Tú, amor mío de la palabra alzante de aquel original ayuntamiento del nuevo lenguaje y Paul Verlaine, feo, maltratador pero escultor de la Venus de Milo, poseíais un anticlericalismo fundamentalista. Y eso os hacía ricos en espíritu y cuerpo envenenado. Para ello habíais elegido el arte de gozar con vuestros cuerpos de un Occidente renovado, como habíais aprendido de los grandes periodos filosóficos de la Historia y habías realizado de la mundanidad y la materia una habitación de humo de pipa de fumar donde la carne y la tensión arterial discipulaban todos los criterios de los antiguos convirtiendo la modernidad en el encuentro agónico y depravado donde ya os habíais acostumbrado a realizar vuestros magníficos deslumbramientos. La búsqueda de placer, entonces, constituía el móvil de todas vuestras acciones, vuestros comportamientos y vuestra forma de entender la vida, un tiempo en el que la literatura y la poesía os conducían a una manera de poner en práctica la verdadera metáfora, el sentido mismo de la palabra, vida y obra en un solo cuerpo, como un crepúsculo que nunca se estancaba.
El placer, el deseo, el goce por sí mismos eran insólitas fuentes de energía y el conocimiento de este principio os permitía una legislación interior sabia y sana, aunque fuera pagana, porque, en el fondo, era útil para vuestra necesaria felicidad que tan enferma y leprosa manteníais. Sabíais que el despotismo y la superstición eran los peores sinsabores para el estado de la dicha y por eso realizabais lo imposible para evitarlos y así practicabais todo tipo de combinatorias para desprenderos de ellos. Gozabais como perros en las calles malolientes y os estrechabais la piel hasta la extenuación, como si de ese modo toda Grecia regresara entre vuestras sábanas. “¡Qué miseria¡ Ahora dice: yo conozco las cosas; / Y ahora, bien cerrados los ojos, los oídos. / -Y sin embargo, ¡ya no hay Dios¡ ¡Ya no hay Dios¡ ¡Hombre rey¡ / Y aunque el Hombre ya es Dios, no hay otra fe que amor;”, habías escrito en “Sol y Carne”, aunque entonces este amor se refería al amor de una mujer, pero hombre o mujer, ahora ya daba lo mismo, porque ahora los versos recobraban el mismo sentido.
Como te insinué en mi anterior carta en esta misma revista desde la que te escribo aunque hayan pasado los años en que nos conocimos en aquellas aulas de Charleville, vosotros, Verlaine y tú, en tanto en cuanto hacedores del mantón del placer, como una estadística rompedora en un tiempo en que gozar sólo estaba permitido en los prostíbulos y en las casas libertinas privadas, que de todo había, os encaramasteis como un nuevo proceso de la evolución de la Historia: superado los grecolatinos y un cierto hedonismo que superó la tiranía del cristianismo en su sistema más feudal y más oprimente, donde con exactitud encontramos una filosofía profunda como canto al arte del deseo es en ese cierto libertinaje que se da en Francia en la segunda mitad del siglo XVI y buena parte del XVII. Se tratará, con palabras mayores, de la cara oculta del llamado “Grand Siècle” –el de Luis XVI, Racine, Descartes, con toda su preceptiva y sus reglas encorsetadas en tanto en cuanto a una historia del arte y a “modus vivendi”-. Son los que se opusieron al racionalismo como pauta y direccionalidad y encontraron en el camino del hedonismo la mensajería más apropiada para la realización no sólo de su obra, sino de sus encuentros con los placeres y el recreo, la complacencia y la deportividad de la carne. Y, entre ellos, en ese siglo XVII radican poetas como Théphile de Viau o Claude le Petit, donde se pensionan las ideas del filósofo Spinoza, aunque éste más contenido en experiencias, quien, a su vez, abrió con su ética la cuchara de las libertades y la capacidad del hombre de separarse de lo supuestamente sagrado.
