Hemos estado tanto tiempo sin pedir nada a nuestros jóvenes que, cuando lo hemos hecho, nos han dicho que no. Esta es la frase que mejor resume en mi opinión nuestro fracaso como sociedad en la educación de unos jóvenes que, ahora que más les necesitamos, están más pendientes de la siguiente juerga que del próximo muerto por la pandemia. Así de sencillo. Creo firmemente que de una manera demasiado generalizada (por supuesto que se podrían señalar claras y honrosas excepciones, como en todo fenómeno) los jóvenes españoles no han estado a la altura de esta crisis sanitaria, y siguen sin estarlo. No les importa cuántos abuelos (y no tan abuelos) hayan muerto ya o quedado con graves secuelas, el botellón y la marcha son imperativo mayor en su vida (igual que sus viajes, sus idas y venidas, sus reuniones) y no hay llamada que les haga entrar en razón. Hay que decir de una manera clara y alta que son el colectivo que menos cumple con el deber impuesto de llevar la mascarilla. Echen un vistazo a las calles y díganme si lo que les describo no es cierto.

«Como con cualquier cuestión que afecte a la juventud, el problema es individual (de cada chico o chica) pero el fracaso es colectivo, de una sociedad»

Como con cualquier cuestión que afecte a la juventud, el problema es individual (de cada chico o chica) pero el fracaso es colectivo, de una sociedad. Estos jóvenes que ahora se vuelven contra la policía si intentan impedir un botellón (el caso de Alsasua es el más duro por su magnitud, pero ha habido escaramuzas parecidas en cualquier pueblo de España) son a los que un sistema educativo que no cree en el esfuerzo y la responsabilidad individuales les ha dado todo sin pedir nada a cambio. Y eso solamente crea un colectivo del “dame” perpetuo con muy poco que ofrecer a los demás. Aprobar sin estudiar, pasar de curso sin culminar una o varias asignaturas, regañar muy poco o nada y dar mil oportunidades a quien simplemente no las merece es el catálogo de bondades erróneas de nuestro sistema familiar y escolar de educación que ahora se nos vuelve en contra. Estos jóvenes que nunca llevan la mascarilla bien puesta (protegen su codo mayormente, a lo que uno ve) y creen que el botellón es un derecho fundamental del ser humano simplemente no han aprendido la lección básica de que quien la hace la paga. No han sido bien dirigidos por padres o profesores, y ahora creen merecer todo sin tener que dar nada a cambio.

Tampoco ayuda el hecho de que estemos en un proceso global tendente a la efebocracia, esa tiranía de los más jóvenes. Estoy seguro de que muchos de ustedes habrán sentido la sensación en su lugar de trabajo de que chicos recién licenciados, sin ninguna experiencia laboral, se incorporan a la empresa con aires de saber más que nadie de esa disciplina. Deberían llegar con la humildad del principiante, pero en lugar de eso suelen pensar que son los mejores preparados. No es culpa suya que actúen mal. Vienen de un sistema educativo que sobrepremia a los buenos (porque los compara con los nefastos), de notas infladas y un flujo continuo de felicitaciones. Piensen que éstos jóvenes de la mascarilla en el codo y el derecho a botellón son generaciones que han tenido ceremonia de graduación hasta en la guardería, y que han recibido títulos rimbombantes y premios por prácticamente cada acto de su vida. En la ficción televisiva, que controla nuestro comportamiento mucho más de lo que creemos, la escena de una persona mayor dando lecciones a un joven siempre es percibida como un rollo. Dar la matraca. Y no debería ser así: el viejo debe formar al joven, y pasar la experiencia de generación a generación con toda naturalidad. Invertir el orden es ridículo, porque solamente tiene experiencia quien ya ha vivido.

«La tecnología ha contribuido no poco a esa efebocracia de la que les hablo, pues se ha confundido el buen manejo de lo electrónico con sabiduría, cuando no es así»

La tecnología ha contribuido no poco a esa efebocracia de la que les hablo, pues se ha confundido el buen manejo de lo electrónico con sabiduría, cuando no es así. Lo que los jóvenes realmente dominan son las redes sociales y sus subproductos, algo que no tiene ningún mérito. Cualquier usuario frecuente sabe que esos programas están preparados para que incluso un mono pueda ejecutarlos. Pero quienes damos clase en bachillerato o universidad sabemos que los estudiantes no manejan nada bien las verdaderas herramientas electrónicas básicas de trabajo. Pónganles delante de un Word (no digamos ya Excel) y comprueben cuántos de esos nativos digitales saben manejarse adecuadamente.

Hablar en general es siempre injusto, y por ello antes de concluir el artículo pido perdón a los jóvenes que están haciendo bien las cosas y que no necesitaban de este ajuste de cuentas generacional. Pero salgan a las calles y díganme si cuanto he contado no está ocurriendo de verdad y no es nuestro problema. Acabo con una anécdota que me parece muy gráfica, y que encierra un mensaje para esos adolescentes que se rebelan contra las medidas de seguridad de la pandemia: en pleno mes de agosto y a las cuatro de la tarde, viajando por una de las zonas más áridas (y sin embargo bellas) del norte de Granada, obtuve una imagen que me parece conmovedora. En una zona prácticamente desértica, en la que las posibilidades de encontrarte a otra persona son prácticamente nulas (ni los lagartos gustan de ese paraje), me crucé con un abuelo que conducía un tractor sin cabina. Ese señor esforzado que cruzaba en pleno agosto las badlands del norte de Granada, y que sabía que como mucho se cruzaría con un par de coches perdidos en todo el trayecto, llevaba puesta la mascarilla. Si él puede hacerlo, ¿por qué usted, joven, se niega a ello?