1. La calle Floriańska

Mientras cruzamos la Puerta de San Florián no logro concentrarme, no consigo sentirme como un rey polaco entrando en la Cracovia medieval. Un grupo de adolescentes polacos de excursión escucha a la chica que toca el violín en la puerta; una familia estadounidense regatea para comprar una de las ilustraciones que se exponen en el interior de la muralla; una visita guiada de asiáticos fotografía todas las piedras de la fortificación sin detener del todo la marcha; una pareja sale del McDonald’s con sendas bolsas de papel y vasos de plástico; un chico con sombrero y poncho nos invita a comer en un restaurante mexicano; un carrito eléctrico cruza la calle llevando a unos sonrosados y sonrientes turistas; unos amigos pasan al lado de un mendigo, que pide dinero na piwo (para cerveza), y entran en Costa Coffee; una guía turística se mira el reloj mientras le explica a su rebaño lo que necesita saber sobre la muralla, la Puerta de San Florián y su calle, la calle Floriańska.

Si Jan Matejko viviera, pintaría exactamente esto: esta calle está tan atestada como cualquiera de sus cuadros históricos. Aunque no sé si Matejko lograría darle sentido narrativo o histórico a este caótico espacio, ni si después de construir el imaginario polaco querría diluirlo en esta amalgama turística. En septiembre de 2018 esta ciudad no es la Roma sino la Venecia polaca. Mateo me señala con el paraguas verde que nos acerquemos a la cafetería Jama Michalika:

—Habrá que tomarse algo, ¿no? Esta cafetería la abrió el pastelero Jan Michalik en 1895 y, como era de Lwów, la llamó Cukiernia Lwowska, o sea Pastelería de Lwów, Lviv o Leópolis, una ciudad de la actual Ucrania. Ahora la cafetería tiene otro nombre y solo vienen turistas, pero antes solían reunirse aquí artistas, escritores y gentes de la farándula. En concreto, la frecuentaba la generación posterior a Jan Matejko, quienes empezaron a crear alrededor del cambio de siglo bajo el paraguas estético del Modernismo o Art Nouveau. Cuentan que las paredes estaban siempre cubiertas de retratos, bocetos y caricaturas hechas in situ, así que Jama Michalika era, además de cafetería y punto neurálgico cultural, galería de arte más o menos improvisada.

Aunque había unas cuantas mesas fuera, nos hemos refugiado del ruido y del calor de la calle Floriańska dentro de Jama Michalika. En sus paredes ya no hay obras de principiantes o espontáneos, pero sí muchos vestigios modernistas: pinturas, ilustraciones, vitrales, cristales y fotografías de la época. Los muebles también tienen un inconfundible aroma fin de siècle: de madera oscura o de color verde bosque, son un poco incómodos y muy barrocos, pero transmiten cierta harmonía y nos recuerdan que arte no es solo lo que cuelga de la pared. A pesar de tener más de cien años, la estética decadente de Jama Michalika no ha pasado de moda; al contrario, muchos bares de Cracovia imitan su ambiente oscurecido, de covacha festiva, y también tienen muebles ajados y lámparas de antaño. Jama Michalika es el grado cero de las cafeterías cracovianas.

Mientras miro embobado alrededor, parece que Mateo ha pedido dos cafés y dos trozos de pastel. A mí me ha tocado una kremówka, el pastel de crema y hojaldre que Juan Pablo II hizo famoso en una entrevista de 1999 al confesar que, en una competición juvenil con sus amigotes, se comió dieciocho kremówki, ni más ni menos, y aun así no ganó; por su parte, Mateo se está comiendo una szarlotka, la tarta de manzana que solía prepararle la entrañable Chocha cuando visitaba Cracovia desde Londres. En cuanto la ha engullido, vuelve a hablar:

—En Polonia, los jóvenes modernistas se autodenominaron Młoda Polska, es decir Polonia Joven. Pintaban contra la pintura histórica y nacionalista de la generación anterior, por lo que su pintura era más autónoma, más esteticista. Entre sus muchos representantes estaba Stanisław Wyspiański, el alumno de Matejko que caricaturizó su obra maestra, La batalla de Grunwald. Quién sabe si dibujó aquí la parodia, quizás entre las risas de sus colegas que lo animaban en la traviesa transgresión; puede incluso que la expusieran luego en una de estas paredes. Matejko murió en 1893, así que no llegó a ver la burla de su más aventajado alumno, pero probablemente le habría molestado más su éxito. Wyspiański era más polifacético y moderno que su maestro: sus cuadros, vitrales, muebles, ilustraciones, escenografías y dibujos nada tienen que envidiar a la exuberancia de Alphonse Mucha, el decadentismo de Odilon Redon o la imaginación de Antoni Gaudí. Mi novia decía que Matejko se sacrificó por las futuras generaciones: agotó la pintura del pasado para que los que vinieran después pintaran el presente. Por eso Wyspiański pudo retratar a sus contemporáneos (amigos, madres, niños), pintar flores y plantas, las calles de Cracovia y los jardines de Planty, las orillas del río Vístula y las vistas desde el montículo de Kościuszko.

Mateo se está mirando en un espejo para limpiarse los restos de tarta de manzana de la cara, pero no deja de hablar. Me explica que, además de artista, Wyspiański fue un importante poeta y dramaturgo, conocido sobre todo por su revolucionaria obra de teatro de 1901: Wesele, es decir La boda. Como era muy aficionado a la literatura, la ex de Mateo le regaló una entrada para ver La boda de Wyspiański ni más ni menos que en el Teatro Juliusz Słowacki, un famoso teatro que está en una calle paralela a Floriańska. Era un espacio creado para los modernistas, el lugar de encuentro de las artes visuales, dramáticas y musicales, por eso allí se estrenaron muchas grandes obras del teatro polaco, incluidas las de Wyspiański. Antes del espectáculo, la futura esposa de Mateo le presentó el contexto histórico de La boda: a principios del siglo XX, Polonia no existía sino que era el patio trasero de los imperios ruso, prusiano y austríaco; también le resumió el argumento: un poeta se casa con una campesina y celebran una boda tradicional polaca en el campo.

—Eso es todo: La boda de Wyspiański es una boda —me dice Mateo riéndose—. De la representación solo recuerdo el contraste entre los coloridos vestidos folclóricos y la seria ropa de los urbanitas, así como los bailes frenéticos, los gritos extasiados y el mucho vodka consumido, que por las reacciones de los actores no parecía de fogueo. Sus diálogos eran bruscos y se sucedían a un ritmo endiablado; yo no entendía nada, porque entonces casi no hablaba polaco, y a mi novia se le amontonaban las explicaciones a pie de página. La fiesta fue convirtiéndose en carnaval u orgía y los invitados, al principio teatrales, eran cada vez más grotescos. En algún momento aparecía un fantasma que los instaba a organizar una revuelta polaca y, así, despertar la conciencia nacional. A mí me despertó mi novia de un codazo en la última escena y pude ver a un puñado de campesinos y burgueses con guadañas pero sin luchar: la revolución había fracasado.

Mateo no para de reírse al recordar aquella representación de La boda, pero en su momento le molestó mucho no entender ni papa. Su novia lo consolaba diciéndole que aquella obra solo la podía comprender un polaco, pero eso lo cabreaba todavía más: si solo era para polacos, ¿por qué narices lo había llevado a él, que era español? Ahora piensa que ver La boda de Wyspiański fue un buen entrenamiento cultural, porque lo preparó para una boda polaca de verdad. Las bodas polacas también son excesivas y teatrales: se come mucho, se bebe más, se baila centrífugamente, se charla sin entender y se chilla hasta el amanecer, a veces durante dos días seguidos. La boda es una fiesta central en la cultura de Polonia no solo porque es la inauguración de una nueva familia sino también porque provee de un escenario para ser: durante la fiesta, los polacos pueden por fin ser ellos mismos. Habitualmente, viven bajo mucha presión social, religiosa, familiar y laboral, llevan una máscara que solo pueden quitarse en el frenesí carnavalesco de vodka, música y baile. En la boda, el tiempo lineal y cristiano vuelve a ser circular y pagano. Entonces surge la bestia precristiana que todo polaco lleva dentro, una bestia espontánea, creadora y efusiva. Y bebe, baila, come y ruge.