Los libertinos del XVII, quiero decirte, amor –que comenzaron a considerarse discípulos de Montaigne-, se metaforsean, como animales subacuáticos en peligro, rápidamente en pululadores de las doctrinas de Epicuro, proclamándose como su gran admirador Pierre Gassendi. Pero quizá los dos pensadores más interesantes de esta época, junto a La Mothe le Vayer, son Saint-Évremont, un auténtico libertino no sólo en el sendero de la intelectualidad, sino en el aspecto de lo sensorial y de la dicha, pues gozó tanto del placer de damas como de jovencitos y pasó más de la mitad de su vida de galante exilado de Francia, y Cyrano de Bergerac, que con su nariz gongorina y su espada juvenil, queda lejos del prototipo que erigió bajo sus desvelos Rostand. El verdadero Cyrano fue un personaje libre, con una libertad de callejones sin paredes, sin teologías, sin atavismos morales, un desmitificador y un gran sátiro en obras como “Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol” o “El pedante burlado”. Cyrano de Bergerac, que para Paul Lacroix sería “un mártir librepensador”, dijo: “Un hombre honesto no es francés, ni alemán, ni español, es Ciudadano del Mundo, y su patria está en todas partes”. A todo esto hay que aunar cortesanas famosas como Marion de Lorme o Ninon de Lenclos.
Es, pues, durante esta eclosión de un reepicureísmo donde todavía no desaparece Dios del todo, en todo caso se le aparta de las casas con los salones del pensamiento heterodoxo, adoptando un tropismo vital que reafirma el humanismo, el placer de vivir y la libertad.
Y era de este modo como Verlaine y tú, constipados de cultura, cómo juntos en vuestras correrías bajo aquella lluvia de París ahora os sentíais libres para acometer las más cristalinas aberraciones que hubierais aprendido tanto en los libros como en la propia experiencia de vuestros cuerpos. Todos los apetitos eran legítimos, desde el hachís hasta la carnalidad más despedrada, una vida de excesos como mejor incentivo para dos poetas que podíais excusaros en vuestras acciones más viles. Para Verlaine tú eras un ángel bello que le habías abierto la oxidada puerta de su manicomio familiar, de su prisión matrimonial, pues con Mathilde, su mujer, era como subir escalar una montaña nevada desnudo y cargado con dos pianos y dos burros, como propondrían Buñuel y Dalí. El matrimonio se venía abajo. Verlaine cada vez se mostraba más violento con ella, solía acudir a su casa de la rue Racine siempre bajo los efectos de la embriaguez y no eran pocas las veces en que golpeaba a la hija de los Fleurville. “Siempre que volvía a casa me insultaba en voz baja, pero yo no le contestaba nunca. A veces me pegaba, pero yo no me defendía. Y nunca me encolerizaba ni sentía odio, tan sólo una espantosa tristeza”, escribía Mathilde. El grado de crueldad de Verlaine con su esposa llegaba hasta ciertos aspectos que ya rallaban la exageración. Un día hasta le quemó el pelo, pues el poeta, siempre que regresaba ebrio a casa, tenía la obsesión de prender fuego al armario donde su suegro guardaba la munición para la caza; otro día –esto más deleznable si cabe- agarró al bebé que acababan de tener y lo arrojó contra la pared, menos mal que el niño salvó la vida gracias al poder de las mantillas que lo envolvían. Después se volvió hacia su mujer para arañarla con la intención de estrangularla; con tal estruendo acudieron de inmediato los Fleurville que, ya hasta el hartazgo de aquella situación, sacaron a Verlaine del dormitorio y fue precisamente ahí, ante los malos tratos reiterativos recibidos por su hija, cuando sus padres insistieron en que se iniciaran los trámites para conseguir la separación y se informó por escrito al poeta.
Mientras tanto, Verlaine se refugiaba entre tus brazos. Durante esa primera época todo era dicha y una satisfacción que rallaba en el platonismo idílico, en una Grecia epicúrea inserta en el Jardín con Aristipo mirando a través de la ventana. Era muy difícil establecer el tipo de amistad que os unía, si se trataba de un sentimiento puramente romántico o sólo cabía el Pater de la sodomía y los excesos. Estaba claro, por otro lado, que para ti, el arrobamiento y la alegría que te producían el estar junto al poeta parnasiano, poeta que luego derivaría hacia el simbolismo, como extrañamente la crítica más mediocre a ti también te adjudicaría esa escuela, era suficiente para ir creando tu obra aunque el resultado a posteriori fuese un terrible sufrimiento y el advenimiento de la gehena, la cañada o barranco de Hinón, valle muy cercano a Jerusalén, donde comienza en realidad el verdadero mundo del castigo.
