Fotografía: Gema Rodrigo

Los habitantes de Gásadalur son gente recia. Mucho. Hasta el año 2004 era prácticamente imposible acceder a este pequeño poblado. Una caminata de un par de horas desde Bøur. ¿Carretera? No había. ¿Por barco? Nah, la costa norte de Vágar es inaccesible, una sucesión de acantilados que estremecen, sin apenas resguardos donde una embarcación pudiera atracar. Solo pequeñas barquitas, que llevaban alimentos y medicinas en los días tranquilos del invierno (que son pocos). Una grúa que se asoma al mar es recuerdo de aquellos momentos. Diminuta, accionada con fuerza humana, no piensen en enormes estructuras de astilleros, no. Nada de eso.

«Los habitantes de Gásadalur son gente recia. Mucho. Hasta el año 2004 era prácticamente imposible acceder a este pequeño poblado.»

Así que los vecinos de Gásadalur (gente recia, recuerden) se tiraban los meses de frío totalmente aislados. Y es mucho tiempo ese, lo puedo asegurar. Por no tener no tenían ni iglesia, porque a la suya se la llevaron los siglos. Ni escuela, por cierto. O, dicho de otra forma, en Gásadalur tiene que haber, por fuerza, un montón de novelas inéditas escritas bajo la luz titilante de los candiles, digo yo…

Seguro que se las podrían contar. Esas historias. Si visitan Gásadalur en verano, cuando hay un pequeño bar, una tienda donde comprar postales. En las fotos aparece siempre la cascada de Mulafossur, enorme cola de agua que cae directamente al frío Atlántico norte desde docenas de metros, dejando estampa hermosamente sobrecogedora. Cosa de verse, con la humedad salpicando a uno en la cara aunque esté bastante lejos, con los ostreros y los petreles apostados junto a la  inmensa fosa, cayendo en picado casi por turnos, sacando en sus picos pequeños peces aun espasmódicos que serán su merienda.

Pero eso es si van a Gásadalur en verano. En invierno… nada. Como si nadie habitase allí. Hace frío, hace viento, hay nieve rodeando las montañas, prendida casi en el borde del mar. Uno se pregunta cómo sería la vida aquí antes del túnel, cambio de progreso.

Deliciosa, quizá.

Es la mejor forma de conocer realmente este archipiélago. La única real, auténtica. Los meses más duros. Los de la soledad y el silencio y las nevadas que chocan furiosas sobre casas de madera con tejados recubiertos por la hierba. Las auténticas Islas Feroe.

Las Islas Feroe son un archipiélago que está situado a medio camino entre Escocia e Islandia. Motitas de roca y verde surgen, osadas, en mitad de un océano que allí se pone más furioso, más exigente, que en otras latitudes más familiares. Aparecen rodeadas del azul profundo, inmenso. Visión irreal, como un grupo de calderones que asomase su lomo más allá de las olas. Pero a medida que te acercas entiendes que no es así. Naturaleza, agua, lagos y torrentes. También una costa escarpada que haría las delicias de Friedrich. Eso ves. Eso vas a seguir viendo.

«El folklore es, allí, abundante y particular. Entre otras cosas porque está presente a cada momento, en cada paseo»

Eso e historias. Muchas. El folklore es, allí, abundante y particular. Entre otras cosas porque está presente a cada momento, en cada paseo. Es difícil caminar durante un par de horas (y, pueden creerme, en Feroe deseas caminar durante mucho más que un par de horas) sin cruzar alguna montaña de duendes, algún túmulo donde se escondía la gente oculta, alguna cabaña en la que se aparecen los trolls cada seis de enero (que es la noche más mágica de su mitología). Muchas horas bajo techo, muchos meses en los que solamente se abandona el calor del hogar para salir entre el hielo, comprobar que todo sigue de la misma forma (blanco, y negro, cascadas aquí y allá) antes de regresar al espacio de refugio. Cálido. Nada de aburrimiento, no. Crear. En Feroe hablan feroés, un idioma antiquísimo, un descendiente del antiguo norrés que ha quedado anclado en las arenas del tiempo más o menos como era hace un milenio. En esas palabras (saltarinas como torrentes, llenas de consonantes y sonidos mudos) los seres de la tradición toman vida con más facilidad. Historias que enseñan secretos, historias de las que sacar moralejas. También, claro, otras que solo buscan divertir, que hacen brotar sonrisas en los labios del viajero. Merece la pena ir hasta allí habiendo leído el maravilloso Cuentos y leyendas de las Islas Feroe, publicado por Miraguano Ediciones. Otros ojos. Otro viaje.

