Siempre se dice que para gustos los colores. Una expresión extrapolable a cualquier ámbito. Pero la tradición, la historia, dice que el del fascismo siempre ha sido uno que, ahora, ha tornado hacia el foco más cálido. Del rojo nazi y comunista al amarillo golpista y revolucionario. Y esto no es banalizar.
Porque por mucho que se discuta, que se compare, que se opongan, las ideologías extremas acaban confluyendo en el fracaso y la repulsa. El nazismo era fascismo y el comunismo, que se podía llamar de la forma que se quisiera, solo era un fascismo disfrazado que luchaba contra el otro. Dos regímenes acabados y que ahora solo tienen cabida en zonas pobres, devastadas, que pelean por escapar del agujero negro y ver la luz de la democracia.
«Porque por mucho que se discuta, que se compare, que se opongan, las ideologías extremas acaban confluyendo en el fracaso y la repulsa»
Ese rojo por bandera bien podría tener relación con la sangre que corría en defensa de la ideología. El rojo del infierno, de la presión, del constante miedo. Y ahora, su sustituto el amarillo, denota la asfixia, el agotamiento, el camino de la guerra para conseguir los objetivos propios. El rojo dominó Europa e hizo mella en España y Francia. Como si de una traslación se tratara, la historia se repite. Porque algo tienen ambos países que acaban sufriendo procesos similares. Quizá España haya ido por detrás en muchas ocasiones, es verdad. Por ejemplo con VOX, cuyo homólogo francés Le Pen triunfó en las últimas elecciones a la Presidencia y que ahora ha hecho acto de presencia en las elecciones andaluzas.
Pero en los últimos años hemos sido nosotros los que nos hemos adelantado. No en reacción, pero sí en transformación. Porque ha sido en España donde el amarillo ha vuelto a tomar tintes fascistas. Su ubicación, archiconocida: Cataluña. Sus protagonistas: participantes de movimientos antisistema, sectarios y violentos que imponen su ley a base de fuerza. No son otros que los CDR. Comités en Defensa de la República cuya única función está en la actividad de abrasión al opositor. La de colapsar la ciudad sin pedir explicaciones políticas. La de intentar tomar por la fuerza lo que legalmente se les resbala de sus garras de bestias. Un grupo que roza el activismo de ETA pero sin alcanzar el punto de terrorismo efectivo.
En Francia, por su parte, el amarillo fascista ha llegado con el movimiento de los “chalecos amarillos”. Una encuesta de un medio galo desgranaba la composición ideológica de estos y el resultado no defraudaba. La mayoría eran votantes de partidos extremistas, de izquierda y derecha. Muy escasos los que habían optado por Macron. Un resumen perfecto. El significante era protestar por la subida del carburante. El significado, sumir a Francia en una crisis política y social a base de reacción policial y destrucción ciudadana. Porque en todas esas manifestaciones no se han visto lemas, sino pedradas. Ni tampoco propuestas, sino incendios callejeros. Avenidas teñidas del amarillo fascista.
«En Francia, por su parte, el amarillo fascista ha llegado con el movimiento de los “chalecos amarillos”. Una encuesta de un medio galo desgranaba la composición ideológica de estos y el resultado no defraudaba»
Sin embargo, el coche francés que compite en esa carrera histórica con el español ha sabido tomar mucho mejor la curva. Lo mismo porque su sociedad está preparada para todo. O quizás sea por cuestiones de calidad política. Pero lo que es un hecho es que hay grandes diferencias con el tratamiento que se le ha dado desde el Govern y el Gobierno al asunto.
Mientras Macron daba su apoyo a las Fuerzas de Seguridad del Estado, que han protagonizado más de 1.000 arrestos -jamás ha habido tal cifra en la democracia española en una misma concentración-, Torra alentaba a las fieras a presionar y, si hiciera falta, a tomar el Parlament.
Y no queda ahí. Macron organiza una reunión para solucionar el conflicto de la forma más pacífica. Sin declaraciones populistas ni intercambios de planes estratégicos, sino de una manera efectiva y puntual. En España, por el contrario, Sánchez y su ejecutivo mantienen la cuerda tensa sin soltar ningún aviso. Pactos tácitos, encubiertos, seguidos de respaldos a la actividad abertzale de los políticos secesionistas. Y, como mucho, comunicados del Gobierno donde se atisba un “estoy enfadado, pero no te enfades tú”.
La ineficiencia de la parsimonia ante el radicalismo activista se puede tratar con dos antídotos. El de la profesionalidad política que reacciona instantáneamente, pero sin restar competencias a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad estatales, o el de la infantiloide solución que pinta de rosa un escenario amarillo, amarillo fascista. Pasados los días en Francia ya hay concentraciones. Un año después, en Cataluña sigue vigente el sentimiento guerracivilista que se está intentando instaurar de forma permanente. Periodistas agredidos, acosados y expulsados de las calles por informar. Porque solo el loco, el irracional, el que dice no estar sometido, es capaz de negar la realidad de las imágenes. Dirán que fue un éxito, un triunfo de la democracia y la normalización. Pero la verdad es que mientras Macron toma medidas económicas, Pedro Sánchez recibe a Quim Torra con escenificación de Rey y cambia el nombre a un aeropuerto. Mientras en Francia se reducen a más de la mitad los manifestantes, Sánchez se ve obligado a desplegar 9.000 agentes para celebrar un consejo de ministros.
La cosa no va de posicionarse ideológicamente, sino de confirmar que los ojos de cada uno pueden llegar a observar lo mismo. Un amarillo muy fuerte que deja ceguera democrática.