Todas las encuestas realizadas por los distintos institutos demoscópicos de España coinciden en fijar una serie de tendencias claras: el PP se desmorona, Ciudadanos sube imparable, el PSOE se diluye en la inconsistencia de su actual dirección y Podemos tiene dificultades para sujetar voto.

Vivimos tiempos de volatilidad política en los que países de firme tradición democrática como Reino Unido, votan salir de la Unión Europea para arrepentirse tres minutos después. O en los que la mayor potencia económica mundial, Estados Unidos, ha elegido presidente a un personaje como Donald Trump, que con sus excentricidades proteccionistas está poniendo en riesgo la endeble recuperación económica de la zona euro. O en los que, en la República de Francia, desaparece el Partido Socialista y gana las elecciones un ex miembro sin partido, Emmanuel Macron…

Con todo lo anterior quiero remarcar que, aunque las encuestas acierten (que no siempre aciertan), solo muestran la foto fija de un momento concreto que puede cambiar casi por el aleteo de una mariposa. Pero también hay que tener en cuenta que las encuestas marcan tendencias, ponen de manifiesto el sentir de los votantes en tiempo real y sirven como aviso para navegantes.

Quiero detenerme unas líneas para analizar el crecimiento de Ciudadanos puesto que es lo más novedoso y, para algunos, sorprendente, que nos traen estas últimas encuestas y con ello tratar de vaticinar si estos resultados demoscópicos se transmutarán en votos en las urnas, de aquí a unos meses, que es la madre del cordero.

El análisis fácil es pensar que los votantes del centro derecha español, cansados de la corrupción que asola al PP y de sus injustas políticas de recortes y austeridad, siempre en las espaldas de las clases medias y trabajadoras, se están pasando en bloque a otro partido de centro derecha, pero limpio de polvo y paja. Sin duda algo de esto hay, pero si se analizan las tripas de las encuestas, hay mucho más que esto.

Hay un importante número de votantes socialistas, de los que se definen como centro izquierda, moderados, que no han querido nunca saber nada de la izquierda radical, que se sienten españoles, diversos, plurales, respetuosos con la idiosincrasia de cada Comunidad Autónoma, pero españoles, libres e iguales. Votantes socialistas que no entienden lo de la España plurinacional de Sánchez, que se indignan con la equidistancia del PSC en Cataluña, que empiezan a sentir que el Cupo vasco es una injusticia que les hace privilegiados a costa de todos, que ven como en Baleares, con el apoyo del PSOE balear, se reproducen conductas que han llevado a Cataluña al caos y que jamás votarían a Podemos, precisamente por ser cómplices todo lo anterior.

Esos votantes huérfanos de la izquierda española ya encontraron refugio en Ciudadanos en Cataluña hace años. No podemos obviar que todo el llamado cinturón rojo de Barcelona, las grandes ciudades obreras de tradicional voto socialista, ahora es naranja, no solo en las elecciones autonómicas, sino también en municipales y generales. ¿Si sucedió en Cataluña por qué no puede suceder en el resto de España? Esta es la pregunta del millón (no de euros, de votos).

Es cierto que Ciudadanos abandonó la denominación “socialdemócrata” en su ideario para asumir la de “liberalismo progresista” justo a principios de 2017, cuando Pedro Sánchez abrazó el “bolcheviquismo” como parte fundamental de su no es no a todo para recuperar su despacho en la sede socialista de la calle Ferraz y dejó sin referentes a gran parte de sus votantes.

Es cierto también que cada vez tienen menos peso las etiquetas políticas: izquierda/derecha, socialismo, socialdemocracia, liberalismo, socioliberalismo, derecha, comunistas, conservadores… Se han manoseado tanto las palabras que se hace complicado saber qué se quiere decir cuando se usan o cuáles son los principios y valores que se defienden bajo esas denominaciones.

Como ex militante del PSOE y, hasta la fecha, votante de esa formación siempre que he acudido a las urnas, reconozco que es difícil plantearse, siquiera, la posibilidad de votar a otro partido político que no sea el nuestro. Hasta abstenerse o votar en blanco supone un esfuerzo de racionalidad que te hace sentir que traicionas algo más grande y profundo que un simple partido político o una opción política.

Pero como persona progresista que cree en la igualdad como premisa para poder ser libre, siento aversión hacia los nacionalismos, hacia el egoísmo de unos territorios en detrimento del conjunto y me repugna ver al PSOE plegado a los delirios plurinacionales en Cataluña, en Baleares, en País Vasco y, quién sabe si en algún territorio más.

Como ex militante de un partido que llevaba la E de España a gala en sus siglas, que fue artífice de la reconstrucción de este país tras la guerra y la dictadura, que supo plasmar en los Pactos de la Moncloa la pluralidad de España en su unidad y que luchó por la cohesión territorial como única forma de progresar todos juntos, de conformar una España de igualdad de oportunidades, no podría coger la papeleta de alguien que, como Pedro Sánchez, no tiene un proyecto para todos los españoles y se mueve al albur de los vientos que soplan en los territorios que le apoyaron en su retorno a Ferraz.

Si yo, que soy más socialista que el busto de Pablo Iglesias que hay a la entrada de nuestra Casa del Pueblo de Ferraz no votaré al PSOE de Pedro Sánchez (si mañana hubiera elecciones seguramente me abstendría) no es descabellado pensar que hay muchos de nuestros votantes planteándose que no pueden votar un no proyecto para España. De ahí que en las encuestas se aprecie un tímido, pero creciente, trasvase de votos del PSOE a Ciudadanos, aunque el voto socialista desencantado vaya en su mayoría a la abstención. Si Rivera consigue atraer ese voto progresista español, su conquista de la Moncloa dejará de ser demoscópica para pasar a ser una realidad.