Más allá del paisaje de ensueño, de las montañas moldeadas con manos de gigantes dormidos, Feroe no es el viaje adecuado para quien busque unas vacaciones tranquilas, con sol, piscina y terrazas desde las que ver pasar el mundo. No, aquí la vida es lenta pero activa. Si quieres ver maravillas tienes que desplazarte hasta ellas. Muchas veces caminando, porque a los sitios más alucinantes no hay carreteras. Merece la pena, siempre.

(Ojo, carreteras tienen de sobra. Vamos, que puedes tirarte varios días conduciendo por allí sin repetir recorrido. Llegando a espacios oníricos. De los de no creer. Eso sí, siempre con cierta precaución, porque las ovejas son dueñas en Feroe y puedes encontrarte varias de ellas en mitad del asfalto. Hasta en las vías más transitadas. No pasa nada, la gente lo sabe, y las respeta. También hay curvas, muchas. Y miradores. Aunque no sean miradores. Allí siempre tienes algo que mirar).

Pero hablábamos de la religión. De las creencias. Tienen muy gala, pese a todo, su cristianismo. No en vano el Gobierno autónomo de las Islas Feroe se asienta sobre el promontorio de Tinganes, sitio que la tradición marca como primero desde el cual se predicó la fe en Cristo. Ya ven, como si hubiese sucedido ayer. Protestantes, por supuesto, con esas iglesias blancas hechas de madera y esos cementerios que parecen sacados de una obra de Stephen King. Lápidas en forma de icono bizantino, caídas siempre a un lado, azotadas por todos los vientos. Camposantos a veces erigidos en sitios con nombres paganos. Tierras de duendes, de mujeres que salen del agua disfrazadas con pieles de foca. Lo importante, recuerden, es el lugar, nunca los edificios.

«Lápidas en forma de icono bizantino, caídas siempre a un lado, azotadas por todos los vientos. Camposantos a veces erigidos en sitios con nombres paganos»

Ocurre en la isla de Svínoy, por ejemplo. La isla de los cerdos, aunque allí ya no hay ninguno, más allá de leyendas y nombre. Un sitio pequeño, una ínsula que se puede atravesar caminando en apenas quince minutos. Inaccesible, solo es posible llegar hasta allí en barco o en helicóptero. Menos de cuarenta habitantes, todos normalmente parapetados en sus casas, huyendo de los vientos del norte, del frío, de aquellos seres malvados que puedan transitar las montañas en noches demasiado largas. Y los recuerdos. Tiempos pasados. En Svínoy ajusticiaron al último pagano de las Islas Feroe. El último hombre libre que allí decidió seguir adorando a sus dioses antiguos (los que susurran en riachuelos, los que brotan cada primavera) en lugar de al hijo del carpintero. Lo que fue ya no es. La nieve, suave, sigue cayendo, y al fondo asoma el diminuto ferry que nos devuelve a otras islas (algo) menos remotas.

A nuestra espalda el sol se hunde en el océano y deja tonos ambarinos por entre los acantilados y las cascadas.

Casi el fin del mundo.

Quizás el lugar más hermoso de la tierra.

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Marcos Pereda (Torrelavega, 1981) es escritor profesor. O al revés. Ha publicado "Arriva Italia" (Popum Books, 2015) y "Periquismo. Crónica de una pasión" (Punto de vista, 2017). También asoma la cabeza por medios de comunicación, de los mainstream y de los raros. A veces le han dado algún premio, pero tiene mala memoria para esas cosas. Le gustan el café y las tildes diacríticas.