Os presentamos el segundo premio de nuestro concurso de relatos. ¡Felicidades a Javier Ángulo!
Esperaba toparme con el carcamal astroso y gruñón de los libros. Sin embargo, el tipo que me abre la puerta del coche tiene un aspecto aseado, pelo gris, abundante y limpio y un rostro arrugado pero con buen gusto, al modo de Christopher Plummer. El dios Caronte viste como mi padre, bien, camisa-rebeca-pantalón de franela con raya, calza unos zapatos con suela de goma para gestionar mejor los pedales y me invita a entrar con una voz a juego con lo demás, grave y neutra. Si no estuviera muerto pensaría que estoy abordando uno de esos taxis negros elegantes que gastaba de vivo.
Porque el coche es igual de negro y lustroso que aquéllos, un Opel nuevo con tapicería de cuero marrón y olor a menta fuerte. Y es que no todos los pasajeros llegan en las mismas condiciones que yo: un disparo con orificios limpios de entrada y salida, sin pérdida de masa encefálica; una buena pistola y un calibre pequeño. Me he acomodado detrás del asiento del acompañante para poder escuchar mejor al viejo y leo en el adhesivo del reposacabezas que la tarifa se debe abonar por adelantado. De una familia pagana no cabe esperar óbolos bajo la lengua o sobre los ojos, así que le tiendo un fajo de billetes de cincuenta cosechados en mi última apuesta. Sospecho que ganarla y perder la vida al momento tienen relación entre sí. Sonrío con la ocurrencia y Caronte, satisfecho con el pago, chasquea la lengua y encaja la llave en el contacto.
Los bafles emiten una fanfarria de metales. El viejo baja el volumen y me cuenta que el último pasajero era en un tratante de caballos zíngaro. En una ocasión alguien me preguntó qué música me gustaría que sonara en mi funeral y recuerdo haber respondido que deberían elegirla los que velan al difunto. Definitivamente ser un descreído acarrea consecuencias post mortem, pero lo que suena no me disgusta y le pido que la deje.
Un vasto espacio polvoriento salpicado de guedejas pajizas se extiende a ambos lados de la carretera. Caronte me cuenta que tiempo atrás la meseta Estigia fue un marjal de aguas poco profundas, un espacio protegido que la explotación abusiva de los acuíferos había asolado, convirtiendo el paisaje en el páramo yermo y gris que atravesamos. Con aquella sequía irresponsable los muertos se acumulaban a orillas del pantano agonizante y a mediados de los setenta no hubo otro remedio que cambiar la pértiga por el volante de un Supermirafiori y una licencia.
Recorremos los más de cuarenta kilómetros que separan el antiguo embarcadero y el Hades enfrascados en una conversación amena y variada con la música gitana de fondo. Intercalamos cuestiones sobre mecánica, seguridad y diseño del automóvil con otras más escabrosas acerca de la vida social de los dioses. Yo estoy particularmente interesado en sus prácticas homicidas, caníbales e incestuosas y Caronte está considerando adquirir un biplaza. Ciertamente apenas da uso al maletero y las conversaciones en diagonal le están destrozando las cervicales. Coincidimos en que la funda de bolas de madera para el asiento no es solución.
El frenazo me saca de mis cavilaciones acerca de la asombrosa fecundación de Leda por el cisne… guau. Cuando el antiguo barquero detiene el auto en el apeadero del Hades todavía restan treinta minutos para mi comparecencia en el juzgado, tiempo suficiente para pasar el arco de metales y certificar que soy cadáver. Estrechamos las manos cordialmente mientras una tonta inercia me impulsa a pedirle su tarjeta de visita para una próxima ocasión. Caronte ríe y en su lugar me entrega un plano del Inframundo en el cual me señala la entrada donde supuestamente me espera Hermes en funciones de psicopompo con su gorro de ala ancha y una camisa de flores. Franqueo el umbral del portalón donde un empleado muerto de Securitas acaricia la cabeza central de un enorme mastín que menea alegre la serpiente.