La vida es altamente sencilla. Naces y mueres. Entre medias, lo único que hay es el paso del tiempo. El desgranarse de las cuentas de un rosario marcado por la estaciones, podría decir el poeta inspirado ahí con las musas revoloteando a su alrededor.

Pero es que así son las cosas. El tiempo va pasando y nuestra protagonista es consciente de ello. Al principio, todo era un contemplar a través de la ventana cómo el jardín iba floreciendo poco a poco y los días se alargaban. Ahora, en cambio, algo en su interior se ha despertado sin que haya sido consciente de ello. La vida es maravillosa. Sonríe como hacía años que no lo hacía. Su mayor placer lo constituye el salir a tomar el sol al atardecer, en una tumbona blanca, sintiendo cómo los rayos previos al anochecer le golpean la cara con la suavidad del amante experimentado, ahogando a ese miedo sigue ahí, aunque se trate de un nuevo tipo de miedo. Algo más visceral que racional. No se ve ni hinchada ni torpe. Más bien al contrario, y esto es el punto de partida de la ansiedad que la devora por momentos. No siente nada en su interior y el temor a que el bebé pueda estar muerto, le quita el aire y hace que le suden las manos. No es el pánico a las consecuencias que este hecho pudieran tener lo que le tensa los nervios; más bien es el dolor al pensar que tantos sueños y planes de futuro en los que, sin ser consciente de ello, se acariciaba el vientre como si los compartiera con la vida que crece dentro de ella, se deshicieran ante la incertidumbre que marca el futuro. Castillos de naipes que la vida se encarga de barrer como si nada, sin importar las ganas o el empeño puestos en edificarlos, esas cosas tan cotidianas y que dan de comer a terapeutas, psicólogos y compañía.

Por momentos, siente que vive un sueño del que no quiere despertar. Su ánimo está cambiando. Es feliz y no quiere que nada ni nadie la saque de esas cuatro paredes en las que por fin se siente como en casa. Atrás han quedado la apatía y el silencio. El dolor transformado en lágrimas y lamentos ahogados contra la almohada. No. Su realidad es otra. El tiempo sigue pasando y de la mano ha traído las nuevas sensaciones que experimenta hacendo que todo a su alrededor sea de color rosa y no se pare a pensar que antes o después, tendrá que poner los pies en la tierra. Volar es bonito pero mejor hacerlo a baja altura, que los aterrizajes forzosos suelen producir demasiados daños colaterales, sobre todo a nivel emocional.

Y para recordárselo de manera sibilina, ahí están el matrimonio y sus visitas. Las conversaciones con la mujer. Las miradas inquisitivas del hombre. El volver a la realidad cuando se despiden y la sensación de dependencia que siente hacia ellos. El echarles en falta y demasiadas cosas que dan vueltas en su cabeza, si bien no se atreve a pronunciarlas en voz alta, y lo único que le queda es ver pasar las semanas y disfrutar del momento. El futuro está por escribirse y mejor no pararse demasiado a pensar en él, que siempre puede guardar un golpe de fortuna para nosotros y a veces, no siempre, hasta los sueños se hacen realidad…

Aunque la realidad con la que se ha topado de bruces hoy, a media tarde, es otra bien distinta. Está junto al matrimonio en el jardín de la parte trasera de la casa. Hace un tiempo agradable. Sopla una brisa suave y el ambiente huele a hierba recién regada. Hablan en un ambiente distendido, hasta jovial podríamos decir, y el hombre se muestra dicharachero y comunicativo. La mujer, por su parte, sigue con la costumbre de mostrarle cada cosa que compra para el bebé. A su lado, sobre el césped, tiene una bolsa de felpa verde en la que acaba de guardar los patucos que le ha estado enseñando, al tiempo que se deshacía en palabras de felicidad. Han estado viendo las últimas ecografías y el resultado es óptimo. El bebé es un hecho real. Una cara, unas manos diminutas y unos pies pequeños. Algo que parece tener en el pecho un motorcillo que no para de latir y unos dedos largos, en comparación con el resto de lo que han visto, que no para de frotarse los ojos, como si sintiera pudor de sentirse grabado.

La cara b de todo esto, es la sensación de mareo con el que lleva lidiando desde hace unos días. La explicación, según el ginecólogo encargado de darle las buenas noticias (y en cierto modo ahogar sus miedos a que el bebé estuviera muerto de un par de semanas antes) es la comprensión del útero sobre la arteria aorta y la vena cava. Nada de lo que haya que preocuparse. Sólo es cuestión de tumbarse sobre el costado izquierdo para evitar presionar más los vasos sanguíneos y levantarse despacio.

