Me he enamorado de Burdeos, lo confieso. Me gusta pensar que las ciudades tienen rostro y alma como las personas. A veces, el rostro es hermoso, sin apenas imperfecciones, pero carece de fuerza, de pasión, de vida. En otras ocasiones, un rostro cansado y ajado esconde un alma radiante que se vislumbra en pequeños gestos y miradas. Burdeos es la simbiosis perfecta entre una ciudad hermosa con el encanto sereno que regala el paso del tiempo y la energía vibrante que sacude a quien se acerca a ella.

Al llegar, nos recibe el Garona, el majestuoso río que vertebra la ciudad y que la ha convertido en una de las más prósperas de Francia y de Europa desde la Edad Media. Una época ligada ineludiblemente a la fascinante y controvertida Leonor de Aquitania. Me apasiona su rebeldía, su coraje para enfrentarse a las reglas establecidas. Tras romper su primer matrimonio con Luis VII de Francia, lejos de ocultarse a la sombra de algún convento o confinarse en un lóbrego castillo, contrajo nupcias nuevamente con Enrique de Plantagenet, futuro rey de Inglaterra, precisamente, en la catedral de San Andrés de Burdeos. El amor del rey por los buenos caldos supuso el comienzo de una época de esplendor para los vinos bordeleses que empezaron a ser exportados a Inglaterra consolidando así fortísimos vínculos comerciales, políticos y culturales. La prosperidad económica impulsó el embellecimiento de la ciudad. La propia catedral sufrió transformaciones que la convirtieron en la magnífica obra, Patrimonio de la Humanidad, que se erige orgullosa desde el corazón de Burdeos. Me encanta su puerta norte, llamada Puerta Real desde que en 1615 entraran por ella Luis XIII de Francia y la española Ana de Austria y por la que nadie, según cuenta la leyenda, ha vuelto a acceder. Acercaos a ella, gótico en estado puro, para contemplar un magnífico tímpano con relieves del Juicio Final. Dad la vuelta y pasead a su alrededor. Junto a la catedral se levanta altivo el famoso campanario, más conocido como la torre Pey Berland, construido en el siglo XV y en cuya cúspide se alza una espectacular escultura dorada de la Virgen María. Entrad luego al interior de la catedral, deambulad por su gran nave de estilo gótico angevino y mirad también hacia arriba, hacia sus magníficas bóvedas. Si bien San Andrés es una joya, no os perdáis San Miguel. El ambiente que se respira, sobre todo, en fin de semana, es único y multicolor. Para llegar debéis caminar por el Cours Victor Hugo, una avenida que refleja, a través de la metamorfosis progresiva de sus comercios y edificios, el paso del sofisticado Burdeos al más populoso y variopinto. Desemboca en calles estrechas e intrincadas que llevan hacia la monumental iglesia y a su campanario exento, joya del flamígero. Y allí, de repente, os veréis transportados a un mercado oriental repleto de aromas, de sonidos evocadores, de verduras mediterráneas y brillantes especias. Un crisol auténtico de culturas a los pies del templo.

«Al llegar, nos recibe el Garona, el majestuoso río que vertebra la ciudad y que la ha convertido en una de las más prósperas de Francia y de Europa desde la Edad Media. Una época ligada ineludiblemente a la fascinante y controvertida Leonor de Aquitania»

De regreso al centro, nos topamos con la puerta más antigua de la ciudad, que formaba parte de la antigua muralla, la emblemática e impresionante Puerta de la Grosse Cloche o de San Eloy con su gran campana y su reloj. Junto a ella, un tanto escondida, la iglesia del mismo nombre, más modesta que las anteriores, pero hermosa en su sencillez y llena de historia. Después continuad en dirección al Garona en donde os espera la Puerta Cailhau, construida en el siglo XV para conmemorar una victoria real en pleno derrumbe de la hegemonía francesa en Europa. Cumple así la doble función de puerta defensiva y arco de triunfo, en un estilo tardo gótico, que anuncia ya la irrupción del Renacimiento. De día podréis deleitaros en sus detalles, algunos tan curiosos como su dragón y su sirena. De noche os fascinarán la belleza de su perfil iluminado de castillo de cuento y el encanto de las calles adyacentes, huella de los antiguos gremios junto al río. El emblemático barrio de Saint Pierre comienza a desplegar allí sus múltiples encantos.

