(La autora se responsabiliza de lo escrito a continuación. Eso sí, sin ninguna base científica, verídica, ideológica o analítica. Es, ni más ni menos, una paja mental).

 

Quizá digo ´sí’ a lo que se me propone demasiado rápido y sin dedicarle las valoraciones necesarias. Es lo que me ha pasado con este artículo, me temo. ¿Por qué -o por qué no- haré huelga este 8 de marzo? Ahí es nada. Un tema controvertido, de máxima actualidad, que afecta a un espectro social numeroso. Diría que a todo el espectro social, de hecho. Porque hoy, la gente se divide en los que beben Cola-Cao Vs. los que beben Nesquick, los que aman la película Bohemian Rapsody Vs. los que piensan que es chatarra, y los que apoyan al movimiento feminista Vs. los que están a otras cosas. Es así. Una bipolarización como cualquier otra. “Una iniciativa para unir ambos polos”, dirían unos. “Una manera de dividirlos aún más”, dirían otros. El caso es que el feminismo se ha convertido en una más, otra, vara de medir al que tenemos enfrente. Y me ha tocado escribir sobre ello. Empecemos, como suelen empezar los escritores que no saben qué escribir, por contar una anécdota personal que ilustre el asunto.

Hace unos días, viví un episodio que me hizo pensar en que, a veces, la intención o el comportamiento del otro tiene mucho que ver con el juicio que de ellas construyamos los que recibimos dicha intención o comportamiento. Esto es, sin más palabrerío, el clásico “quien se pica, ajos come”. Les cuento: estaba en casa de mi chico esperando a que entregasen un televisor nuevo. Cuando el repartidor llamó al telefonillo, después de asegurarme de que era él y no un Hare Krishna, le abrí. A los pocos minutos, el buen hombre apareció en el descansillo del cuarto piso. Estaba, con seguridad, más sudado y crispado que antes de entrar en el portal. Aun con esas, metió el televisor –que no era pequeño- en la casa, tras lo cual se dirigió a mí, sonriente: “subirlo al piso no está incluido en el precio, en teoría es entrega en el portal del edificio, pero… como me han dicho que estaba aquí una chica, pues lo he subido, porque si no… no habrías podido. Si hubiera sido tu novio, lo tendría que haber subido él”. Y a mí, oigan, qué quieren que les diga, me sentó de maravilla el favor. Que también podría haber pasado que, en lugar de mi escuchimizada figura, hubiese estado allí Lidia Valentín para subir uno, dos, o veinte televisores, pero mentiría si dijera que no agradecí el gesto. Una vez me quedé sola de nuevo, cierta sensación de traición a mí misma se me instaló en el esófago. ¿Debería haberme sentado mal lo que acababa de oír? ¿Debería haber respondido con una reivindicación de género? ¿Debería haberle llamado ‘machista’ por haber presupuesto que, por el hecho de ser mujer, no iba a tener la fuerza suficiente para subir sola el televisor del carajo? De repente, me sentí sucia, dócil y blandengue. Pero esa sensación me duró tres segundos, los mismos que tardé en reparar en las pulgadas del televisor y en las reducidas dimensiones del ascensor.

Esto recién narrado, aun habiendo ocupado más líneas de las necesarias, resume estupendamente mi actitud ante la ola feminista. Estoy más perdida que un pulpo en un desguace. Creo que tiendo más hacia el Cola-Cao que hacia el Nesquick, pero a veces no me apetece tragar grumitos. Esta realidad me desasosiega algún día, pero en general pienso que es bueno, porque significa que no odio el Nesquick y que mi amor hacia el Cola-Cao es sano y constructivo. Conozco y reconozco sus defectos, y sé cuándo es mejor que nos demos un tiempo.

Aquí están mis desvaríos mentales de las últimas horas respecto a la huelga. Si no les gustan, tengo otros.

 

¿Por qué no haría huelga?

Porque necesito ganar dinero.

Vale, sí… es la excusa fácil, no me justifico. A día de hoy, aprovechar unas horas para ganar más dinero -y alejarme así de la bancarrota que se me avecina como invitada a cinco bodas- es maná enviado por Dios. Y una de mis necesidades imperiosas es evitar como sea ver más rojo carmesí en mi cuenta bancaria. “Es solo un día. Todas tenemos cosas que pagar”, me dicen por ahí. “Además, si lo que quieres es ganar dinero, que sepas que harías bien en reivindicar la igualdad de salarios, por ejemplo”, me dicen por allá. Y tienen razón, en efecto. Por eso creo que el fundamento del problema va más allá: simple y llanamente, no me parece honesto hacer huelga si no crees a pies juntillas en su finalidad. No sería decente si me aprovechase de la batalla de otras para salir de jarana el jueves por la noche y hacerme la maratón de Harry Potter de Netflix el viernes. Seguramente, por muy incorrecto que quede el decirlo, haría esas dos cosas en ese mismo orden.

 

Porque admito que mi sensibilidad hacia la brecha de género no es la más desarrollada del Planeta Tierra.

