Miremos el calendario. Fechas caducadas. Círculos rojos a modo de recordatorios que ya han prescrito. Festivos. Puentes. Días laborables. Vacaciones y cuando nos queremos dar cuenta, otro año que nos hemos comido. Y eso parece estar pensando la protagonista de nuestra historia.

La escena es la siguiente: de pie, mirando por la ventana. El jardín con los árboles sin hojas. El césped con un tono enfermizo. Cielo encapotado. Chimeneas de las que escapan columnas de humo, dándole un aire un tanto dickensiano a la estampa. Y ella, dentro de la casa. Con el termostato puesto a la temperatura óptima para poder andar en mangas de camisa. Tiene una taza en las manos. La mirada un poco vidriosa. No está durmiendo muy bien últimamente. La barriga es un hecho, como lo son las latas de crema hidratante que gasta para evitar las estrías y el sentirse torpe e hinchada. Tiene el pecho inflamado y dolorido. Y ahora que al fin nota a la criatura, ha descubierto que eso de pon una mano aquí, que está dando pataditas está bien para un rato. Así como algo anecdótico. El notarlo continuamente, intentar dormir y que el feto tenga ganas de bailar una polca dentro de ella, no es algo por lo que sonreír cada dos por tres. Más bien al contrario, suspirar contando los días que le quedan para salir de cuentas y poder coger en brazos a ese pequeño cabroncete, ponerle cara de verdad, no la imagen pixelada de las ecografías y sentir su calor al apoyarlo contra su pecho, verlo dormir y acariciarle la cabeza con ternura. Sabiendo que tantos miedos de última hora y las pesadillas en las que el cordón umbilical se convertía en una soga y sus piernas abiertas en el parto hacían las veces de la trampilla de un patíbulo, habían sido eso: pesadillas. Terrores nocturnos. Algo de lo que reírse una vez pasado el susto. Un mal trago, nada más.

Lo que rompe la magia del momento en que vive, es la insistencia de sus amigas por Whatsapp. Las mentiras son como los tumores: nacen, crecen, se reproducen y pocas veces mueren. Y lo que empezó siendo una oportunidad laboral en Málaga aprovechando el buen tiempo, pasando por una época nihilista en la que nada tenía sentido y todo eran ganas de volver a Madrid con ellas, ha dado paso a una nueva generación de vida inventada al más puro estilo de Twitter. Ante sus preguntas de ¿cuándo vuelves?… Ya estamos en invierno, si no habéis cerrado la terraza a pie de playa (que anda que nos dijiste venid a verme, so puta jeje) estaréis para cerrarla… Tenemos muchas ganas de darte un achuchón fuerte… La de cosas que te has perdido, aunque tú también tendrás cosas que contarnos, supongo… Las respuestas que empezaron siendo frases ambiguas, fueron dando paso a algo más enigmático del tipo No sé si volveré en un tiempo… He conocido a alguien… Es un encanto… Ya os lo presentaré… Me tiene loca. Me estoy planteando coger lo poco que tengo ahorrado y hacer un viaje con él… Conocer mundo… Una vida nueva. He sufrido mucho durante estos años y creo que me lo merezco… Es sentirle dentro de mí y me llena de paz y felicidad como nunca antes nadie lo había hecho…

Y aquí empieza el interrogatorio que parece constituir un círculo vicioso que se repite cada pocos días. O al menos, así es cómo él lo considera cada noche cuando se sienta delante del portátil y vive las conversaciones en directo. Por un lado, el cambio hormonal ha hecho su trabajo en la muchacha, piensa. Aunque quizá hayamos afrontado mal la estrategia. De nada han servido las visitas y el machaque continuo al que mi mujer le ha sometido sobre planes de futuro con el bebé en los que ella no entraba. Aún no le hemos dicho que una vez que dé a luz, ahí se acabará todo contacto con él. No lo va a ver. Ni siquiera mantendremos contacto con ella. Lo que le pueda pasar, no nos incumbe. Esto no deja de ser un negocio, por mucho que nos hayamos implicado emocionalmente con ella…

Las palabras pasan por su cabeza frías como lo que son: parte el contrato que nunca firmaron cuando ella aceptó sus condiciones.

