Desde niña me ha apasionado la política, incluso especulaba con la posibilidad de poder dedicarme a ello de manera profesional, pero, sobre todo, me fascinaba la manera en que a través de la política se podían cambiar las cosas, mejorar la vida de la gente, construir un proyecto colectivo.

Soy una hija de la Transición, nací en el 72 en una familia progresista, interesados en la política, en la libertad, en la igualdad, principios y valores que el PSOE llevaba defendiendo desde hacía casi 100 años. En la televisión y en la radio se escuchaba hablar de reconciliación nacional, de desarrollo de una España de todos, de superar el abismo entre vencedores y vencidos, en una palabra, de construir un proyecto de país en el que cupiéramos todos, en el que no se dejara atrás a nadie.

El PSOE de Felipe González que reunía todo el poder territorial posible en España se dedicó en cuerpo y alma a esa tarea de construcción de España y lo hizo como los socialistas entendemos que debe hacerse, a través de una Sanidad y Educación públicas y de calidad para todos, descentralizando parte del poder para que las administraciones más cercanas a los ciudadanos pudieran ocuparse de parte de sus problemas, redistribuyendo riqueza a través de los impuestos, apostando por una cohesión territorial que acortara la diferencia entre el mundo rural y el urbano, apostando por una cohesión social que acabara con la brecha entre hombres y mujeres, apostando por una cohesión internacional, devolviendo a España el lugar que le correspondía en Europa y en el mundo.

Es evidente que cuando uno ostenta todo el poder durante décadas, a los muchos aciertos, también suma incontables errores, pero eso no cambia el hecho de que los socialistas transformaron España para bien y luego pagaron sus errores en las urnas, que es donde se dirimen las responsabilidades políticas.

Después de unos años sin rumbo, en el 2000, un Congreso Federal del PSOE eligió, contra pronóstico a un joven y desconocido José Luis Rodríguez Zapatero, frente al favorito José Bono. Esta fue una decisión que se tomó para destruir, no para construir y, quizás, marcó el punto de inflexión en la vida interna de mi (ex) Partido. Los guerristas se unieron a Zapatero solo para que no ganara Bono, no porque creyeran que era lo mejor para el PSOE o para España.

No negaré que las dos legislaturas de Zapatero estuvieron plagadas de grandes aciertos. Avances sociales como la ley de matrimonio igualitario, la ley del aborto por plazos, el divorcio exprés, la ley de igualdad, la ley de dependencia… pero también de grandes logros económicos: subida de las pensiones como nunca, subida del Salario Mínimo Interprofesional, récor de afiliaciones a la Seguridad Social, la más baja tasa de paro registrado… Siempre tendrá el honor de ser el presidente del Gobierno que nos libró del horror de ETA. Y finalmente dos años de bandazos y políticas erráticas para afrontar una crisis mundial que no se quiso ver venir y que se tardó demasiado en aceptar.

Me da igual si no está de moda hablar bien de Zapatero porque a la derecha política y mediática les viene fenomenal el relato de la culpa de todo es de ZP, cualquier cosa que no vaya bien tras más de 6 años de Gobierno del PP con mayoría “absolutísima” siempre puede oponerse la “herencia recibida”, nadie podrá negar que el PSOE volvió apostar por la política como forma de construir un país más libre, más justo, más igual, aunque en lo interno se introdujeron cambios que buscaban lo contrario, un partido más caudillista, con menos controles intermedios, el germen de lo que hoy ha culminado Pedro Sánchez.

Cuando Alfredo Pérez Rubalcaba ganó a Carme Chacón el Congreso de Sevilla, creo que fue el 37 que con tantas emociones desde entonces ya no sabe una en qué periodo congresual vive el PSOE, lo hizo porque durante toda la noche previa a la votación, históricos como Felipe González o Alfonso Guerra, convencieron a los delegados que la catalana no era buena opción para el PSOE, demasiada voz a la militancia, demasiadas primarias abiertas a la sociedad, demasiada pérdida de control de los cuadros y mandos frente a las bases menos informadas.