            Mateo se levanta, dando por terminada su teoría antropológica, y nos dirigimos a la salida de Jama Michalika. Avanzando por la calle Floriańska uno no se siente rey polaco, pero tampoco siente que estuviera en Cracovia. La mayoría de establecimientos son tiendas de recuerdos, cadenas internacionales de ropa, restaurantes clónicos o agencias de viaje; sus carteles en inglés desorientan al viandante, que como mucho sentirá que está una ciudad europea cualquiera fagocitada por el turismo de masas. En septiembre de 2018 el Camino real de Cracovia es un parque de atracciones sin mucho atractivo (a menos que tu guía sea Mateo).

Cuando llegamos al cruce con la calle Świętego Marka, que toma el nombre de la iglesia de San Marcos situada a un par de manzanas más al oeste, Mateo se detiene. Me pregunto si querrá visitarla, pero son muchas las iglesias de esta ciudad y cada una tiene alguna historia interesante. Siempre he querido saber si Cracovia tiene más iglesias o más bares, que son los respectivos templos de las dos divinidades veneradas por los polacos: el Dios católico y el alcohol etílico. Hay incontables bares, pero no muchos que sean centenarios, como Jama Michalika, su ciclo de vida suele ser más bien humano: nacen, se reproducen y mueren; en cambio, las iglesias vienen al mundo para permanecer, como las de San Marcos, San Florián y muchas más. Incluso las iglesias desaparecidas de Cracovia permanecen, aunque solo sea en el recuerdo: algunas calles o plazas se llaman San Algo o Santa No Sé Qué en referencia a una iglesia que ya no está allí.

Pero Mateo, después de escudriñar la calle Floriańska como un turista extraviado, decide volver sobre sus pasos; quizás se ha dejado algo en la cafetería donde estábamos antes, pero le pregunto y no responde. Camina mirando solo a la derecha y examina los edificios con minuciosidad, como si buscara un pasadizo secreto. Se para, por fin, delante de una fachada beis en cuya planta baja hay una puerta de madera con una ventana a cada lado. Reconozco el busto de bronce fijado en la pared: es el barbudo Jan Matejko, y esta es la casa donde nació, pintó y murió. Sin mediar palabra, entramos.

—Pensaba que no la encontraría nunca: la calle Floriańska es corta pero entre tienda y tienda hay un montón de edificios históricos —me dice ya dentro—. Bienvenido al Dom Jana Matejki, el hogar y taller de Jan Matejko, el hombre que inventó Polonia. Paga tú las entradas, anda, que yo he invitado a los cafés.

Solo cuesta diez złotych por persona, menos de tres euros. En cuanto me han dado los dos tiques, Mateo entra con naturalidad, como Mateo por casa de Matejko. Me cuenta que en su primer paseo meridiano por Cracovia la novia lo trajo aquí; recuerda que llevaban las dos maletas y que no cupieron en las taquillas, así que tuvieron que arrastrarlas durante toda la visita y subir con ellas los tres pisos de la casa-museo. Nosotros ahora vamos mucho más ligeros de equipaje, pero pasamos junto a las taquillas porque la distribución del espacio es un poco extraña: entrada, recepción, pasillo, patio interior, taquillas, escalera y museo.

En el primer piso, Mateo pasa por las diversas salas sin prestar atención a las curiosidades expuestas: incómodas ropas decimonónicas, instrumentos musicales, muebles tan viejos que solo tienen sentido en un museo, vajillas aristocráticas, colecciones de monedas, libros antiguos que ya nadie leerá, multitud de diplomas, premios y medallas recibidas por el artista, el anillo de compromiso que le dio a su futura esposa e incluso un conjunto de instrumentos de tortura medieval. Más que una casa, parece un almacén, porque resulta que Jan Matejko también fue un gran coleccionista. En el segundo piso, esta faceta pasiva empieza a ceder lugar a la más activa de artista: pasamos raudos junto a paletas, caballetes, taburetes, bocetos, un estuche de pinturas enorme y una incómoda pero noble silla de madera que me recuerda a la silla de bronce de la estatua de Jan Matejko, vista al lado de la barbacana. En esta planta hay más cuadros que en la anterior, pero es en la tercera donde se concentra la mayoría de las obras de Matejko. Entre ellas reconozco una de sus más famosas pinturas, El astrónomo Copérnico o conversaciones con Dios, que muestra a Nicolás Copérnico en plena epifanía: ¡eureka!, justo acaba de descubrir su teoría heliocéntrica. No se trata de una obra típica de Matejko, porque es un cuadro pequeño y solo hay un personaje, pero sí representa un momento más o menos relacionado con la historia polaca, ya que Copérnico estudió unos años en Cracovia, en la Universidad Jaguelónica.

