Cada vez que veo a personajes públicos o a personas que están dentro de mi vida, de mi día a día, buscar con ahínco y con grandilocuencia momentos que recordar con grandes letras de neón en la noche oscura de sus días no me sale otra cosa que sentir compasión por ellos. Vivimos en una sociedad que se ha abandonado lamentablemente a la poética de la espectacularidad y que, sin lugar a dudas, ha conseguido que el significado de “montar un espectáculo” quede a la vez tergiversado y llevado a la máxima expresión.
«Vivimos en una sociedad que se ha abandonado lamentablemente a la poética de la espectacularidad y que, sin lugar a dudas, ha conseguido que el significado de “montar un espectáculo” quede a la vez tergiversado y llevado a la máxima expresión»
Los adolescentes -y no tan adolescentes- se meten en desafíos absurdos que han visto en YouTube para calmar su sed de notoriedad, ciertos cómicos de Instagram hacen vídeos realmente patéticos y de ningún modo graciosos en los que exponen sus personas para siempre a cambio de no se sabe qué triunfo posterior, padres que acaban de perder a un hijo conceden entrevistas en programas matinales de sucesos contando lo que les pasa, por más obvio y triste que sea, y la lista se convertiría en interminable si prestara atención a cada comentario en redes sociales, a cada outfit estrafalario que veo en el centro de Madrid.
Parece que es evidente que se ha perdido el gusto por las cosas pequeñas, por los ‘reality bites’ que te cogen el corazón de improviso, por la belleza de la rutina. Entiendo que en un mundo en el cual el trabajo se ha convertido en un eje transversal sobre el que da vueltas toda nuestra existencia, como una pieza de carne en un restaurante turco; en un mundo en el que nos servimos de repartidores que van en bicicleta por las grandes ciudades recogiendo comida de tiendas que abren 24 horas para traérnosla a casa mientras vemos el decimotercer capítulo de la serie de la semana o estamos drogados de madrugada de medicamentos o de drogas de diseño y no podemos poner el pie en la calle por el qué dirán, la necesidad de llenar nuestra vida de una versión artificial del brillo que nos prometieron y nos arrebataron es muy fuerte.
En todos los momentos de mi vida he agradecido la calma que se vive en las ciudades y los pueblos hasta la hora de comer. Aunque sea mirando desde mi ventana, puedo ver al mundo parecerse un poco al que era antes; desperezarse, arquear el lomo y sacudirse el día anterior de encima. Sin contar historias en Instagram, sin alaridos ni llamadas de atención. El sueño hace más por la humanidad que el estrés, la vigilia solo trae problemas.
«Parece que es evidente que se ha perdido el gusto por las cosas pequeñas, por los ‘reality bites’ que te cogen el corazón de improviso, por la belleza de la rutina»
Quién no encuentra la felicidad en un café y un croissant no la va a encontrar en un viaje a Finlandia o en un voluntariado en el Congo. Debería haber una mejor educación sentimental, como la de Flaubert, y caer un poco en esos estúpidos ejercicios de hipismo de dar gracias a todo lo que nos rodea. Si llueve está bien porque sí, si hace sol por las terrazas. La vida no es siempre el tercer acto de una película de Jason Statham. La vida, durante siglos y siglos ha sido poco más que una maldita supervivencia para llegar al día siguiente. Ahora tenemos salud, vivimos casi 100 años, podemos hacer el amor prácticamente cuando queramos, salir a bailar toda la noche, comer paella los domingos en el bar de la esquina, irnos por menos de 50 euros a ver el mar y volver, hacer Skype o FaceTime con nuestro amigo que se fue a Londres a trabajar en Nobu de camarero y echarle un poco menos de menos, ir al cine los miércoles por 3’90 o -hasta hace pocos meses- permitirnos el lujo de no votar sabiendo que no se va a ir todo a la mierda. Son buenos tiempos para quedarse con lo pequeñito del diario y no tener que ponerse a hacer el imbécil por tres minutos de una atención que según te da la mano está deseando saltar a la siguiente víctima para fagocitarle el alma.