La vida es bella. Por eso es tan difícil decir adiós con auténtica elegancia.
Suzanne Hoylaerts, 90 años, natural del pueblo belga de Binkom, falleció por coronavirus, tras renunciar a un respirador, porque quería que lo utilizase alguien más joven al que pudieran salvar.
Fue el pasado 22 de marzo. «No quiero usar respiración artificial. Guárdala para los pacientes más jóvenes. Yo ya he tenido una buena vida».
Suzanne había tenido algo más que una buena vida. Había tenido y tenía amor. Porque solo cuando se ama la vida y cuando en la vida se ha amado, se puede decir confieso que he vivido con la gracia de una diosa. Es desde esa sabiduría interior, desde esa plena serenidad, desde donde se puede mirar de frente a la muerte e invitarla a dar, tomadas del brazo, el último paseo.
En estas jornadas de dolor y gestos, de redes sociales y puertas cerradas, de música y balcones, múltiples historias están contándose al borde justo de nuestra piel. Historias que caben todas entre el niño que nace gritándole al mundo y el anciano que se apaga con muda discreción.
Historias de amor o de egoísmos, de solidaridad o de odios, de honradez o de estafas, de héroes o de villanos.
De quien concertará encuentros sexuales para cuando pase todo y de quien aprovechará el aislamiento para desprenderse de un cariño caducado con un escueto adiós.
Historias de soledad. Soledad en la casa propia o en la habitación de un hospital. Soledad para morir, impar y dormida para que la asfixia no mate de terror. Soledad de quienes pensaron que podrían dar un último beso y ahora ni pueden tocar la mejilla donde no duermen las caricias que no dieron.
Historias de quien, como Suzanne, habrá podido elegir su destino y de quien no tendrá esa opción y otros decidirán su vida o su muerte.
De todas estas historias conoceremos algunas, que correrán por los medios y serán populares. Otras dormirán su olvido sobre una mecedora vacía en la que nadie volverá a acunar sus tardes de tele y chinelas. Y, sobre todas, la savia vital seguirá su curso.
Cuando miremos alrededor, al otro, a la otra, cuando odiemos o amemos en el frenesí de estos tiempos víricos, recordemos a los que, con el pelo blanco, con la piel manchada por la edad y la luz de sus ojos casi apagada, eligiendo o sin elegir, se fueron y dejaron un reguero de historias que deberían ser contadas para que perdure su memoria.
Recordemos a Suzanne, esa mujer que, tal vez sin pretenderlo, nos ha dado una lección de amor. Ojalá seamos capaces de amar como ella nos amó.