Tras la Edad Media, avanzamos hacia la convulsa Edad Moderna que sumió a Francia en la intolerancia y el enfrentamiento político y religioso. Para sumergirnos de lleno en la etapa renacentista de la ciudad, quiero ahora que nos adentremos de nuevo por la ciudad y busquemos la rue Rouselle, una calle repleta de antiguas tiendas que fueron antaño almacenes de grano, productos en salazón y, por supuesto, vino. Pasear por ella es introducirse en el corazón histórico de la ciudad. Un antiguo reloj de sol, medio escondido, os mostrará como antaño el paso del tiempo. Un tiempo que se detiene al encontrar una pequeña placa en el número 25, tan discreta como su egregio habitante, Miguel de Montaigne, alcalde de la ciudad y asesor de varios monarcas (Enrique III y Enrique IV) en pleno siglo XVI. Un ejemplo de tolerancia y diálogo en medio de las cruentas y desgarradoras guerras de religión. Tengo debilidad por Montaigne. Sus Ensayos me fascinan. Su visión del ser humano en toda su complejidad y su interés por todo aquello que forma parte de su propia naturaleza: el amor, el miedo, la felicidad, la muerte… Burdeos le ha rendido homenaje con la escultura que se alza en la Place de los Quinconces, junto a otro insigne pensador bordelés, Montesquieu. Una plaza presidida por el impresionante monumento a los Girondinos, víctimas de la sinrazón del oscuro periodo de El Terror. Un tiempo que permanece ligado también a una mujer cautivadora, nacida en el castizo Carabanchel, que por azares de la vida residió en Burdeos durante los convulsos años de la Revolución Francesa, Teresa Cabarrús. No quiero olvidarme de ella. Sin duda, caminó altiva por sus calles, sabedora de su poder de seducción y de su irresistible belleza. Como tantos miles de franceses, terminó en una prisión, esperando a ser conducida a la inmisericorde guillotina por su afanoso empeño por salvar del cadalso a sus conciudadanos. El destino y sus paradojas quisieron que precipitara por amor la detención y ejecución del propio Robespierre. La que en otro tiempo fuera la célebre Notre Dame de Termidor ha quedado hoy reducida al mero recuerdo de una modesta y alejada calle.

«Será el siglo XVIII, el siglo de Las Luces y de los grandes ideales, el que conformará el semblante de sobria elegancia de la ciudad, que se convertirá en el referente urbanístico de Haussmann el gran diseñador del París del II Imperio»

Precisamente será el siglo XVIII, el siglo de Las Luces, de las tertulias ilustradas y de los grandes ideales, el que conformará el semblante de sobria elegancia de la ciudad, que se convertirá incluso en el referente urbanístico de Haussmann el gran diseñador del París del II Imperio. El cambio urbanístico vino de la mano de Ange-Jacques Gabriel, arquitecto de Luis XV, que entendió la necesidad de expandir la ciudad más allá de sus murallas. La antigua ciudad medieval fue dejando paso a la espléndida Burdeos de calles adoquinadas y casas señoriales de sofisticados balcones y mansardas. Un centro histórico con “el discreto encanto de la burguesía” que poco a poco fue tomando las riendas de la ciudad e imponiendo su forma de vida y sus ideales estéticos y políticos. Y así llegamos a una de las plazas más hermosas de Francia, quizá del mundo, la conocida como Plaza de la Bolsa, majestuosa en su simplicidad y simetría, severa y armoniosa, belleza en estado puro. De día encantadora y de noche arrebatadora.  Y fue también en este siglo ilustrado en el que el reputado Víctor Louis construyó el Gran Teatro en el que también se inspiró Garnier para su Ópera en París. Mucho le debe, sin duda, París a Burdeos. Contemplad el teatro desde su plaza, disfrutad de su pórtico, atravesad sus columnas corintias. Y luego, entrad. Subid por las escaleras y viajad por un instante a un mundo pasado de luces, empolvados y sedas. Os recibirán dos cariátides sensuales y rotundas. Y cuando entréis a la sala de espectáculos contendréis la respiración porque entonces sí os sentiréis envueltos en una atmósfera mágica de azul intenso. Sentaos, mirad hacia todos los rincones. Hacia los palcos suntuosos, hacia la cúpula, hacia el telón de cartón estrellado y disfrutad de un momento único que os retrotraerá a otro tiempo. Y este Burdeos esplendoroso es el que acogió a Francisco de Goya, un espíritu libre en el arte y el pensamiento que, hastiado de las políticas absolutistas y represivas de Fernando VII, buscó en esta ciudad reconciliarse con la vida como plasmó en su hermosa Lechera. Una escultura frente a la iglesia de Notre Dame recuerda su paso por la ciudad que tanto amó y en la que falleció por un accidente en las escaleras de su última morada, el 57 del Cours de l’Intendance, actual sede del Instituto Cervantes. Y ese cráneo que albergó la genialidad ronda todavía perdido, según cuenta la leyenda, en algún lugar desconocido de Burdeos, capricho del azar y digna historia para uno de sus propios grabados.

