Nos hemos acostumbrado a la palabra pero, sobre todo, participamos del hecho al que designa, y además sin ser demasiado conscientes: polarización, ese proceso tan reconocible de la política de nuestros días por el que nos vemos impelidos a caer, a plomo, en una de las dos mitades de un terreno de juego cuya línea de separación ha sido trazada solo recientemente, aunque nuestro recuerdo sobre cómo ha llegado a formarse se haga pronto vaporoso y, en poco tiempo, desconectado de la realidad. El error se acrecienta por la propensión, tan humana, a asumir que nuestra experiencia colectiva se nutre de hitos plenos, con significados irrepetibles y únicos de los que la Historia deberá tomar buena nota.
Sin embargo, la verdad es que los procesos de polarización son algo inevitable y frecuente en el transcurrir de las sociedades, al menos desde que se conforman como democracias en las que adquiere significado la noción de opinión pública. Cualquier país europeo, visto en perspectiva, se convierte en un ejemplo. El historiador británico Richard Clogg, en su reveladora Historia de Grecia, no hace otra cosa que ilustrar de modo soberbio más de siglo y medio de profundísimas heridas sociales que estallan y después se cierran, y ello desde la misma independencia del país durante la década de 1820: la prematura guerra civil entre los propios insurgentes a causa del choque entre liberalismo e intereses agrarios; el gran cisma nacional acerca de la participación o no junto a los aliados en la Primera Guerra Mundial, que desembocó en una división feroz entre partidarios monárquicos y republicanos; la cruenta guerra civil tras la ocupación nazi que enfrentó a liberales contra comunistas y envenenó, tras su resolución en 1949, más de dos décadas de la vida de la nación. El propio caso español, una polarización extrema que arranca con fuerza tras el fin de la Guerra de la Independencia y fluctúa, muta y se alimenta de convulsiones sucesivas durante 130 años hasta la abrupta llegada del franquismo, llegó a confundir por su persistencia y crudeza a demasiados: ni España tenía grabada en su piel de toro ninguna esencia fatal e indeleble, ni las grandes fracturas duran para siempre. La verdad, lo realmente notable de nuestro país ha sido que, desde el final de la dictadura hasta hace muy poco, y a causa de la inercia conciliadora que extendió el espíritu de la Transición a nuestra política, no ha habido divisiones sociales extremas, no se han dado procesos de polarización como el que despunta en la actualidad.
«La verdad es que los procesos de polarización son algo inevitable y frecuente en el transcurrir de las sociedades, al menos desde que se conforman como democracias en las que adquiere significado la noción de opinión pública»
Manuel Arias Maldonado, en su artículo Obscenidad del sesgo, ponía hace días el acento en la saturación comunicativa de las democracias: debido en gran medida a las nuevas tecnologías de la información, al alcance hoy de todos, los procesos de formación de la opinión pública son ya observables en tiempo real y, junto a ellos, las llamativas contorsiones ideológicas que muchas veces tenemos que hacer para justificar ahora lo contrario que exhibíamos ayer. Sin duda el asunto tiene su parte cómica, que no dudamos en señalar cuando alguien de los otros intenta escapar de la evidencia mediante el borrado de a veces cientos de sus tuits, o cuando aparecen inoportunos videos del pasado, que dejan en mal lugar las firmes declaraciones de principios practicadas por los políticos en el presente. La realidad, sin embargo, es que ya nadie puede escapar a la trampa de la hipertrofia ruidosa y compulsiva de este juego de espejos de la moderna opinión pública. Y así como las nuevas interacciones entre políticos, media y ciudadanía desvelan unos sesgos que se acaban practicando con más o menos claridad, también se hace evidente que los propios procesos de polarización se reimpulsan por la pura coyuntura y las necesidades partidistas. Los sesgos cognitivos son, a fin de cuentas, los agentes de nuestra psicología que operan para que sigamos sin perturbación las instrucciones de encuadramiento, a uno u otro lado del espectro político, que son lanzadas desde la altura en medio del fragor diario.
No parece que lo anterior nos esté haciendo ni mejores ni más libres. Las ventajas y posibilidades, también políticas, que nos proporcionan las nuevas tecnologías de la comunicación no pueden ser ignoradas. No obstante, aquel optimismo que tan solo hace 15 o 20 años se extendía por doquier, que veía en el desarrollo de los nuevos medios la panacea del redescubrimiento de la democracia, ha sido ya negado por los hechos. Ni Twitter, ni Facebook van a lograr, a pesar de sus funcionalidades, que la política pierda parte de su verticalidad, de su escisión insalvable entre la élite que de modo legítimo obtiene el poder y la ciudadanía. Al contrario, parece que notamos día a día el refuerzo del componente teatral, de puesta en escena ritualizada, que siempre acompaña al juego político en las democracias. Es cierto que los actores principales reajustan sus roles, que matizan el tono de su representación forzados por la realidad de un nuevo público atento y fiscalizador, un público que se configura en buena parte por su uso intenso e cotidiano de las nuevas formas de comunicación: pero lo esencial no cambia, y quizás se hace más fuerte. Esa atención y esa fiscalización desde las redes se despliega de modo inevitable a partir del sustrato previo de la polarización y el sesgo, factores que los líderes políticos han aprendido pronto a manejar a su favor. Un clamor virtual nervioso emerge sin descanso desde el electorado en su ilusión de ser ahora un nuevo agente mediático con influencia; la televisión, la radio y la prensa multiplican el ritmo de la circulación de acontecimientos sobre los que se dicta el juicio popular para ser a continuación arrumbados en el desván del olvido; los líderes políticos reaccionan con la respuesta que ya saben que conduce al mejor de los resultados: la sobreactuación. La política democrática bordea el precipicio de convertirse, así, en poco más que un cascarón vacío.
«La realidad, sin embargo, es que ya nadie puede escapar a la trampa de la hipertrofia ruidosa y compulsiva de este juego de espejos de la moderna opinión pública»
Junto a polarización y sesgo, una tercera categoría cognitiva está siendo acelerada por la acción conjunta de los nuevos medios y la respuesta de la élite política, en la coyuntura de un sistema con un número creciente de partidos políticos: la amnesia. El hecho no debería sorprendernos, porque es sólo la extensión lógica, inevitable, de las dos primeras. Ante un mapa fracturado de partidos que no lograrán por sí solos nunca la mayoría, la obra a representar será una batalla sin piedad contra el otro, se proclamarán posiciones innegociables de principios que, tras el pacto postelectoral con quien se había dibujado como completo villano, tendrán que ser negociadas u enterradas. Los actores políticos dan por supuesta esa contorsión de sus parroquias electorales sin mayores complicaciones, ya han aprendido cómo somos.
El riesgo de este nuevo terreno por el que comenzamos a transitar es la transformación, quizá definitiva, de la política democrática en mera representación de papeles asignados. Unos roles que, sin embargo, y a diferencia de los desplegados en la técnica terapéutica del psicodrama, no servirán para revelar al paciente un conocimiento hasta entonces oculto sobre sí mismo, sino para confundirnos, como ciudadanos y electores, sobre nuestro papel y nuestras posibilidades reales en el juego de lo político. ¿Están las nuevas tecnologías de la comunicación más cerca de liberar nuestras energías o de ponernos a todos un similar corsé psicológico?