No soy uno de esos que apartan la mirada o se tapan los oídos cuando algo que me duele o me da miedo surge y se planta delante de mí. Así, de repente, apareció de madrugada, en el scroll procastinador de twitter, la última columna de mi admirada Silvia Cruz Lapeña en El Periódico (que os animo a leer antes de seguir leyendo). En ella, la periodista responsable de una de las grandes obras de los últimos años en el periodismo cultural español, Crónica Jonda, sacaba, como si de la bomba nuclear se tratara, el interesantísimo debate sobre la utilidad y, sobre todo, el sentido de la familia, que tantas veces he tenido con amigos y conocidos y también familiares.

Escribe Silvia Cruz en su columna ‘La Familia Mata’, “De lo que tampoco hay duda es de que como institución, es inmortal. Ahí radica su fuerza y por eso mata, porque tiene cualidad de antiguo régimen: hace tiempo que no sostiene a nadie –no cuentan las fiambreras y los préstamos–, pero si se aferra una con ahínco a su estructura, acaba creyendo que es ella la que le está haciendo un favor. Se oye decir que es columna vertebral de la sociedad, pero mirada de cerca, solo es raspa de sardina. Eso sí, como la energía, ni se crea ni se destruye, simplemente está ahí.” También que  «Hay gente que no quiere una familia, pero la forma. No quiere comidas de Navidad, pero acude año tras año y se traga –sin masticar– el último canelón de la bandeja para no defraudar a nadie. Tampoco a sí mismo. A veces -en una guerra, una infidelidad o una pandemia- se pone de manifiesto la debilidad de la institución”

Y me duele leerlo porque creo que la familia, como la fe, es una de esas cosas que uno posee mientras lo posee a uno. También uno la sostiene mientras lo sostiene a uno. Como una de esas estructuras imposibles que se ven en las películas o en videos virales en internet. Una institución, sí, pero también una unión rara y natural que viene tan unida a lo que somos como seres humanos -como animales- que es imposible desembarazarse de ella. Como el famoso “no pienses en un elefante”, incluso el que abandona a su familia la lleva siempre encima, más como un rasgo facial particular que como un tatuaje; no tan elegible, ni tan superficial, como el enamoramiento más profundo que uno puede sentir.

En estos tiempos de incertidumbre y velocidad y cambio, una familia fuerte es una obra de toda una vida de la que nosotros solo podemos participar, porque sus inicios, sus raíces, vienen de antiguo, muy por encima de nosotros. Como esas colchas de patchwork que se legan (o se legaban, porque ya todo lo que nos contaron amaga con desaparecer entre las nuevas religiones mundanas y sin dioses) de generación en generación. En estos tiempos más que nunca una familia fuerte es una maravillosa excepcionalidad que sitúa, al que la tiene, en una situación ventajosa por segura. La red que todo equilibrista necesita -y ahora todos vamos camino de convertirnos en equilibristas- en algún momento. Y requiere, como todas las redes, como todo lo que importa, de determinación y constancia, para tejerla y para no verse enredado en ella. La familia no es una obligación, pero sí es una necesidad. Va más allá de los préstamos y las fiambreras, aunque quizá ambas sean su expresión más visible y más fácil y más superficial. Porque lo que hay detrás de eso, si uno tiene la capacidad de pararse a pensar, camino a casa, con una bolsa llena de comida rica de mamá en la mano, es todo lo bueno que tenemos como seres humanos y como sociedad. Sí, la red que ofrece la familia puede llamar a veces a que abandonemos el equilibrio y el riesgo, porque es su naturaleza. Sirve para amortiguar la caída, aunque no la evita, y quizá crea, en su naturaleza de red, que mientras antes mejor, porque aunque hará que no nos rompamos todos los huesos contra el suelo, siempre cuesta más reconstruir lo que no es material ni tangible y llevamos dentro. Superar esta llamada, casi siempre bienintencionada, es otra de nuestras lecciones y nos hará caminar más seguros, porque la familia queda y no se va, ni siquiera cuando otros dejan de mirar, como en los partidos de fútbol cuando los menos fieles o más pragmáticos dejan el estadio minutos antes de terminar para que no les pille atasco a la salida y se pierden la remontada de su equipo, o la derrota catastrófica. Pero, claro, eso requiere de un trabajo único de uno que tiene que hacer, y no es tan sencillo. Cuidar sin permitir, elegir algo sin abandonarse a ello.

La familia -y da igual el tipo, porque hay familias de dos más fuertes que de veinte, igual que los nuevos modelos de familia, por mucho que haya retrógrados que lo nieguen– no es tanto una estructura a la que aferrarse sino algo a no tener miedo a usar cuando se necesita. Algo que nos enseña gestos imprescindibles como estirar más la cama para que no tenga arrugas, madrugar para que no falte nunca nada en casa o querer más a cuando uno menos lo merece. Eso es algo que han aprendido los más y los menos poderosos por partes iguales. También quien haya echado de menos, aunque sea sin saberlo, uno de esos eslabones que la conforman. También, y somos muchos más de los que lo reconocemos, quienes hemos salido de algún lugar oscuro con el impulso -o la tranquilidad- que solo el amor inconsciente e infatigable de la familia proporciona.

Vivimos desde hace unos años en un periodo en el que todo va tan deprisa que ni siquiera somos conscientes de ello. Como cuando vamos en avión, tranquilos, cuando en realidad vamos a una velocidad que nos arrancaría de cuajo si estuviéramos en el exterior, montados sobre un ala. Por eso, la familia, que es una institución milenaria, mucho más antigua que la Iglesia, la empresa o el estado, a veces tarda en reaccionar, como cuando mi abuela, ya muy mayor, a veces se despistaba con el guiso que tenía al fuego. Es normal. Ha tenido que afrontar más cambios y envites en los últimos ciento cincuenta años -y en los últimos cincuenta- que en los diez siglos anteriores. Eso no significa que mi abuela quemara el pollo adrede. Eso ni siquiera entraría en sus planes. Entendiendo el dolor que puede causar como algo propio de las personas que la forman, no de la propia institución. Precisamente en lo que Silvia Cruz Lapeña ve como una traición está la clave de la familia. Formarla sin saber antes que la querías, transigir en los gestos nimios del diario y de las ocasiones especiales. Algo tan revolucionario y tan arraigado en nosotros a la vez solo puedo verlo como algo a mantener. Un ejemplo para aprender de lo bueno y de lo malo y, sobre todo, algo de lo que formar parte para que, siendo grande e importante como es, no se quede sin ser mío también y poder mejorarlo, sin romperlo, para legarlo a quién venga después.