Hace tiempo, en uno de mis primeros artículos académicos, un paper, como llaman los anglosajones a estos textos breves de investigación académica, escribí que la monarquía puede ser una institución democrática. Lo sigo pensando. A mi entender, esto depende de dos factores: primero su rol constitucional y segundo su apoyo popular.

«La democracia, tal como hoy la entendemos, es incompatible con que la Corona decida por sí misma sobre el gobierno del país. Su rol debe ser ceremonial y, como mucho, de arbitraje entre las fuerzas políticas»

La democracia, tal como hoy la entendemos, es incompatible con que la Corona decida por sí misma sobre el gobierno del país. Su rol debe ser ceremonial y, como mucho, de arbitraje entre las fuerzas políticas. Esto último, se ve, por ejemplo, en Bélgica, cuyo rey desde hace años juega un papel decisivo en las negociaciones para la formación de gobierno –rol que le aceptan incluso, más o menos entusiasmados, los partidos republicanos. Menos se moja el vecino monarca de Países Bajos, quien nombra a un delegado que hace las negociaciones por él, el llamado informer de gobierno. Por cierto, esta figura igual convendría importarla a España. En Japón y Suecia, el monarca no participa de la formación de gobierno y en el país escandinavo ni siquiera sanciona las leyes, lo hace el Presidente del Parlamento.

En resumen, cero poder de gobierno y cuanto más alejado de la política mejor.

Por ese motivo, cuesta mucho considerar democrático a Liechtenstein, cuyo Príncipe gobierna con programa político personal. Los ministros del pequeño país, para acceder y permanecer el Gobierno, necesitan la confianza del monarca, no la del Parlamento. Además, él solito puede vetar leyes, conceder indultos, convocar referéndums… ¿Democrático? La gente le apoya, pero no hay ninguna forma, judicial, parlamentaria o popular de controlar al Príncipe. Un poder de gobierno carente de control en su acción cotidiana es difícil llamarlo democrático.

Segunda condición, la adhesión popular. He aquí el quid de la cuestión. Carecer de poder de gobierno, podríamos decir que es una especie de prerrequisito. La verdadera fuerza democrática de la monarquía emanará siempre de la voluntad popular. No puede ser de otro modo.

Ahora bien, ¿si nunca se ha votado en referéndum, podemos considerar que existe esa adhesión popular? ¿Y en caso de responder afirmativamente, el referéndum no debería tener cierta periodicidad para que cada generación pudiera pronunciarse? Bueno, aquí os doy mi parecer jurídico-político: no hace falta. Sin duda, un referéndum es clarificador y me atrevería a decir que sería la mejor opción, la más honesta y transparente, pero, no creo que sea imprescindible para considerar democrática a una monarquía.

El pueblo encuentra sus formas de expresar sus preocupaciones e inquietudes. Normalmente, estas marcan la agenda del debate político. Hay países donde el debate monarquía y república ni está ni se le espera. La presencia abrumadora de gente en determinados eventos -coronación, bodas, actos públicos de cualquier clase- con aclamaciones a la Familia Real de turno es una forma de expresión popular tan válida como cualquier otra manifestación o una huelga. No creo que sean despreciables las encuestas y sondeos de opinión. Sí, por supuesto, tienen margen de error y repito que lo ideal sería un plebiscito, pero cuando uno lee en estudios sociológicos del todo imparciales –incluso hechos desde otros países- que en Países Bajos y Japón la popularidad de la monarquía supera el 80% o que en Reino Unido, Dinamarca o Noruega está por encima del el 70%, pues, sinceramente, yo no me atrevería a decir que esas monarquías no son democráticas.

Por supuesto, la satisfacción con una monarquía puede cambiar. Entre las nuevas generaciones se despiertan más recelos hacia una institución hereditaria que transmite vía derecho de sangre la Jefatura de Estado.

Ahora bien, en España la cuestión es que nunca hemos sido un país monárquico, sino juancarlista, lo que supone un gran lastre para la institución. Hoy sonará a chiste, pero, por muchos años se dudó de que Felipe de Asturias llegara a convertirse en Felipe VI al no ser tan popular como su padre cuya campechanía –e inmunidad mediática- le otorgaban no pocas simpatías. Ahora, en cambio, puede que sea Juan Carlos I quien someta a la monarquía a su peor crisis.

«La Corona en España tiene sin duda cierto apoyo popular, además de aliados poderosos. Se decía que el rey Juan Carlos tuvo la mejor agenda telefónica del mundo»

La Corona en España tiene sin duda cierto apoyo popular, además de aliados poderosos. Se decía que el rey Juan Carlos tuvo la mejor agenda telefónica del mundo. No hay por qué negarle que la usara para el bien, por ejemplo en gestiones diplomáticas en Oriente Medio o cuando aceptó ser nombrado mediador por Argentina y Uruguay en 2006 para resolver un conflicto entre ambos países sobre la instalación de dos plantas papeleras. Sin embargo, su avión y sus viajes se convirtieron en un fructuoso espacio para conseguir contratos entre y para empresas españolas. Tales gestiones financieras, según vamos sabiendo no siempre desinteresadas, le granjearon la lealtad de las élites del mundo empresarial. Eso sí, las simpatías no eran hacia la institución, sino hacia su persona. Muchos políticos de izquierdas y nacionalistas vascos y catalanes negaban ser monárquicos, pero simpatizaban abiertamente con Juan Carlos y le consideraban la mejor solución para la Jefatura de Estado española o, al menos, el mal menor.

Sin embargo, desde los escándalos de Botsuana y el caso Nóos, la fuerza democrática de la monarquía en España se tambalea. El CIS lleva años sin preguntar por ella. Las encuestas más fiables hablan de un 50% a favor un 50% en contra. Si pensamos en países donde la monarquía se encuentra democráticamente consolidada, es decir, cuenta con amplio y firme apoyo popular, vemos que allí la reacción ante un escándalo es muy diferente.

Me viene a la mente Países Bajos. En 1976, un informe reveló que el Príncipe Bernardo, esposo de la entonces reina Juliana I, se había involucrado en ciertos negocios deshonestos con empresarios y altos cargos del Ministerio de Defensa. Ya se sabe que las cosas de palacio van despacio, así que tras ver gestarse y estallar el escándalo, retirar al príncipe de la vida pública y que el escándalo siguiera, que salieran nuevas informaciones etc., Juliana, muy cuestionada por la opinión pública y los partidos políticos, abdicó en su hija Beatriz en 1980. Lo interesante es que el debate público vivido en el país en aquellos años no cuestionó la institución, no hubo un debate monarquía república. El debate se centró en si Juliana seguía siendo la persona indicada para ocupar el trono. Ya vemos que en España ocurre justo lo contrario.

No creo que la monarquía caiga en breve. Sus aliados la sostendrán e intentarán un lavado de imagen. Sin embargo, su apoyo principal seguirá siendo la falta de concreción del proyecto republicano. De esto, si os parece, hablamos la semana que viene.