Hay cosas que solo tenemos presentes porque las leemos en novelas o las vemos en películas o en series de televisión. Cosas que han pasado, que son historia y que son causa de muchas de las que posteriormente hemos vivido. Sin embargo, por algún motivo, la conciencia colectiva se queda con algunas, solo algunas, consecuencias, y olvida fácilmente qué hubo antes de las mismas. Y lo sorprendente es comentar con personas de tu entorno, con tu familia, con tus amigos, lo que está pasando con el conflicto entre Rusia y Ucrania o, mejor dicho, con la agresión ilegítima de Rusia hacia Ucrania, y comprobar la sorpresa que genera la situación. Sorpresa por lo desconocido, lo inesperado, y lo novedoso que algo así resulta en la Europa del siglo XXI. Quizá no tanto, si aún tenemos abuelos o bisabuelos a los que preguntar. O si, simplemente, cogemos un libro de Historia de esa ya lejana EGB del siglo pasado.
En 1933 Adolf Hitler, un nacionalista alemán resentido por las condiciones impuestas a Alemania tras la I Guerra Mundial en el Tratado de Versalles, llegó al poder mediante unas elecciones democráticas liderando un partido político nacionalsocialista. Se mantuvo en el poder durante doce años, arrastrando a Europa, y no solo a esta, sino al mundo entero, a la mayor tragedia humana. Aquella democracia alemana que le dio el poder con los votos fue inmediatamente convertida por ese poder en un régimen totalitario “legitimado” por un total de seis victorias en seis procesos electorales entre legislativas y plebiscitos… No parece difícil, ni una locura, comparar aquellos hechos con los de la Rusia actual y un dirigente como Putin, que ha llegado a gobernar Rusia igualmente ganando mediante elecciones, con un partido político hecho a su medida, con un discurso netamente nacionalista y revisor de las relaciones internacionales de Rusia a partir del desmoronamiento de la URSS y el imperio y la influencia soviéticos.
Putin es un dirigente que ha justificado la invasión de Ucrania por la necesidad de proteger a la comunidad de etnia rusa -realmente rusófona- en ese país. Pero una vez iniciada la invasión, el motivo ya es otro, y vale para intentar hacerse con todo el territorio ucraniano: Rusia debe defenderse de países hostiles más allá de sus fronteras y garantizar el control de cualquier territorio donde haya rusos o desde el que Rusia pueda ser atacada. Y estos hechos, hasta el movimiento definitivo de tropas rusas hacia el interior de Ucrania del pasado 24 de febrero, han venido produciéndose desde 2014, si no antes, con el apoyo y la promoción, cuando no la intervención directa, de Rusia en Crimea y en las regiones del Dombas (Lugansk y Donetsk). En marzo de 1938 la Alemania de Hitler se anexionó Austria, un país soberano e independiente en ese momento, con la excusa de estar habitado por diez millones de alemanes que viven fuera de Alemania. En octubre de ese mismo año Alemania invadía militarmente los Sudetes checos con la excusa de proteger a la población germana oprimida por el Gobierno de Checoslovaquia y que vivía en esta zona. Nada costó extender la invasión a toda Checoslovaquia en apenas cinco meses. En septiembre de 1939 las tropas alemanas entraban en Polonia, sobre cuyo territorio el nacionalismo alemán planteaba desde el final de la I Guerra Mundial reivindicaciones territoriales. El resultado de todo lo anterior lo conocemos sobradamente…
Hay una frase que recibe en una placa a los visitantes del bloque 4 del campo de concentración de Auschwitz: “los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo” (those who cannot remember the past are condemned to repeat it), aunque la misma nunca estuvo realmente referida a la historia de los pueblos. Su autor, el pensador español Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana Borrás (1863-1952), también conocido como George Santayana por haber vivido en Estados Unidos, donde creció y se formó durante casi cincuenta años, la escribió en su obra La Vida de la Razón (‘The Life of Reason’ en el original en inglés), publicada en cinco volúmenes entre 1905 y 1906.
La citada frase, al final del volumen I de su obra, es más una consideración de tipo antropológico, porque Santayana se refiere con ella a la memoria, a la retentiva, a la repetición de hábitos por la experiencia como verdadera vía de progreso, más que al cambio en sí, cuando trata de la naturaleza humana. Nunca se refirió el autor, por tanto, a las sociedades humanas que haya podido haber sobre la Tierra ni a su historia. Mucho menos, por razones obvias meramente cronológicas, al devenir de los sucesos bélicos de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, aquella frase se ha convertido en una advertencia de aquello que debemos recordar para que no vuelva a suceder, pese a que esas palabras, y en otro contexto, fueron escritas varias décadas antes de lo que en ese lugar se trata de señalar.
Pero de alguna manera, y tal como los últimos acontecimientos vienen produciéndose en la vieja Europa, y del modo en que trascienden al resto del mundo, parece que la cita de Santayana pierde presencia, aún tan vinculada a esos posteriores en años momentos, tan trágicos y terribles de nuestra historia reciente, aunque no tenga nada que ver con ellos. O al menos ve reducida enormemente su eficacia como constante alarma para nuestra conciencia colectiva. Y en eso sí vuelve a acertar aquella reflexión, en este momento actual convulso de nuevo en Europa, ante el conflicto entre Rusia y Ucrania y con las implicaciones para otros países a que puede llevar.
Que la guerra es el horror es algo tan conocido como inútil hasta que ese horror llama a la puerta. Y hoy estamos todos más cerca de esa llamada que nunca. Pero el temor que albergo, al menos yo personalmente, es ante el desconocimiento y la ignorancia que demostramos, sobre todo en sociedades y comunidades humanas acomodadas, en las que la paz de un sistema estable nos adormece y nos hace guardar en lo más profundo de nuestra conciencia común esa retentiva que, quizá premonitoriamente, en un plano antropológico, pero con un evidente sentido y trascendencia sociológicos, señalaba Santayana como la única vía del progreso. Porque de nuevo la humanidad parece encaminarse hacia un cambio, pero ha perdido la memoria. Y lo peor es que ahora la tenemos escrita y nos hemos negado a leerla. Y sin hacerlo no parece que el progreso sea a mejor.
Me merecen todo el respeto del mundo quienes llaman a la paz, a parar la guerra, a no responder, a no dotar de armas con las que defenderse a los agredidos, a no intervenir, a todas esas cosas que fueron ya una vez la perdición de todos por quienes no supieron ver lo que estaba pasando hace solo algo menos de cien años, y que cuando reaccionaron era demasiado tarde para evitar el desastre. Respeto, sí, pero ninguna simpatía o comprensión. Ninguna en absoluto. Si nos preocupáramos por recuperar un poco de memoria y releer los lemas pacifistas de los años 30 en la Europa de entonces, también descubriríamos muchas coincidencias con más de un posicionamiento actual que hemos visto reivindicado por doquier. Quintacolumnistas, por acción o por omisión, los ha habido siempre, porque de propósito o por pura conveniencia, parece que siempre terminamos arrinconando la memoria.