 

Sin perder de vista la pantalla, se humedece los labios. Tiene los nervios un tanto crispados y un mal presagio en el fondo de la garganta. No sabe qué más puede hacer para mantener el control sobre la chica sin que esto implique tenerla esposada a una tubería. Temeroso de que tratara de huir en una de las visitas a la clínica, ha llegado a hacer que llevaran un ecógrafo portátil y cada vez que tiene que someterse a una prueba, los médicos se desplazan hasta el domicilio. Las excusas para evitarle el viaje y demás, suenan como lo que son: mentiras. Pero ella parece agradecerlo, sobre todo cuando ha dormido poco y siente el cuerpo dolorido. Lo que también juega a nuestro favor, murmura acariciándose las mejillas, es que si no lo ha intentado antes, por mucho que quiera hacerlo ahora, en su estado, es ridículo que quiera huir cuando le falta tan poco para salir de cuentas.

Algo más animado ante esta última revelación, afloja los músculos de la mandíbula. La tensión que acumula desde hace meses empieza a pasarle factura. Ardores de estómago. Dientes limados de rechinarlos cuando logra conciliar el sueño. Sensación de vivir continuamente alerta ante lo que pueda pasar o dejar de pasar. Los nervios cada vez más tensos. Sudores fríos. Síntomas varios, una sola respuesta: ansiedad.

Se pone en pie y se despereza despacio. Mira a su alrededor. El despacho se le ha antojado siempre como su refugio. Ese lugar sagrado y personal en el que esconderse del día a día y sus problemas habituales. Aunque ahora observa las estanterías que cubren las paredes como si fuera la primera vez que las ve. Lanza una última ojeada rápida al portátil. La actividad ha cesado hace unos minutos. Duda entre volver a leer, sin las prisas del directo, pudiendo detenerse en algún mensaje en concreto y poder buscar terceras y cuartas interpretaciones. Pero desiste. Siente que si bien la situación empieza a desbordarle en algunos aspectos, necesita un descanso. Apagar las luces de emergencia que siguen parpadeando en su cabeza y salir a que le de el aire. Eso, o que su organismo le de algún aviso en plan hasta aquí hemos llegado, muchacho.

Por ello, cuando suenan tres golpes secos en la puerta de la habitación antes de que ésta se abra, no puede evitar que la descarga de adrenalina sea inminente. El corazón latiéndole con fuerza. La respiración acelerada hasta puntos próximos a la hiperventilación y las pupilas dilatadas. Músculos en tensión y cierta rigidez en la espalda. Su mujer duda entre entrar o quedarse fuera. No puede evitar mirarle con ternura, achacando todo a la tensión que debe sentir el pobre ante la inminencia de su paternidad. Ella también está igual de nerviosa, pero claro, ya se sabe que los hombres son más de callarse las cosas, cargar con el peso del mundo sobre sus hombros, guardando las apariencias ante los demás…

— No quería asustarte, cariño— dice.

Sigue clavada en la entrada. Una mano en el picaporte. La otra, apoyada en el marco de la puerta. El cuerpo balanceándose adelante y atrás.

— No te preocupes, estaba pensando en otra cosa— responde, acercándose con disimulo al escritorio—. Pero pasa, no te quedes ahí.

Ella obedece y entra, cerrando la puerta tras de sí. Él, aprovecha esos segundos en los que ella está de espaldas y baja la pantalla del portátil. Asunto resuelto, piensa, no hay riesgo de que sepa más de lo que necesita.

Sus ojos se encuentran y los dos sonríen. La mueca es un poco forzada, pero qué importa eso cuando están tan cerca de conseguir aquello con lo que llevan soñando tantos años.

— Podíamos salir a dar una vuelta. No hace demasiado frío y me apetece pasear colgada de tu brazo como hacíamos antes— dice con voz melosa y tierna, mientras le acaricia la barbilla.

Él la mira con cara de enamorado. Está preciosa. Es como si durante los últimos meses hubiera rejuvenecido veinte años. Ese brillo en los ojos… Esa sonrisa… Ese brillo en su pelo…

— Me parece una idea estupenda— responde al fin, sin poder contener sus emociones.

— Entonces, dame diez minutos que me pongo mona. Para una vez que salimos, quiero estar radiante— bromea, separándose de él y acercándose a la puerta del despacho contoneando las caderas.

La ve salir con un gesto bobalicón que, tan pronto como ella cierra la puerta, se transforma en una mueca dura, áspera. Es la hora de volver a sentir miedo a que todo se tuerza en el último momento, y esta vez, en lugar de esperar a que las cosas ocurran, va a tomar la iniciativa y evitar que tengan lugar.

Saca el teléfono móvil del bolsillo, busca un nombre en la agenda y pulsa llamar. Es la hora de que quien va a recibir la llamada le devuelva un par de favores que aún quedan pendientes entre ellos, y no se le ocurre un momento más oportuno para saldar esas viejas deudas…