No cabe duda de que los dos experimentabais un verdadero placer corporal. Verlaine todo eso lo dejó anotado en sus escritos, sin el menor de sus pudores, porque quiso que todo el mundo lo supiera, aunque amagado con requiebros y estampillas de máscaras lingüísticas, aunque algunos críticos, como Fontainas, no niegan que han conseguido encontrar en esos poemas una interpretación casual del ambiente más pornográfico. Así Verlaine escribió su “Laeti et errabundi”, donde aparece sin ningún género de dudas vuestra habitación de la rue Campagne-Première, lugar de cotidianidad de vuestras diluvianas orgías. En “La buena disciplina” existe una representación yo diría que más o menos simbólica entre el combate que se madura entre el arcángel Miguel y Satán, y el derrocamiento definitivo del ser derribado por Dios. Y ya en “Las pasiones” únicamente se pone de manifiesto una candidez pueril o el discurso de ridículos matices. Pero, te insisto, en que tu poeta, como luego tú harías, hizo autobiografismo de la relación que os unía en la obra que por entonces estaba componiendo, sin cadenas morales y sin espejos destrozados por el qué dirán. De todas formas, todo el París literario era sabedor de la relación más que amistosa que os unía. Por ejemplo, la noche del estreno de una obra de Coppée, donde estaba presente toda la literatura de la ciudad, Verlaine y tú os presentasteis en el “foyer” durante el descanso cogidos del brazo, para sorpresa y comentario de todos. Lepelletier, amigo íntimo de Verlaine, el crítico de arte, al día siguiente, escribió lo siguiente en su periódico: “Entre los literatos presentes en el estreno de Coppée, se encontraba el poeta Paul Verlaine, del brazo de una encantadora joven, Mademoiselle Rimbaud”.
Fue más tarde cuando vino la tragedia, cuando llegaron los celos, el aburrimiento, las venganzas, el veneno, la intolerancia, Londres, Bruselas, la virgen loca, el esposo infernal, pero todo eso ya llegará. Ahora quiero continuar con ese proceso de la historia que había iniciado antes sobre el hedonismo y su contextualización para que te des cuenta de que no estabais solos, que lo vuestro fue una parada en el camino de una evolución que venía de muy atrás, atraída por un rompimiento contra las normas y preceptivas de un mundo cada vez más celestial o más tiránico en su virreinato de ideas feudales y transmigradas hacia la adjudicación de la fe y la actuación del don de una tierra encadenada, como lo estuviera Prometeo extendiendo sus vísceras al amparo de los buitres.
Te había comentado más atrás cómo el siglo XVII en Francia dio un pensamiento filosófico radical en el que se manifestó, en ese “Grand Siècle” una manera de gozar, un nuevo sistema de la transgresión definida en el asentamiento de los placeres y del hedonismo como instrumento metódico y ataráxico, quizá desde la influencia todo ello de los clásicos, base infinita del pensamiento creador. Esa influencia, te sigo contando, fue evolucionando hasta el siguiente siglo, el XVIII, donde se volvió a dar de nuevo una alternativa al pensamiento “oficialista”, al pensamiento de las Luces, por una serie de filósofos que conformarían lo que vamos a denominar la antifilosofía y que constituiría una munición contra todo sistema de poder y contra toda manifestación de pensamiento encorsetado, pulcro, sistemático y defensor de las leyes lógicas y políticas, aunadas por los sentimientos teológicos predominantes de la época, que no eran pocos. Hubo autores, librepensadores, que realizaron su revolución desde su fijación por el porvenir de la defensa de la felicidad a toda costa, apartándose de los atavismos tradicionales que capturaban el espíritu y la materia como una inquisición con sus instrumentos de tormento.
Porque el pensamiento de una época a veces incardina circuitos que se olvidan de una historia que domina. Así ocurre con el siglo XVIII filosófico, que reparte cotidianos protagonistas de peluca que frecuenta los salones y discuten en un interior de estilo Luis XV sobre cómo funciona o deja de funcionar el mundo, los progresos de la humanidad, la felicidad, la mejor política que conviene, el salvaje de Rousseau o los adelantos de la técnica. El mismo Rousseau puede abrir una conversación con Voltaire, Condorcet habla con Turgot, Madame Du Deffand se recrea con Horace Walpole, Grimm le dice algo a Diderot, Montesquieu charla de enología con D’Alembert. Todo va muy rápido y las ideas intelectuales son sumamente precisas y cordiales, como si la monarquía fuese intocable. Pero en otros salones, cenáculos y cafés surgen nuevas ideas, que son las que a nosotros y, ante todo, a vosotros dos os interesaban.