«Y así llegamos a una de las plazas más hermosas de Francia, quizá del mundo, la conocida como Plaza de la Bolsa, majestuosa en su simplicidad y simetría, severa y armoniosa, belleza en estado puro»

Sin duda, el arte forma parte intrínseca de esta ciudad que nos invita a contemplar magníficas obras en el Museo de Bellas Artes, un lugar cuya belleza comienza en sus propios jardines.  Recorrer sus alas constituye un placer inmenso al poder disfrutar de obras de autores de todos los tiempos. Rubens,  Tiziano o Veronés conviven en armonía con Matisse, Cassatt, Lautrec o Redon, otro célebre hijo de la ciudad. Y si no estáis cerrados a la vanguardia o a las propuestas más atrevidas, visitad las exposiciones temporales del Museo de Arte Contemporáneo (CAPC), un edificio interesante en sí mismo, una antigua lonja que acogió, bajo su impresionante bóveda, los productos llegados de las lejanas colonias.

La marcha de la Historia es imparable y seguimos avanzando. Es hora de pasear por Santa Caterina, una de las avenidas más largas de Europa, de contemplar sus animados comercios, de comerse un canelé, o varios, caramelizados por fuera y jugosos por dentro. Y para hacer un alto en el camino, acercaos a la Galerie Bordelaise, un pasaje cubierto con el sabor decadente y romántico del XIX. Veréis a muchos bordeleses disfrutar de un refresco de color intenso y alegre, la famosa y singular combinación de menta con agua carbonatada.

El presente de la ciudad se impone intenso, vibrante, cosmopolita. Callejeando podréis encontrar tiendas muy especiales de cualquier lugar del mundo: una pequeña tienda africana, queserías en donde sus dueños transmiten el amor por sus productos, librerías en las que encontraréis joyas escondidas en cualquier lengua, rastrillos improvisados de antigüedades y cachivaches para curiosos o espléndidos espacios repletos de sofisticadas piezas de arte. Sumergíos en su bullicio y dejaos envolver por el ambiente de la ciudad. Disfrutad de sus plazas, auténticos lugares de encuentro en las que todo el mundo es bien recibido: la del Parlamento, la Gambetta, que ha borrado el rastro de la antigua guillotina y, mi favorita, la Fernand Lafargue. Atreveos en sus restaurantes con sus platos repletos de intensos sabores orientales; disfrutad de ostras frescas y vino en lugares especiales como La Petite Laure en la Rue Sainte Colombe, una diminuta pescadería que por la noche se convierte, por arte de magia, en una encantadora ostrería. Saboread un café, un helado o un licor. Dejaos llevar por la música y uníos a la fiesta. La ciudad cobra vida, palpita a ritmo de jazz, de blues, de reggae. Lo extraordinario es que la música provoca una maravillosa corriente de complicidad entre autóctonos y foráneos, donde todos nos sentimos bordeleses y ciudadanos del mundo.

Y para terminar la noche caminad nuevamente hacia el Puerto de la Luna, cruzad la plaza de la Bolsa. Acercaos al muelle del Garona desde el que veréis el Puente de Piedra y la vanguardista silueta del singular Centro del vino y dejaos envolver por la bruma del fascinante Espejo del agua. En un juego de caleidoscopio veréis el reflejo de los suntuosos edificios. Meteos dentro, volveos niños. Y si tenéis suerte y sale la luna, observad su reflejo en el sereno Garona y entonces, cuando escuchéis el acordeón o el violín de un músico solitario, la voz melancólica de algún cantante que sueña con ser descubierto o el ritmo frenético y tribal de unos jóvenes con bongos…entonces, mirad a los ojos a vuestra pareja, abrazad a vuestros amigos, coged de la mano a vuestros hijos. Acercaos a aquellas personas a las que amáis y bailad. Bailad con ellos junto al Garona, con la luz de la luna y el susurro del río, con las luces de la ciudad reflejadas en el espejo desplegado a vuestros pies y, en ese instante mágico, os enamoraréis para siempre de Burdeos.