Yo aposté por Chacón, creía que las bases teníamos que tener más poder de decisión, que si éramos quienes abríamos las sedes, repartíamos propaganda, aplaudíamos en los mítines y contábamos los votos las noches electorales, merecíamos poder elegir quién, cómo y para qué dirigía el PSOE. Ahora no estoy tan segura de que fuera una buena idea, a la vista de los resultados, pero abundaré en ello dentro de unas líneas.

En 2014, tras un mal resultado de la mano derecha de Rubalcaba, Elena Valenciano, en las elecciones europeas, ambos dimitieron y el PSOE, en manos de Pedro Sánchez, pero no solo por culpa de Pedro Sánchez, entró en una espiral de destrucción que ya lleva girando casi 4 años. Todos debimos comprender que en un momento en que en España cualquier cosa era culpa de Zapatero y la “herencia recibida”, elegir al que fue su vicepresidente primero y ministro del Interior, no presagiaba nada bueno, pero estábamos inmersos en un proceso de autodestrucción que nos impedía ver más allá de nuestros pequeños ombligos.

Desde ese momento, cada decisión interna se ha tomado con la intención de destruir, no de construir, en contra de Eduardo Madina porque es el protegido de Rubalcaba, o porque me peleé con él en Juventudes Socialistas, o porque me haría sombra en mi carrera parlamentaria. En contra de Susana Díaz porque representa a un PSOE clásico, que gana elecciones pero que huye de los postulados populistas del supuesto “empoderamiento” de las bases. En contra de tal o de cual, porque tengo una causa pendiente, quizás desde hace décadas, en contra, en contra, en contra.

Con la reelección el pasado año de Pedro Sánchez para la Secretaría General del PSOE hemos elevado la categoría de la destrucción a límites estratosféricos. Cada Congreso, Federal, Regional o Provincial se ha hecho bajo la premisa de aplastar al enemigo, ni un susanista en los órganos de decisión del Partido, ni un solo crítico con capacidad de decisión, ni siquiera con voz minoritaria en los Comités y finalmente unas normas internas que otorgan todo el poder al Secretario General, que hará consultas plebiscitarias a la militancia cuando lo considere oportuno (para salvar las apariencias) pero reservándose la última palabra, la decisoria, para su propia persona.

En lo externo, de puertas afuera del PSOE, las decisiones políticas también se toman con el criterio de la destrucción. Acabar con el PP a toda costa, pero sin hacer nada realmente efectivo para constituirnos en alternativa real, mero postureo del no es no que no ayuda a los pensionistas, a los parados, a las mujeres discriminadas… Acabar con Ciudadanos, ayer nuestros socios preferentes, hoy nuestros enemigos mortales porque nos roban votos del caladero del centro izquierda que se siente español y no se avergüenza de quienes defienden nuestras instituciones, nuestra bandera nuestra España. Siempre un enemigo exterior que cohesione a los de dentro en torno al caudillo para que no piensen mucho sobre qué es lo que realmente está haciendo ese líder.

Aunque en el socialismo, la política para destruir se ha convertido en religión, este mal no es exclusivo del PSOE, Podemos ha nacido, crecido y está hoy en claro declive, con una única estrategia, destruir el régimen del 78, la casta, la trama… Destrucción sin propuestas, útil a corto plazo, letal a la larga. Ciudadanos está cayendo en los últimos tiempos en la misma trampa, destruir al PP convencidos de recoger los restos sangrantes de su electorado en su camino triunfal a la Moncloa, aunque aun es pronto para señalarlos como unos demoledores más, anda peligrosamente en el filo de ese precipicio. Y el Partido Popular hace años que ha decidido que lo mejor es no hacer nada, ni destruir, ni construir, solo relajarse y dejar que los adversarios políticos se destruyan por sí mismo o los unos a los otros, mientras la marea de la bonanza económica internacional hace flotar sus barcos.

Después de todo esto solo me queda insistir en que echo de menos la política para construir, la que hacía cada uno según su ideología, sus principios y valores, sus postulados programáticos, pero siempre pensando que eran lo mejor para el conjunto.