A finales de la semana pasada el primer ministro etíope Abiy Ahmed Alí anunció la victoria sobre la revuelta de la región de Tigray. Mekele, la capital de la región, había sido tomado por las fuerzas armadas nacionales.
«La propia Unión Africana emitió la semana pasado un comunicado advirtiendo del grave peligro de un genocidio en Tigray»
Poco dispuesto a darse por vencido, el Frente de Liberación del Pueblo de Tigray (FLPT) que había retomado la ciudad de Axum, al norte del país. Addis Abeba desmintió la noticia. Seguramente los líderes rebeldes sólo intentan generar confusión y relanzar su moral. Frente a un ejército regular, pocas oportunidades tenían en una lucha de igual a igual. A su falta de recueros y organización, no les ayuda el aislamiento internacional.
La vecina Eritrea, que conquistó por las armas su independencia de Etiopía, ni siquiera se ha mantenido neutral. Hubiese desconcertado al mundo y al FLPT antes que nadie, que el país vecino le ayudara. El partido y la población de Tigray no sienten muchas simpatías por el dictador eritreo, Isaías Afeweki, ni este por ellos. No obstante, el frente común eritreo-etíope contra los rebeldes ha sorprendido bastante y demuestra hasta qué punto puede presumir Abiy Ahmed Alí de haber rehecho puentes con el país vecino, su principal mérito, por cierto, para recibir el Nobel de la Paz el año pasado.
Si el FLPT pensó que la condición de minoría musulmana en un país mayoritariamente cristiana cosecharía algunas simpatías entre los países de la fe de Mahoma, ya habrá descubierto que, incluso para los países teocráticos, la realpolitik se guía por coordenadas menos espirituales. Sólo Emiratos Árabes Unidos ha tomado partido en la contienda y lo ha hecho por Etiopía.

¿Puede el FLPT mantener a partir de ahora una guerra de guerrillas? Quizás, el fantasma de una nueva guerra civil en Etiopía como la de 1991 se aleja por momentos.
A todo esto… ¿y esta pelea dónde empieza? Simplificando las cosas, hasta 2019 el FLPT ha sido un partido habitual en las coaliciones de gobierno de Etiopía, además del gobernante en la región-étnica -así se denominan a los territorios federados de la República Etíope- de Tigray. Sin embargo, el año pasado fue expulsado del gobierno nacional al negarse a fusionarse con el Partido de la Prosperidad, que capitanea el primer ministro.
A partir de ahí las tensiones entre FLPT y Adís Abeba se dispararon. Este año, el gobierno de Abiy Ahmed Alí suspendió las elecciones regionales de Tigray por la COVID-19. Sin embargo, el FLPT siguió adelante con ellas y las celebró el pasado septiembre. El gobierno etíope las declaró inválidas y se negó a reconocer ningún resultado y el FLPT siguió en sus trece. Tras diversos tiras y aflojas, grupos paramilitares del Tigray empezaron a detener o expulsar a los agentes del gobierno federal en la zona. En noviembre se inició la intervención militar en la región cuyos principales núcleos urbanos vuelven a estar ya bajo control gubernamental.

Hasta aquí la conducta del gobierno de Abiy Ahmed Alí entraría dentro de lo previsible, de lo aceptable, según los estándares internacionales. Un Estado vive una rebelión violenta en su territorio y la somete. Y yo podría echarme unas risas a costa de alguno de uno o dos de mis amigos independentistas que me dijeron que Etiopía era el país más avanzado del mundo porque su constitución era la única en el mundo que reconocía el derecho de autodeterminación de sus regiones-étnicas. Sin embargo, poco espacio hay para reír ahora mismo.
Se multiplican las denuncias de abusos y crímenes de militares etíopes contra la población civil de Tigray. Recordemos esta constituye una minoría étnico-religiosa en el conjunto de Etiopía. En un escenario bélico eso se convierte en un factor de riesgo para el genocidio. Y este miedo no es cosa de cuatro idealistas y ONG activistas de los DDHH, no. La propia Unión Africana emitió la semana pasado un comunicado advirtiendo del grave peligro de un genocidio en Tigray.
De un primer ministro con un Nobel de la Paz, uno hubiese esperado más mano izquierda.
Frente a situaciones como esta la presión pública internacional es la mejor estrategia de prevención. El problema es que los gobiernos occidentales sólo se mueven por dos motivos: electoralismo y necesidades económicas. Sin intereses pecuniarios en la zona y siendo Tigray un desconocido para Europeos y Norteamericanos, sólo nos queda confiar en que la Unión Africana y el gobierno etíope reconduzcan la situación y eviten crímenes contra la población civil.
«Se multiplican las denuncias de abusos y crímenes de militares etíopes contra la población civil de Tigray»
Y, sin embargo, deberíamos prestarle más atención a este conflicto, pues la población de Tigray empieza a huir de la región, engrosando las filas refugiados/migrantes rumbo a Europa. Algunos parecen estar cruzando el Sahel a hacia las Canarias.
Cuando se interpreta la inmigración africana, la opinión pública europea peca de simplismo y narcisismo a partes iguales. Tratamos la inmigración como un todo: tanto da si una persona huye de la guerra civil en Liba o Sudán del Sur, de un régimen sádico y estrambótico como el eritreo, de la pobreza extrema del Sahel o de la falta de oportunidades en la Costa Dorada. Todos son inmigrantes, todos son lo mismo.
Hasta ahí el simplismo. El narcisismo se manifiesta en la aparente convicción de nuestra omnipotencia. Todo lo puede un europeo: detener la inmigración, estimularla, integrarla, repelerla… Y sin la ayuda de nada. Además, somos responsables de todo. Si esta semana llegan siete pateras a nuestras costas, la culpa fue de haber rescatado a una patera hace dos semanas. Si dejamos de rescatarlos dejarán de venir. ¡Si nos lo proponemos podemos pagar el arreglo de un continente entero!
Como ciudadanos de frágiles sociedades del bienestar, nos aterra todo fenómeno que escape a nuestro control. Por eso, damos tanta importancia a la vigilancia de las fronteras, a los factores llamada e ignoramos los factores salida, sobre los cuales nuestra influencia dista de ser absoluta… aunque tampoco es nula.