Ha habido que esperar, pero al fin anuncian la vía en la gran pantalla rectangular de la estación Moskovskaya. Así que me deshago de mi sopor y arrastro la maleta hacia la zona de andenes. El Flecha Roja te gana al instante, su llegada al ralentí inaugura todo un ceremonial: el rojo brillante e imperativo, la bajada al unísono de las azafatas desde cada uno de los vagones, su sobria colocación en el andén. Su bienvenida en ruso. Ya en el departamento privado, toda la cantidad de comida, golosinas, diarios locales precintados, variados accesorios de aseo. Una especie de bodegón tridimensional de objetos retro que saturan el espacio que nos rodea, casi como cuando nos levantábamos el día de Reyes. Porque eso es el viaje en el Flecha Roja, una inesperada regresión infantil que dura lo que el trayecto de San Petersburgo a Moscú o viceversa: ocho horas, con salida desde cada extremo a cinco minutos exactos para la medianoche. Y la ensoñación persiste, no se disuelve durante el rítmico traqueteo en duermevela, ni con las sacudidas que de vez en cuando nos devuelven al mundo: al contrario, un par de veces durante la noche sirven para animarnos a salir al pasillo, en recién estrenadas zapatillas, y visitar el baño impoluto. Recorro el pasillo iluminado y desierto que me coloca en medio de la secuencia central de un thriller de espías en el antiguo Telón de Acero y me pregunto: ¿será la acomodadora, que de pronto veo plantada al otro lado del corredor, solo una empleada? ¿O me ha estado observando de reojo para tomar nota de mis movimientos?
«Al llegar a Moscú, todo se ha desvanecido. El cielo es de color plomo y llovizna, el cuerpo se destempla tras haber dormido quizá un par de horas, la estación –llamada, en anacrónica simetría, Leningradskaya– es demasiado fea»
Al llegar a Moscú, todo se ha desvanecido. El cielo es de color plomo y llovizna, el cuerpo se destempla tras haber dormido quizá un par de horas, la estación –llamada, en anacrónica simetría, Leningradskaya– es demasiado fea. Pero también esa turbulencia repentina a su vez se evapora. Miras y te invade la euforia de estar ingresando en el meollo de las cosas: cientos de personas emergen y desaparecen por las bocas del metro, se cruzan y aprietan el paso cartera en mano, esperan tiesos ante el semáforo. Y entiendes de modo retrospectivo lo que San Petersburgo es a ojos del visitante: una reverberación de la Historia, un museo a cielo abierto, impactante pero también tan congelado y estático como la momia de Lenin. El fogonazo del cambio de escala me revela que la verdadera vida late en Moscú: habrá que intentar entenderla.
He llegado demasiado pronto y la habitación no está lista, así que les dejo la maleta mientras descubro en una placa que el hotel sirvió en su momento para que los cuadros y dirigentes del partido recibieran a homólogos extranjeros de visita en la capital. Me vienen a la mente escenas a lo Ninotchka, con botellas de champán descorchadas entre camaradas de distinto sexo, risas detrás de las puertas, cosas así. La impresión volverá, más viva, cuando tome posesión de mi estancia ya entrada la noche: un cuadrado enorme y sobrio en un séptimo piso, vistas hipnóticas con la referencia, en primer término, del Moscova que serpentea mientras divide la ciudad.
Decido empezar por el Kremlin y todo lo que lo rodea y, tras cruzar el río por un puente desierto, estoy en la plaza Borovitskaya: allí tomará forma la intuición neblinosa que arrastro hace días. Me golpea la vista una estatua fuera de medida, lo que parece un monje que sostiene sobre la cabeza una cruz aún más alta que él. Me acerco a descifrar la inscripción, pero el cirílico me disuade. Más tarde rastrearé para descubrir que se trataba de Vladimir, el príncipe guerrero que en 988 adoptó la rama ortodoxa del cristianismo para el Rus de Kiev, el territorio eslavo que prefigura la Rusia que estaba a punto de llegar. Este Vladimir, plantado ahí hace solo tres años, es presentado hoy como líder, como unificador y visionario: una metáfora irrenunciable para el aprovechamiento político de su tocayo del Kremlin, a la vez que espaldarazo bien explícito al nuevo papel concedido desde el poder a la Iglesia como agente estabilizador del régimen. La puesta en escena no podría ser más obvia: la representación de lo religioso, a escala y estilo soviéticos, guardando la casa del líder. Así que la fórmula Putin era eso: un abrumador pastiche ecléctico, una suerte de corolario en la estética de nuestros lejanos catch all parties. Revisión autoritaria y engañosa porque el partido-sistema de Putin, mientras ofrece su variado menú de sentimientos e ideas, trabaja sin tregua para hacer inviable lo que da su sentido último a todo sistema de partidos en una democracia: la posibilidad de que el poder cambie de manos.