—¿Te gusta el cuadro de Copérnico? —me pregunta Mateo, a lo que yo asiento—. Pues no es el auténtico, solo es un esbozo, una probatura. La versión definitiva está expuesta en la Universidad Jaguelónica. Es bastante más grande y está mejor acabada que este boceto, que para ignorantes como nosotros no está mal. Menudo chasco, ¿no?, acabo de cargarme su aura de un plumazo. ¡Qué frágil es el arte! Pero yo te he traído aquí para que vieras otro cuadro. Mira, es este.

También se trata de una pintura atípicamente pequeña, pero protagonizada por dos personajes que no reconozco aunque sí sé dónde están: detrás de ellos se ven la basílica de Santa María y la Lonja de los paños, dos edificios emblemáticos del Rynek Główny, la plaza mayor de Cracovia. El título es muy poco épico: Stańczyk fingiendo dolor de muelas. En seguida me explica Mateo que Stańczyk es el tipo de la derecha, el que escribe en una libreta y lleva una especie de sudadera medieval amarilla con orejeras, pompones y amplias mangas. Tiene aire de payaso porque es el bufón de la corte.

—Stańczyk es uno de mis personajes históricos favoritos —me dice Mateo—. Fue bufón no de uno sino de varios reyes polacos durante el Siglo de Oro, ya que hacía bien su trabajo: era inteligente, divertido y mordaz. Aconsejaba a los reyes y criticaba sin miramientos sus decisiones, como buen filósofo, pero también es considerado un símbolo de la lucha por la independencia de Polonia y una especie de visionario político. Algunos dicen que es una figura inventada durante el Barroco, otros afirman que es una gamberrada shakespeariana de los poetas románticos polacos. Es bastante probable que existiera de verdad, pero precisamente por su halo misterioso es tan interesante.

Me cuenta Mateo que el cuadro de Matejko representa una bufonada típica de Stańczyk. Este simula tener dolor de muelas y le pide consejo médico a un burgués al que ha encontrado paseando por Cracovia; aunque no es médico, el cracoviano le da varias indicaciones médicas y el bufón las anota. Más adelante les preguntará a otros transeúntes, sea cual sea su profesión, y al final le leerá la lista de recomendaciones odontológicas al rey. El objetivo de esta performance bufonesca es demostrar que todo habitante de Cracovia se cree doctor. O sea, que sus contemporáneos son unos sabihondos.

—Stańczyk es otro motivo recurrente de la cultura polaca —me explica Mateo—. Aparece como personaje secundario en La boda de Wyspiański y hace de extra en varias pinturas históricas de Matejko, pero es el protagonista absoluto de este Stańczyk fingiendo dolor de muelas y de otra obra, uno de sus mejores cuadros y sin duda mi favorito. Es conocido simplemente como Stańczyk y no está en el Dom Jana Matejki, porque esta casa más que una pinacoteca es una colección de curiosidades biográficas, sino en el mismo museo de Varsovia donde se encuentra La batalla de Grunwald. Pero yo lo tengo de fondo de pantalla en el móvil, mira.

En la parte derecha del cuadro se ve un fragmento de la animada corte polaca, el centro del universo de su época, mientras que el centro de la composición lo ocupa un Stańczyk de rojo, desanimado y despatarrado en una silla. Si fuera una obra típica de Matejko, la escena principal sería la muchedumbre cortesana festejando, pero el pintor decidió invertir el enfoque y meterse entre bastidores para invadir la intimidad de Stańczyk, llevando el foco al fondo. El contraste entre el bullicio de la fiesta y el ensimismamiento del bufón termina de desencadenar mi afán interpretativo. Se trata del verdadero Stańczyk, pienso, el Stańczyk desenmascarado, razono: el bufón fuera de sus horas de trabajo, hastiado de tanto divertir a los demás. También es el Stańczyk invisible, porque nadie lo ha visto nunca así, de hecho lo tendrá que inventar un pintor varios siglos más tarde. Su cara es el rostro agotado de un trabajador cualquiera que, al terminar la jornada laboral, está haciendo cola en el supermercado con la mirada perdida en una baratija expuesta al lado de la caja registradora. Encarna ese cansancio físico y espiritual que nos desconecta, que desactiva nuestra autoconciencia. Stańczyk en standby.