Y eso hace. Está recostada sobre la tumbona mientras acaricia el césped de manera distraída. El hombre ha entrado en la casa para ir al baño. Están ella y la mujer solas. La conversación se está volviendo un poco más personal cuando oye la lista de deseos que su acompañante parece tener preparada para cuando llegue el momento del parto. Acunarlo en sus brazos. Hacerle pedorretas en la barriga y oírle reír. Cantarle nanas. Pasear con él por la calle al atardecer. Verle crecer. Oír sus llantos cuando los dientes empiecen a salirle. Anotar en un álbum de recuerdos sus primeras palabras. Bromear y hacerle de rabiar al ver que los dientes de leche se le caen y parece un desdentado…

De manera inconsciente, se pasa la mano por el vientre y cierra los ojos. Tiene que morderse los labios para sofocar el llanto. El despiece del paso del tiempo en una vida que siente tan ligada a la suya, sin poder ser partícipe de ello, le ha dolido.

— ¿Estás bien, hija?— grita la mujer, asustada.

Ella se limita a asentir con la cabeza, tratando de evitar que sus miradas se crucen. Una cosa es ver ropa de bebé y otra muy distinta, escuchar los planes que otros tienen para vestir y desvestir a la criatura que tiene dentro, parece querer decir la sombra que surca su cara.

— ¿Qué ocurre?— pregunta el hombre, acercándose a toda prisa.

— No lo sé, cariño. Estábamos hablando y debe haber sentido algo, porque mírala— responde la mujer, llevándose las manos a la cabeza. Se la ve nerviosa, preocupada. Y su voz suena aguda, como no podía ser de otra manera cuando estas sensaciones son reales.

— ¿Qué te ha pasado?

Al preguntárselo, se agacha junto a ella, acariciándole la cabeza con algo próximo a la ternura.

— Estoy bien, estoy bien— logra decir al cabo de unos segundos que al resto se le antojan eternos—. Ha sido un mareo, sólo eso.

Conocida la causa, las cosas transcurren con fluidez. Las preguntas de rigor se suceden: ¿estás mejor?, ¿quieres que te traigamos algo para que pongas las piernas en alto? Las respuestas tampoco se hacen esperar: ya estoy mejor, no os preocupéis. No, no. De verdad. Estoy bien, habrá sido porque me he cambiado de postura, sólo eso… Y las aguas vuelven a su cauce y las conversaciones a sucederse. Risas. Gestos. Esas cosas, hasta que el hombre mira la hora en el reloj que lleva en la muñeca. El movimiento se ve acompañado de unos destellos dorados. Frunce el ceño y mira a su mujer.

— Cariño, creo que deberíamos ir pensando en irnos. Se nos está haciendo tarde y la chica tendrá que cenar y descansar un poco— dice.

Ella remolonea un poco, dejando caer que podían decir a las muchachas del servicio que hagan cena para tres, siempre y cuando no te importe, cielo. Pero sí, hoy sí le importa y, por una vez, va a decir lo que piensa. Que quiere quedarse sola. Que necesita estar a solas un rato y en silencio. Pensar. Asimilar lo que le ha dicho la otra mujer y llorar. Llorar hasta quedarse dormida y por un momento, antes de despertar, soñar con que todo sale bien y por un giro inesperado del destino, logra quedarse con el bebé y empezar una vida nueva en algún sitio donde nada ni nadie pueda separarlos.

— Hoy no estoy muy católica— responde al fin, buscando la manera más diplomática de mandarles a paseo sin que sean capaces de intuir lo que le está pasando por la cabeza en este preciso momento—. Otro día, cuando queráis. Ahora, lo único que quiero es darme un baño y acostarme un rato.

Con cara de niño acostumbrado a salirse siempre con la suya y que recibe una negativa, la mujer le da dos besos fríos en las mejillas y se despide con un ademán un tanto airado. Parece tener prisa por irse de repente. El hombre, por su parte, le estrecha la mano y le dedica una sonrisa como disculpándose por lo que acaba de pasar. Ella les dice adiós con la mano cuando les vé acercarse al coche y entra en la casa, justo cuando una decisión empieza a abrirse paso en su cabeza hasta convertirse en algo a mitad de camino entre la certeza y la obsesión: va a pelear hasta el final para que no puedan separarla de la criatura que siente crecer en su interior cueste lo que cueste…