Acabado el Festival de Eurovisión 2023, apagadas las candilejas, que no su música ni sus mensajes, no está de más reflexionar un poco sobre lo que representa en estos momentos, cuando los totalitarismos proliferan en Europa y el mundo.

Las instituciones comunitarias premiaron a Eurovisión, en 2016, con la Medalla Carlomagno de los Medios de Comunicación por su innegable contribución a la unidad europea.

«El Festival de Eurovisión representa la creación de lazos entre países de Europa […] Es un evento que intenta dejar las diferencias entre países europeos a un lado para celebrar nuestras similitudes gracias a la música», explicó Jürgen Linden, Presidente del Consejo de Administración de la Asociación Medalla Carlomagno.

Una imagen vale más que mil palabras -y el valor de la imagen del Festival es inefable-, de ahí la importancia que conceden ciertas ideologías al control de lo que el ojo ve.

Buen ejemplo es Con faldas y a lo loco, la extraordinaria comedia de Billy Wilder, que no pudo verse en España hasta que murió Franco. Los censores calificaron la comedia como pornográfica, con «crudísimas escenas de erotismo y pornografía de las que no tienen cura» y la fulminaron: «Prohibida aunque solo sea por subsistir la veda de maricones».

Que Jack Lemmon y Tony Curtis se moviesen por los fotogramas con faldas y a lo loco fue razón más que suficiente para que los guardianes de la moral la cancelasen.

Las mismas razones que se exponen hoy para cancelar Eurovisión en ciertos territorios donde el retroceso en libertades públicas es más que palpable, como sucede en Turquía o Hungría. Eurovisión es un canto a la tolerancia, la libertad y la diversidad. Justo lo opuesto a quienes pretenden hacer de su país un lugar monocromático de cabezas gachas.

Turquía dejó de participar cuando Erdogan decidió transformar el país a través de un proceso de islamización progresiva.

El país otomano abandonó el concurso en 2012 alegando «razones por el sistema de votación». Pero no era ese el problema. La verdad la dijo el director de la radiotelevisión publica: «Siendo una emisora pública, yo no puedo difundir en directo a las nueve de la noche, en horario infantil, a un austríaco con barba y falda, que no acepta su sexo, que no admite pertenecer a ningún sexo y asegura ser a la vez hombre y mujer». (Ibrahim Eren, 2014, año en que triunfó Conchita Wurst).

Lógica similar ha sido seguida por el húngaro Víctor Orban.

La decisión de abandonar el concurso se tomó en 2019, pero no por motivos musicales, sino por ser «demasiado gay».

Explícita fue la televisión progubernamental, donde se habló de Eurovisión como «una flotilla homosexual» y se aseguró que no participar beneficiaría la salud mental de la nación.

Lorinc Bubnó, ex-jefe de la delegación húngara en Eurovisión, comentaba en 2020 que «los húngaros aún no están preparados para los ideales de Europa Occidental, y para la normalización de la comunidad LGBTQ+ en el país».

Ya. Y a este paso nunca lo estarán.

Hay miedo en ciertos regímenes, en ciertos idearios, del escaparate que supone un evento televisivo de esta magnitud. Miedo al mensaje que se puedan ofrecer. Como el del italiano Marco Mengoni, mostrando orgulloso la bandera Lgtbi+ transinclusiva y la bandera italiana mientras la presidenta Meloni continúa su caza de brujas contra las familias gais y lesbianas a las que niega la filiación de sus hijos.

Lo que empezó siendo exaltación del terruño, hoy es un termómetro de las libertades. Participar en Eurovisión no es sólo concursar, es mantener abierta una ventana a la vida, es permitir que el aire limpio circule incluso por donde no se quiere que circule. Es hablar ante quien no quiere oír. Es habitar la alegría y es, sin ninguna duda, señal de salud social.

¡Larga vida a Eurovisión!