Esto es así, y punto. Igual que mis pies no son los más estilizados ni mi técnica de baile la más desenvuelta. Y también he tenido lo mío, ojo. Siendo mujer joven y periodista, he experimentado trato condescendiente. Tanto por lo primero y lo segundo, como por lo tercero, como por todo junto. He tenido entrevistados que se han sorprendido al verme a través de la ventana de su Skype, lectores que me han preguntado con pasmo si eso lo había escrito yo sola y editores jefe, a través de la línea telefónica, han confundido una voz con cierto tono de quinceañera con vacilación o inseguridad. Pero debe ser que todo eso –y mucho más- no ha sido suficiente para avivar en mí el ansia de lucha por los derechos de la mujer. Y, de verdad, me encantaría que así fuera. Aunque sea solo por formar parte de un grupo, por poder identificarme con esa disposición y ese ahínco que moverá este viernes a las huelguistas. Es egoísta, lo sé.

 

Porque ciertas actitudes no me ofenden (¿deberían hacerlo?)

Últimamente tiendo a pensar que -quizá sea la edad- el que se ofende, lo hace porque le apetece. Entiéndanme, no es este un pretexto para dejar que la gente vaya tratando a las mujeres, o a quien considere inferior, como le dé la gana, pero sí que creo que los que así actúan lo hacen porque su experiencia le dice que con ese trato consiguen un beneficio.

Así funciona el cerebro humano: en busca de la supervivencia, no gastamos energías en algo que no nos va a suponer un rédito. No invierto dos horas de mi tiempo en hacer un pastel de zanahoria si no supiera que mis niveles de azúcar van a subir y el sabor me va a ser placentero -y, a veces, ni aun así dedico tiempo a cocinar-. Si mi trabajo no me gusta, seguiré haciéndolo por la contraprestación económica. Si la contraprestación económica tampoco me gusta, puede que siga haciéndolo porque el trabajo me llene emocionalmente. En mi caso, ser periodista freelance me tiene las cuentas tiritando, pero me satisface personalmente. Cuando esa contraprestación económica en un trabajo que no me gusta no compense la ansiedad, el estrés, o el tener que soportar a compañeros idiotas, lo dejaré. ¿Por qué? Porque no obtengo nada a cambio. O, al menos, nada que me parezca suficiente.

Con esto quiero decir que si nos encallecemos el pellejo, lo más probable es que dejen de tratarnos con superioridad o displicencia, porque el servilismo que buscaban en nosotr@s no aparece por ningún lado. ¿Significa esto que tenemos que ir por la vida como si nada importase y estuviésemos por encima del bien y del mal? No. Significa que es importante analizar de quién viene ese trato y darle la relevancia que se merece.

 

¿Por qué haría huelga?

Por el reconocimiento del trabajo doméstico.

Estoy especialmente de acuerdo con la huelga de cuidados. He visto a mi madre criar a cuatro hijos, cuidar a enfermos, lavarnos, secarnos, darnos de comer… siendo su remuneración el vernos crecer sanos. La invisibilidad del trabajo doméstico existe porque no contribuye al PIB, no hay indicador económico que cuantifique lo que los cuidados generan para el Estado del Bienestar. Por eso considero que esta huelga ayuda a visibilizar a un colectivo que está generalmente recluido entre cuatro paredes y carece de espacios de reivindicación.

 

Porque hombres y mujeres somos diferentes.

Creo que esta huelga no defiende la igualdad de género. O, al menos, que la denominación está mal escogida. ¿’Igualdad de género’? A mi juicio, hombres y mujeres no son, ni serán nunca, iguales. Por eso también creo que la legislación tiene que amparar a ambos, hombres y mujeres, en aquellos espacios donde sus derechos se vean amenazados por ser, en ese espacio, ‘el sexo débil’. Billy Elliot deseando bailar era sexo débil, un hombre que sueñe con dedicarse a la natación sincronizada es sexo débil, un comercial en una empresa de productos para el cuidado facial femenino es sexo débil. Lo bonito del movimiento feminista es que eleva esas diferencias de la mujer a cualidades, las hace fuertes y grita: “¡Eh! ¡Soy diferente, pero no peor!”.

 

Porque no me gusta el reduccionismo.

‘Feminazis’, ‘machistas encubiertas’, ‘extremistas’… las hay, seguro. Pero las campañas de desinformación, las redes sociales, los contertulios de los programas de televisión… están contribuyendo a meter a todas las feministas en el mismo saco. Y, creo, esto demuestra que nuestra  altura democrática no es tan alta como pensamos, porque seguimos asociando una huelga con la subversión, los disturbios y la paralización de un país, no como un derecho que ayuda a dar voz a las demandas de un colectivo. A algunos les podrá parecer una manera errónea de exigir derechos, pero ahí está y hay que respetarla. El simple hecho de que seamos capaces de vivir una jornada tan reivindicativa y con tanto peso social sin enfrentamientos nos da puntos como país y como ciudadanos.

 

Llegados a este párrafo, solo me queda decir que me encantan las dudas, las vacilaciones, las incongruencias, porque me hacen sentir más carne y más hueso y menos replicante de Ridley Scott. Es ahora, después de mil setecientas veintiocho palabras, cuando caigo por fin en la cuenta de lo que había venido a decir aquí: que está guay titubear, que nadie es coherente y que Bohemian Rapsody es un poco ñoña, pero las escenas musicales son lo más.