Ese sincretismo de la propaganda se palpa en cada detalle del paseo por Moscú: se rehabilita la memoria de los zares, pero removiendo lo justo la huella comunista. Debió haber una arremetida inicial contra la estética del régimen después de su caída, pero hoy los emblemas, medallones e insignias, así como la divinizada figura de Lenin, siguen dominando las calles y parques, las fachadas y el metro. Solo algún monumento rojo ha sido resignificado, cuando no había más remedio: en el Jardín de Alejandro, junto a la muralla del Kremlin, el obelisco dedicado a los 19 pensadores revolucionarios y utópicos, ha pasado a rendir tributo a los zares, toda vez que había sido el mismo Lenin quien hizo transformar el obelisco en 1918, dedicado en su origen a conmemorar los 300 años de la dinastía Romanov. Así que, más que resignificar, se restituye. Y hasta ahí se decide tocar: cuando se propone algo excesivo –como la exigencia de la Iglesia Ortodoxa de sacar a Lenin del muro del Kremlin-, la respuesta de Putin ha sido dar evasivas. Sincretismo extremo que, en el límite, penetra de lleno en la comicidad: hace dos años, con la presencia del ministro de cultura y representantes de la Iglesia, se inauguró la estatua a Kalashnikov, el inventor del célebre fusil de asalto. El homenajeado sigue hoy ahí, impertérrito en el centro de Moscú, empuñando orgulloso su creación.
«Ese sincretismo de la propaganda se palpa en cada detalle del paseo por Moscú: se rehabilita la memoria de los zares, pero removiendo lo justo la huella comunista»
Pasión nacionalista, religión, rehabilitación del comunismo por la vía nostálgica del imperio y la grandeza, por el recuerdo del sufrimiento durante la Gran Guerra Patriótica, presentación de un Occidente en descomposición que abandona a los ciudadanos a su suerte ante los peligros de la modernidad –argumentario calcado al opuesto por el conservadurismo frente a la revolución liberal del s. XIX -, culto viril a la personalidad del líder… Pero no es solo ese cóctel de propaganda el que ha mantenido al autoritarismo de Putin en niveles de popularidad impensables para cualquier líder de nuestro entorno. También cuenta el conjunto de logros en lo relativo a la provisión de bienestar. Todo sistema se legitima o pierde su apoyo en gran medida en función de esa variable elemental, y la Rusia de Putin, autoritaria y corrupta, ha visto, no obstante, cómo mejoraba el nivel de vida global durante las dos últimas décadas. Putin es percibido, con razón, como el líder que puso de nuevo en pie y operativo al Estado tras el asalto a la riqueza de los oligarcas y el caos durante la era Yeltsin. Un Estado que era incapaz siquiera de recaudar impuestos y proveer de lo más esencial a su población.
Las elecciones municipales de septiembre han supuesto un cierto desgaste para Putin, un modesto avance de la oposición democrática que aún no logra cuestionar su férrea base de poder. Pasear por Moscú hoy es descubrir una peculiar combinación de rasgos autoritarios y vitalidad ciudadana. ¿Hacia dónde irá esa energía? Los signos son plurales y se contradicen: un nuevo hedonismo joven que se celebra a sí mismo en las calles de un Moscú-escaparate de construcciones en marcha, en los exuberantes locales de zonas de ocio en radical efervescencia. Pero, de igual modo, infinidad de jóvenes músicos, una especie de grunge en ruso lleno de sentimiento que te sacude en las esquinas y plazas, que tiene toda la apariencia de ser un grito de liberación ante el corsé de una realidad que oprime y angustia. Parecería un combate entre David y Goliat, y el azar del último paseo por la ciudad quiso rubricar esa tristeza: de vuelta al hotel, tras huir del engendro del recién inaugurado Parque Zaryad’ye –donde las masas ociosas se entrecruzan y chocan en un diseño de microespacios que se dirían arrojados al azar sobre el terreno, que provocan en mí una sensación absoluta de desorden que debo a toda costa evitar-, me encuentro de repente caminando por un puente. Se llama Bolshoy Moskvoretskiy el puente y, a diferencia del parque, está silencioso y desierto. Solo hay una figura en el extremo opuesto, un hombre sentado en el suelo. Al acercarme, inevitablemente le miro: la cabeza inclinada, absorto en sus pensamientos. Paso a su lado y sigue sin levantar los ojos, leo sin detenerme los carteles en inglés de que se rodea. Hablan de Boris Nemtsov, el líder opositor asesinado una noche de invierno en ese mismo puente, quizá en ese lugar exacto. Los carteles hablan de justicia, de cómo el Estado acabó desentendiéndose, de la necesidad de llegar a la verdad.
Sigo mi camino y pienso un rato hacia dónde irá ese país y su buena gente. Luego me pregunto adónde irá el mío. Pues si aún no lo sabéis nada está escrito y si es posible que un día ellos vengan a lo nuestro, también pudiera ser que seamos nosotros quienes acabemos yendo hacia lo suyo.