Tras los golpes de timón siempre viene una época de incertidumbre y zozobra. Vira la embarcación poniéndose durante una milésima de segundo a disposición del viento y, pudiendo dar al traste con todo, pero, pasado ese instante de peligro y ansiedad, se vuelve a la calma. El velero se aleja por el horizonte mientras, como ausente, el sol se pone a lo lejos.

El pasado fin de semana vimos cómo unas fuerzas políticas soplaron un ventarrón de componente norte con fuerza cinco para echar del gobierno al partido popular. El velero popular osciló y el agua comenzó a entrar por la embarcación. No pudieron hacer nada por evitar el desastre. Así que, en este momento están mirándose incrédulos unos a otros, recogiendo las migajas que quedan esparcidas por el océano. Tras ese golpe de timón, ahora vivimos inmersos en un grisáceo tiempo de incertidumbre. Los vencidos claman venganza, los vencedores a lo suyo formando un gobierno que se lanza a los cuatro vientos como si de una alineación deportiva se tratase: “con el número cinco Joooseeeep Booooooorrell”. Otros, andan deambulando por ahí como un boxeador noqueado que no sabe cuál es su esquina, los guantes bajos y la mirada perdida, esperando el golpe que por fin dé con sus huesos en la lona. Mientras a lo lejos se adivina la formación de una tormenta gigantesca. Tanto en el seno de los vencedores como en el de los vencidos. Los vencedores porque la composición del gobierno parece que está provocando alguna llaga a sus socios que esperan alguna migaja que sacie su ansiedad. Los vencidos, por su parte, con su líder marchándose, están entre la venganza por la afrenta recibida y las guerras internas para nombrar un nuevo líder. Lo que más afean al bando vencedor es que está formado por un grupúsculo de piratas indeseables. Piratas que no son más que populistas aprovechados.

Populistas, esa palabra que se ha puesto de moda ahora para denigrar y menospreciar al rival. El populismo no es algo intrínseco a la derecha o la izquierda, ni al progresismo o el conservadurismo, entre otros. Pues el populismo se usa igual en un bando y en el contrario. No obstante, lo que anteayer era demagogia barata, hoy es populismo, y, es que, en su acepción más peyorativa están más que cercanas ambas definiciones. Pero, como siempre ocurre con todo lo que nos parece novísimo en esta época de ignorancia suma, hemos de decir que el populismo tiene su origen en la antigüedad. No es algo de hoy, ni nuestro. Ya los romanos tenían en Marco Livio Druso, Julio César y Cayo Mario entre otros, a sus populistas. El populismo no es más que querer atraer el ascua de las clases populares a la sardina de la cuota de poder deseada. La manera más sencilla de hacer populismo es realizar un diagnóstico de lo que quieren dichas clases populares, a veces basta con prestar oídos a la calle, y lanzar sus soluciones, en muchos casos inalcanzables. Pero da igual. Porque se consigue que la gente se sienta identificada con aquél que enumera como suyos los problemas de la calle. Sus discursos son directos, mirando a los ojos de la gente, para comentarles los problemas que a todos acechan. Todo ello aumentado por la distorsión que de los hechos se hace. Porque ahora tienen a su disposición las redes sociales en las que, según convenga, se lanza una noticia falsa en uno u otro sentido.

El de hoy es, por lo tanto, un populismo cibernético. Sin el altavoz que suponen las redes sociales no podrían haberse dado los fenómenos de Donald Trump, los líderes del Estado Islámico, etc. Lo que nos demuestra que, mientras antes los líderes nacían con un determinado carisma y carácter, ahora los líderes se fabrican a medida. Al morder los anzuelos lanzados al mar cibernético, el público acepta las tácticas efectuadas con fines partidistas. En Estados Unidos hablan de la injerencia rusa en las elecciones que dieron con Donald Trump en la casa blanca. Pero el problema no son los rusos, puesto que son métodos que desde todos lados se están copiando.

Cuando ocurre algo en cualquier lugar del mundo, en menos de diez minutos, se están lanzando noticias falsas, ”fake news”, en las que, mientras unos dicen que lo ocurrido es por culpa de un derechista, otros dicen que es por la culpa de un izquierdista. En medio está el ciudadano que no sabe realmente qué ha pasado. Un ciudadano que, además, tiene la sensación de que nunca se ha hecho justicia con el hecho en cuestión. Pero no contento con eso, el ciudadano tiene una opinión sobre lo ocurrido y sentencia sin piedad contra el izquierdista o derechista que lo hizo. El problema es que no se comprueban ni contrastan esas noticias, simplemente se alinean con una idea preconcebida y se dejan seducir por la noticia falsa que case con esa idea. Todo ello, según Clint Wass autor de “Messing with the enemy”, provocado por lo que él llama prejuicio de la confirmación. Es decir, ese ciudadano va a lo que quiere oír. Pero alentado por el prejuicio implícito que implica que, si una noticia viene de un amigo, hermano, padre o gente que piensa como yo, será admitida y se creerá su veracidad. Una opinión que ni siquiera las verdaderas noticias contrastadas podrán cambiar. Porque la opinión de alguien de nuestro círculo es más poderosa que una certeza.

Lo primero que vemos es lo que solemos tomar por cierto o lo que vemos más a menudo y ahí es donde actúan las redes sociales. Es la desinformación interesada que inunda las redes sociales que confunde, difama y puede hasta arruinarle la vida a la víctima elegida. Aunque nada sea cierto, es muy difícil corregir esa mentira. Es el principio “calumnia que algo queda” pero a un nivel enorme. Esta es la consecuencia de que este populismo tenga acceso ilimitado a las redes sociales y que haya una facilidad pasmosa para crear contenidos, cuestión que si mezclamos con el ego del que es seguido por tres mil cabezas huecas, hace que estemos creando gurús interesados de la desinformación. La cuestión es que las redes son un caladero enorme de crédulos idiotas. A menudo se trata de gente muy joven que han nacido en la época de las redes sociales y saben manejarlas a su antojo. Sienten un poder enorme al ser seguidos por autómatas estúpidos. Estos gurús no saben evaluar ni contrastar la información que están recibiendo y son hiperpartidistas. Quieren ser parte de algo, necesitan formar parte de algo más grande y sentirse importantes, no necesariamente parte de su familia, pueblo, ciudad o país. Su país es cibernético. Son él y sus seguidores. Identifican a los suyos por sus hastags, retweets, avatares y me gusta. Esos son los que forman sus bandas, sus pandillas, su vecindad o su nación.