En esta reseña el escritor español analiza La gran demencia (Huso Editorial, 2020), la nueva novela del mexicano Laury Leite. Tiene esta lectura una sensación de golpe dirigido a la conciencia del lector, semejante al de la propia obra.
Vivimos en una gran demencia. Cada forma de vivir que ofrece el presente es demencial. La mente humana tiene una maravillosa capacidad para normalizar. Como decía Cortázar, el hombre es el único animal que se acostumbra hasta a no estar acostumbrado. Gracias a esa capacidad ilimitada y enfermiza de adaptación, hemos hecho del delirio costumbre. La costumbre enmascara el absurdo, normalizándolo, pero no consigue ocultarlo del todo. La locura sigue ahí, frente a nuestros ojos, impregnando nuestras vidas, transformada en rutina. El presente libro del autor mexicano Laury Leite es un retrato de esa demencia; un retrato de nuestra era. Un retrato poliédrico, construido desde las perspectivas de los miembros de una familia de clase media de Ciudad de México. Un juego de miradas, de seres, unidos por un vínculo en crisis; el familiar. Un puzle de piezas que en ocasiones se buscan y se rozan, pero que no encajan. Caleidoscopio irregular, en el que la misma discordancia es la esencia de la imagen que se ofrece.
Un padre que llegó de Francia a América Latina buscando el exotismo, siguiendo ese epílogo del Romanticismo que fue la contracultura de los años 60’. Un hijo arquitecto entregado a la adicción por el estatus profesional y económico que el ideario de nuestra era ofrece como valor cardinal. Una hija visceral en conflicto con su familia, con su feminidad, con su clase social, con su época. Un tercer hermano desencantado, bohemio sin causa, existencialista descontextualizado. Leite se adentra en el ser de cada uno de ellos, con una habilidad narrativa extraordinaria va entrecruzando sus relatos en primera persona. Un coro de voces perdidas; cada una con sus miserias, sus afectos, sus miedos, sus deseos, su angustia.
En ningún momento la narración cede a la tentación de establecer una jerarquía moralizante. Ningún personaje tiene la llave. Nadie está en lo correcto. Nadie entiende nada. Todos buscan una salida a la demencia, todos rondan el terror de enfrentarse a la evidencia: no hay llave ni cerradura. La diversidad de personajes ubica esta novela existencial en una categoría particular. En Kafka, Camus, Sartre y tantos otros la soledad insalvable es la estructura que arma el encierro. Aquí la claustrofobia no emana, sólo, de un yo incapaz de traspasar sus fronteras. El afecto en una sociedad degradada por la ausencia total de sentido y de Sentido es un encuentro de seres perdidos. Apenas hay destellos de redención en el vínculo. Los habitantes de este mundo se cruzan, se comunican, se quieren; pero eso no alivia su desconcierto, su futilidad. Soledad abrasadora, falla insalvable, comunicación frustrada por la ausencia de esencia en aquello que se comparte. Leite combina de forma única y fascinante una profunda capacidad empática y una aguda frialdad analítica. Dota de empatía a sus personajes, les da forma como seres plenos, llenos de complejidades y matices; pero también es despiadado con ellos. El resultado es un cuadro intensamente desolador y lúcido.
Estos protagonistas de La gran demencia conviven en un mundo demencial. Los conflictos cardinales de nuestro tiempo se cruzan en la trama: ecología, familia, clasismo, activismo progresista, feminismo. Y como los personajes, estos temas críticos parecen carecer del peso, de la gravedad, que merecen. El mundo se derrumba y sus habitantes no son capaces de evitar la frivolización del colapso. Banalizan sus crisis, comercializándolas. Incluso aquellos que se entregan a la revolución no consiguen impedir que la principal consecuencia de sus acciones sea un icono o un eslogan en una camiseta cosida en una sweatshop. Todo lo que hoy es: lo que vive, lo que se hace, lo que se piensa es susceptible de convertirse en mercancía. Algunos personajes se entregan a la fiesta del consumo, una carrera sin meta. Otros se enfrentan al fantasma de la ideología contemporánea, cuya flexibilidad la hace inquebrantable. La maternidad y paternidad, raíces de la estructura familiar, se presentan con la ambigüedad de un resto de candor que trasciende lo mercantil, pero también como un mecanismo del sistema para atraer a los sujetos hacia la convención. La estética, el arte, se pinta, al final del recorrido, como una última posibilidad de redención. El refugio de los mayores rebeldes, incluso más que los revolucionarios políticos. