No viajé mucho de pequeña. No tuve esa suerte. Mientras me quedaba en la ciudad o alrededores, mis amigos se dedicaban a recorrer países dispares. A su regreso no podían evitar enumerar una larga lista de anécdotas, lugares de ensueño y riñas familiares. Los escuchaba de forma lejana, mi cabeza se abstraía e intentaba crear un recuerdo artificial en el que yo ocupaba su lugar; yo, durmiendo en pleno desierto después de un agotador paseo a lomos de un camello. Yo, recorriendo Europa en desgastados y superpoblados vagones de tren. Yo, conociendo cada rincón del mundo. Poco importaba en dónde posaría los pies. Quería viajar ya, a muchos sitios, aunque ninguno me llamaba más que otro. Un día eso cambió.

«Quería viajar ya, a muchos sitios, aunque ninguno me llamaba más que otro. Un día eso cambió»

El día que me enamoré de Roma ni si quiera la había conocido. No había pisado sus adoquines o escuchado sus murmullos. Tampoco me había perdido por sus rincones. El día que me enamoré de Roma solo tenía delante un libro de Historia del Arte. Estaba en segundo de bachillerato y, tras estudiar numerosas culturas, frescos, catedrales, esculturas, contextos históricos, pinturas o mezquitas, mi corazón halló su lugar en el Panteón de Agripa y en la suntuosidad de la ciudad eterna. Pasaron varios años hasta que un vuelo low cost me condujo a la capital italiana. Recuerdo mi primera impresión: me quedé absorta con la magnitud de sus monumentos a pie de calle, con su belleza y su conservación. Lo mejor, sin duda alguna, consistía en pasear y encontrarse con esas maravillas detrás de cualquier esquina. A pesar de la marabunta de gente aprisionando cada monumento-obra-lugar, la magia de Roma seguía indemne.

Sentirse minúscula frente al monumento a Vittorio Emanuele II. Perder la mirada -y quizás una moneda- en el agua cristalina de la Fontana di Trevi. Recrear la antigua vida romana al caminar por el Foro. Representar una lucha de gladiadores al recorrer el Coliseo. Desayunar, comer o cenar en cualquier local de Trastevere. Ver el atardecer reflejado en el Tíber. Admirar y quedarse embelesado con el arte que engloba a la Ciudad del Vaticano. Degustar un auténtico helado italiano. Subir hasta la terraza del Castillo Sant’Angelo y maravillarse con las vistas. Notar como se humedecen los ojos al postrarse enfrente del Panteón, atravesar el pórtico de columnas infinitas y sumergirse bajo su perfecta cúpula. Emociones que Roma ha dejado indelebles.

«…volver a Roma se ha vuelto una asignatura obligatoria de la cual nunca podré escapar»

Nueve años han pasado desde que abrí aquel libro de Historia del Arte y el retumbar de mis latidos aún sigue impreso junto a aquellas fotografías que pretendían plasmar el aura de una espléndida ciudad. Todavía no he viajado mucho, no todo lo que quiero, pero volver a Roma se ha vuelto una asignatura obligatoria de la cual nunca podré escapar.