Como recoge el Diccionario de la RAE, “coronar” significa, literalmente, ponerle a alguien una corona en la cabeza. En la antigüedad las coronas se le daban a militares, poetas, sabios e incluso deportistas. Antes de ayer, con Carlos III, vimos el espectáculo que esta acción, aparentemente sencilla, puede despertar cuando el coronado es un monarca. Otra cosa que vimos en la Abadía de Westminster fue el rol de la religión en esto de cargar a un cráneo con una corona.

En cualquier época o cultura, la realeza emplea unos ropajes determinados que simbolizan el singular estatus del monarca. En Europa, por ejemplo, las capas de armiño blanco son otra prenda regia por excelencia. En la Roma imperial, el color púrpura solía reservarse a la toga del Princeps o, como le llamamos hoy, emperador -en latín “imperator” significa general victorioso a secas. Algo parecido ocurría en China con el amarillo. El atuendo suele incorporar alguna clase de tiara o sombrero enjoyado que adorna la cabeza, aunque de formas bastante variadas.
En Tailandia, la corona de victoria evoca la silueta de las pagodas indochinas. Las coronas de los antiguos sultanatos indonesios se asemejan a sombreros dorados. Similar aspecto, presentan las antiguas coronas búlgaras. En Japón la corona ni siquiera es metálica, si bien está engalanada con piedras semipreciosas. Muy llamativa resulta la antigua tiara papal que se compone de tres coronas superpuestas.

Precisamente la corona de los papas nos recuerda la estrecha relación que existe entre monarquía y religión. En las culturas más antiguas, el monarca desempeñaba un rol de mediador entre el mundo terrenal con el divino y espiritual. Los reyes babilónicos, los faraones egipcios, los reyes tribuales de África, el emperador japonés, todos ellos aunaban funciones de líder político y sumo sacerdote.
También en los primeros siglos del islam, los califas ostentaban el poder político y religioso, como sucesores de Mahoma.
Estos días se ha repetido que la coronación de Carlos III no es un evento político-legal. De acuerdo con la práctica constitucional, la sucesión al trono británico es automática. En cuanto murió la Reina, el Príncipe de Gales se transformó en Rey. La coronación es una ceremonia estrictamente religiosa que, de hecho, proviene de los antiquísimos rituales de consagración del Antiguo Testamento.
Después de liberar a su pueblo de la esclavitud, Yahvé guío a su pueblo hasta la Tierra Prometida, actualmente, Palestina. El profeta Moisés falleció antes de su entrada en ese territorio. Su sucesor, Josué organizó la conquista y distribución de tierras entre las doce tribus de Israel.

Durante varios siglos, los judíos gozaron de un sistema político peculiar. En su Leviatán, Hobbes los describe como el único pueblo a quién Dios ha gobernado directamente como soberano. Bueno, sin entrar en conflictos teológicos, lo cierto es que los hebreos basaron su organización social en la Ley de Moisés. Asambleas de sabios y guerreros ejercían de tribunales y órganos decisorios políticos.
Surge la figura del “juez” o caudillo. Estas personalidades dotadas de carisma ante sus conciudadanos por sus hazañas militares, su sentido de la justicia o su mística. Sansón, tal vez, sea el más conocido, aunque nunca está de más recordar a Débora, quizás, la primera mujer en la historia en ejercer poder político, sin ser reina o regente.
No obstante, las tensiones entre tribus y la falta de organización alimentaron entre los judíos el deseo de tener un rey como los demás pueblos. Así que le pidieron al profeta Samuel que intercediera ante Dios para darles un monarca.
Samuel les recuerda que Dios no quiere que los judíos tengan rey, sino que se rijan únicamente por la Ley. Les advierte acerca de los riegos de la monarquía. El rey les quitará sus cosechas para sus palacios y a sus hijas para sus harenes. Pero no hay nada que hacer.

