimos años está tan lejos de aceptar una solución de refuerzo autonomista como lo está el constitucionalista que vivió con angustia el despojamiento de su ciudadanía durante el clímax del procés, y que no quiere ni oír hablar de que la solución a este embrollo es una mayor autonomía. Así, el proyecto tercerista satisface sólo a sus propios incondicionales y no se acerca a las preferencias de los otros dos grupos. Ello lleva a reconocer el fetiche final, el vagón de cola del tren arrastrado por la locomotora demoscópica, el fetiche del consenso. Las comunidades plurales, y más en momentos de gran polarización como es el caso, no suelen alcanzar consensos, sino que viven mediante alternancias que dejan sucesivamente insatisfechos a unos o a otros. En el caso catalán, no es un grupo de ciudadanos el que está en tal situación, sino la totalidad: los secesionistas que no ven realizable su objetivo, los afines a la tercera vía que reciben descargas desde ambos lados, los constitucionalistas que vislumbran su papel subalterno y como moneda de cambio en las salidas que se avistan para el problema.