Hay escritores para quienes las ciudades no son nada, meros papeles pintados sobre los que mover sus personajes. Cuando les leo siempre me parecen un guiñol sin alma, porque sus historias no están en ninguna parte. Los escritores que realmente admiro han vivido las ciudades ellos mismos, exprimiéndolas hasta dejarlas sin aire, y después han volcado todo esto en sus libros. El resultado son historias en las que el lugar es casi todo. Uno de mis ídolos literarios que siempre tiene una ciudad interesante que mostrarnos es el maestro Ramón Gómez de la Serna. Leer sus descripciones de la ciudad es querer tomar el primer tren a ese lugar, aunque uno es consciente de que si de verdad lo hiciera no encontraría ese destino, porque el Madrid de don Ramón no está en el centro de España ni es nuestra capital, sino en un territorio que solamente existe de esa forma tan mágica y especial en sus libros. Igual ocurre con Roma, Lisboa o París. Son lugares sublimes a la mirada de un buen viajero, cómo negarlo, pero poco menos que paraísos de lo habitual en la pluma del inventor de la greguería.

«Se podría decir que Gómez de la Serna viajó tanto, y tan bien, que provocó en sus textos una especie de fuerza centrípeta que provoca que los lectores perciban sus textos en una suerte de movimiento continuo»

Se podría decir que Gómez de la Serna viajó tanto, y tan bien, que provocó en sus textos una especie de fuerza centrípeta que provoca que los lectores perciban sus textos en una suerte de movimiento continuo. A él le gustaba definirse como “catador de ciudades”, definición que a  mí no me gusta demasiado y que me permito afearle. Catar una ciudad suena demasiado pedestre y devorador para lo que él hacía. Le prefiero cuando afirma que una ciudad es “un tiempo reunido, el recuerdo de todos los pasados”. Esa definición sí me contenta, sí está a la altura de su experiencia y de su vida.

Gómez de la Serna habló mucho de Lisboa, ciudad en la que residió y supo residir. De Lisboa se enamoró por vía de su aire de localidad porteña, abierta al Atlántico. Le pareció ingenua, algo que es un pensamiento bello pero con el que nadie que haya estado en la ciudad estará de acuerdo. También dijo que parece una villa creada por indianos, porque percibió esa carga que tiene su casco antiguo de cementerio del comercio, de senda de elefantes de las glorias pretéritas.  Gómez de la Serna visitó Lisboa por primera vez en el verano de 1915, acompañado de esa amante llamada Carmen de Burgos que era veinte años mayor que él. Ella también es una buena escritora, y en Lisboa supieron ser amantes escapados, pero también escritores cómplices que se ayudaban en el trabajo de las letras. Ella era una celebridad en aquel momento y tenía Lisboa dominada, moviéndose de entrevista en entrevista y de salón suntuoso en salón suntuoso. A Gómez de la Serna le gustaba el escándalo, o por lo menos sabía cómo atizar el fuego de las habladurías, y Lisboa también es un buen lugar para huir con una amante. Así que la ciudad debió ofrecerle cuanto buscaba, en esa y otras muchas escapadas.

En Lisboa percibió Ramón el atractivo de la tristeza, algo que solamente Portugal sabe hacer bien. Si Portugal es la saudade, Lisboa es la tristeza hecha metrópoli. Gómez de la Serna dedicó al país y la ciudad greguerías curiosas, en las que desliza esa pena productiva y chispeante que tienen sus calles: “Los libros de los escritores portugueses, casi todos suicidas, deberían despacharse con receta médica”, escribió en una ocasión. “Los poetas portugueses no cuentan las sílabas sino los suspiros”, estableció en bella greguería. Los escritores, como los pintores, siempre saben fijarse en aquello que al resto pasa desapercibido. Gómez de la Serna admiró las ventanas de Portugal, y les dedicó un párrafo memorable que tiene mucho de greguería: “Cada ventana de Portugal tiene su significado propio, su gesto particular, su éxtasis distinto. La una es la ventana para el espíritu avizor, la otra es para el nostálgico y aquella para el enervado”.

«En Lisboa percibió Ramón el atractivo de la tristeza, algo que solamente Portugal sabe hacer bien. Si Portugal es la saudade, Lisboa es la tristeza hecha metrópoli»

Una vez se refirió a Portugal como a una verdad silenciosa y saudosa, y desde un punto de vista casi metafísico no se me ocurre mejor reclamo al viajero para que tome un pasaje a este país. Hay que entrar en las calles de Lisboa para penetrar en ese corazón de silencio y tristeza, porque de algo tan oscuro solamente puede brotar alegría.

Supo ver pronto que España y Portugal deberían quererse más, hablarse más, mirarse más. Lo expresó maravillosamente, como siempre que escribía: “La sensación aquí es la de que están vueltos de espaldas los dos países. Todo sucede aquí de espaldas a España, que también tiene vuelta la espalda a Portugal. Es difícil orientarse de frente a España. ¡Qué ridiculez! Hay en esta postura mutua algo de ese juego de chiquillos que con un teléfono de dos metros de largura hacen como que se hablan desde lejos volviéndose de espaldas y no mirándose ni sintiéndose cerca porque artificiosamente se lo proponen”. En una ocasión quiso explicar por qué portugueses y españoles nos parecemos tanto. Lo hizo como el escritor que era, con una metáfora. Dijo que los países se parecían tanto porque en ambos “el aire venía de pinares vecinos”.

Habrán notado que en este artículo que intenta llevarles a Lisboa desde la palabra de Gómez de la Serna he hablado de Portugal como si fuera Lisboa y de Lisboa como si se tratase de Portugal. Solamente estoy respetando la forma de entenderlo de don Ramón. El creador de las greguerías siempre lo entendió así, como un metal fundido indistinguible, y yo me limito modestamente a continuar el mismo juego de establecer una igualdad en lo distinto.

Ramón Gómez de la Serna está enterrado junto a Larra, de cuyo Madrid hablaré en una entrega próxima de mis colaboraciones en esta revista, y uno quiere pensar que estos dos escritores tan distintos, tan iguales, se honran mutuamente en esa vecindad de las postrimerías.