—Me gusta tu interpretación, es muy contemporánea —me dice Mateo—. Pero quizás te estés proyectando en el cuadro, ¿no? Si prestas atención a otros elementos además de la cara deprimida de Stańczyk, verás que tiene un evidente significado histórico. Por ejemplo, lee su título completo: Stańczyk en un baile en la corte de la reina Bona tras la pérdida de Smoleńsk. Y fíjate en la carta sobre la mesa, porque también hace referencia a la pérdida de Smoleńsk, una ciudad rusa cercana a Bielorrusia pero que hasta 1514 perteneció a la Alianza polaco-lituana. Así, mientras la corte se divierte en la fiesta, Stańczyk se entristece por la derrota polaca en Smoleńsk, un enclave muy significativo para la historia del país, también en el siglo XX e incluso en el XXI. Se trata, pues, de un cuadro muy patriótico: critica a los hipócritas cortesanos y alaba a Stańczyk, a quien no deprime el trabajo sino la derrota de su país.

Mientras bajamos los tres pisos de la casa de Jan Matejko y volvemos a salir al bullicioso calor de la calle Floriańska, Mateo me explica que este cuadro fue robado por los nazis. A diferencia de La batalla de Grunwald, no fue posible esconderlo bien, pero por suerte más tarde los soviéticos lo recuperaron intacto y lo devolvieron a Polonia. Se calcula que medio millón de obras de arte fueron saqueadas por aquel artista frustrado llamado Adolf Hitler; desgraciadamente muchas aún no han sido halladas o devueltas, otras han sido perdidas para siempre. De hecho, en Polonia existe un Museo Perdido, el Muzeum Otracone, cuya función principal es difundir imágenes de las obras perdidas para encontrarlas, lo cual es muy difícil, o al menos para que no sean olvidadas del todo, una misión nada fácil. Por supuesto, se trata de un museo virtual, aunque más bien parece un cementerio digital, porque es una base de datos que almacena referencias sin referente. Las iglesias desaparecidas son recordadas en las calles, las obras de arte solo en la red.

El paraguas verde de Mateo indica que nos dirijamos hacia el Rynek Główny o plaza mayor de Cracovia, una importante etapa del Camino Real señalada por la basílica de Santa María, el punto de fuga de la calle Floriańska. Volvemos a cruzar la calle Świętego Marka y en seguida vendrá Świętego Tomasza, ambas calles nombradas por sus respectivas iglesias y también perpendiculares a Floriańska y a otras arterias paralelas a esta, con las que conforman una retícula casi perfecta con centro en el Rynek Główny. Mateo me explica que esta red urbana no es un proyecto renacentista, pese a su marcada simetría, sino una planificación medieval producto de la destrucción de la ciudad.

—A lo largo de la segunda mitad del siglo XIII, Polonia fue el patio trasero del imperio mongol, unificado años antes por el legendario conquistador Gengis Kan —me explica Mateo—. Y precisamente fueron sus nietos quienes comandaban los ejércitos invasores que en 1241 asolaron la ciudad de Cracovia. La mayoría de sus habitantes había huido, así que los mongoles pudieron saquear a sus anchas. Unos años después empezó la reconstrucción del Rynek Główny, arrasado. Esta bella y amplia plaza, se supone que la más extensa de toda la Europa medieval, así como la malla de calles que de aquí nacen, son fruto de aquella destrucción.

Mateo se queda callado mirando alrededor: los turistas, la basílica, los coloridos edificios, las terrazas de los bares, los puestos de flores, las palomas grises. Así, abstraído y en silencio, apoyado en su paraguas verde, no parece para nada un rey polaco. Más bien me recuerda a Stańczyk, pero no al bufón chocarrero que se ríe de los transeúntes pidiéndoles remedios para un dolor de muelas fingido, sino al Stańczyk recogido y preocupado. No sé qué pérdidas lamenta este bufón: la destrucción de Cracovia en 1241, la derrota de Polonia en Smoleńsk o el saqueo nazi del patrimonio artístico y cultural polaco. En el Museo Perdido que custodia Mateo, hay lugar para todas estas pérdidas y más.