Dios le indica a Samuel que su elegido para rey es Saul. Entonces el profeta unge al joven con aceites santos, hasta entonces reservados a los sacerdotes, como monarca de Israel. La unción implica la consagración del monarca. Consagrar implica separar algo de lo mundo y aproximarlo a lo divino, por ejemplo, en los ritos cristianos, se consagra el pan y el vino. Muchas religiones consagran ciertos alimentos, comidas o incluso periodos de tiempo, como el Sabbat o el Ramadán.
La consagración de Saul implica que este ya no era un hombre más, ni siquiera un gobernante más, sino alguien escogido por Dios para el trono. Sin embargo, hasta Dios puede sentirse defraudado eligiendo a gobernantes. Saul no agradó a Yahvé, de modo que le indicó a Samuel que ungiera a David, el hijo pequeño de un pastor, como nuevo rey. Esta unción transcurrió en privado y pasaría mucho tiempo hasta que David ocuparía el lugar de Saul.

Si pensamos en el sábado, en el momento de su unción con los santos óleos, Carlos III fue cubierto por varios biombos. Sólo el arzobispo de Canterbury, el propio rey y, si se quiere, Dios, vieron ese momento. El paralelismo con la unción del preadolescente David por Samuel, casi en la intimidad es evidente.
Otro aspecto llamativo en la comparación es la propia corona. En la consagración de Saul o David no hubo corona alguna. La unción era lo más importante, por eso se hablaba de consagración. Precisamente, conforme el elemento religioso vaya perdiendo protagonismo, la corona como objeto físico atraerá mayor atención en la ceremonia de entronización hasta el punto de cambiar su nombre a “coronación”.
Nuestra Castilla se mostró pionera en limitarse a proclamar al rey ante las Cortes del reino, en lugar de consagrarlo. Si la memoria no me falla, de los reinos peninsulares, sólo Aragón mantuvo por un tiempo la costumbre de consagrar al rey. El motivo de esto era sencillo: independizar el poder político del clero.

Aunque actúe como representante de Dios, si es un obispo quien te unge, parece que te esté confiriendo autoridad para reinar y lo que es peor, como hizo el profeta Samuel, igual un día te sorprende consagrando a otro rey. Por eso, muchas monarquías aminoraron el rol religioso del ascenso al trono, lo que precisamente contribuyó a que dejáramos de hablar de “consagración” para hablar de “coronación” o incluso “proclamación”.
Cuando se hizo coronar emperador de Francia por el Papa, como lo había hecho antes Carlomagno, Napoleón le quitó la corona de las manos a Pío VII, para ponérsela él mismo. Nada de poder recibido del papa.

En Inglaterra esta costumbre se ha mantenido porque, a partir de Enrique VIII, con la excepción del breve reinado de su hija María I, los monarcas han ostentado el título de Jefe Supremo de la Iglesia anglicana. Por tanto, la Jefatura del Estado y la cima de la Iglesia convergen en la misma persona.
Para ser justos, incluso los ingleses hace tiempo desnudaron la coronación de ciertos elementos religiosos que empezaron a parecer ridículos ya en el S XVIII. En Francia, la coronación del rey en la catedral de Reims incluía un episodio en que este, una vez ungido, imponía las manos sobre personas enfermas a fin de tratar de sanarlas con los poderes divinos que acaba de recibir de Dios. Aunque en la Restauración, Luis XVIII rechazó una coronación, su hermano y sucesor, Carlos X, protagonizó por última vez esta ceremonia en 1825, despertando más risas que respeto dentro y fuera del país.

Más o menos las mismas risas o más hubo en la coronación del general Iturbide, como emperador Agustín I de México, en 1822. Casi como vaticinio de su efímero reinado, poco más de un año duraría en el trono, las piedras preciosas de su improvisada corona fueron cayendo al suelo varias veces durante la ceremonia. Tan mal estaba la tesorería mexicana, que aquellas gemas se habían tomado en préstamo a varios joyeros y usureros. Una vez acabara la coronación había que devolverlas, de modo que nadie se atrevió a engarzarlas con demasiada dureza en la corona.
Como todos los rituales, si no se hacen en serio y desde la convicción, degeneran en esperpento. Que cada cuál valore si este ha sido el caso con Carlos III.