La filosofía, por fin, está en la calle, en las barricadas, en los bosques, en los paraísos dionisíacos; pero ¿qué significa que esté la filosofía en la calle? De alguna manera esta situación se supera con llevar las ideas de la época más violentas, más radicales, menos absorbidas por el rapé y la compostura al campo de batalla. Así pues, los papeles clandestinos, los que se escriben en la oscuridad de la noche, bajo la luz de las velas ya casi románticas, como hacía el cura ateo Jean Meslier, en su presbiterio de Etrépigny, mientras denigraba a la nobleza, la monarquía y al colirio de la Iglesia, nos ofrecen un noticiario sobre el caudal de pensamiento más heterodoxo que va cincelando el siglo. El suelo que pisan los pies deístas, espiritualistas, conservadores, de raigambre monárquica cohabitan con los cuerpos absolutos que miran un cielo ateo, materialista, hedonista y en las coordenadas de la Revolución.
Los papeles clandestinos, querido Arthur, son abundantes, van por ahí de mano en mano como señuelos en garfios de próvidos insurgentes. Entre ellos, hallamos de todo, desde el pensamiento de Spinoza, el tambor de la inmaterialidad del alma, la divergencia entre hombre y animal, el mundo como sabor de lo eterno, pero, sobre todo, cuestiones que tienen que ver con la recriminación del cristianismo, sus milagros, los oráculos, la Eucaristía, la falsedad el evangelismo, el cuestionamiento de Cristo, la duda sobre la existencia de Dios, etc. Impresos en casas ocultas, como si se escondieran de la lepra o de la enfermedad de los planetas, en imprentas como si fueran casas de lenocinio, atribuidos a una identidad errónea o amagada bajo el ropaje del pseudónimo, estos manuscritos empezaron a circular bajo cuerda, como si se tratara de la época mediaval, distribuidos por vendedores que deambulaban las calles en busca de compradores interesados por el pensamiento ilegítimo, amorfo, de intencionalidad revolucionaria y marginal. Pero poco duran, pues normalmente son captados por sus condenatorios y son pasados por la hoguera como si el pensamiento extremista fuera una Juana de Arco pasada por el fuego eclesial por herejía justo por el duque de Bedford en Ruán.
A vosotros también os hubieran pasado por el cadalso de la hoguera en época de Juana de Arco tan sólo tras haber leído la nota de prensa de Lepelletier, lo que ocurre es que en aquel tiempo no había diarios, que el periódico, como tal, nace en el siglo XVII, como boletín informativo para dar cuenta, ante todo, del pensamiento cultural e ilustrativo del momento, como base científica y filosófica, todavía sin la cotidianidad de la noticia tal y como hoy la conocemos.
Pero aquellos pensadores secretos, como amores imposibles, todavía sobre la religión cristiano, como ves, no podían escribir con entera libertad. Incluso los propios deístas, como un Rousseau o un Diderot, eran víctimas de esta persecución inquisitorial. Así, como te digo, la Iglesia puso trabas a los escritos de los mismísimos Condillac, Voltaire, D’Alembert y el propio índice de la “Enciclopedia”. ¡Cómo no iban a estar represaliados los negadores de Dios con todas sus palabras rojas y sus sandalias azotadoras¡ El pensamiento libre, que se discutía en los salones ocultos o en las publicaciones que te comento, queda cercenado por el Santo Oficio como una mano manca en campo de batalla.
Termino ya por hoy, acudiendo a esta asimilación de aquel pensamiento libre que en vosotros -¡no me lo niegues¡- se cascabeleó hasta la vagabunda lucidez de un libertinaje caminante y expuesto ante todos los escaparates de moda. Por ello mismo, puedo alegrarme ahora que ambos tuvierais el coraje de mandar a la mierda a aquel París puritano de caballeros con melenas y paraguas, versos grandilocuentes, pedantes crecidos por el consumo de ajenjo, Fuisteis dos Rolling Stone de un tiempo en que sacer la lengua era como meterla en el ano de la más infesta sociedad que se podría entre la excesiva buena educación y la mala literatura. Rimbe, amor, tus eructos y tus escupitajos en aquellos cafés nocturnos siguen siendo para mí la mejor manera de continuar gritando a todos los Club de Amigos de Literatura que hoy siguen existiendo que una cosa es poner el ano y otra escribir desde la proscripción sabiendo que uno siempre está por encima de los aplausos, las estúpidas coqueterías y el canon como un valor esculpido de vómito y pésima construcción de cualquier tipo de historicidad.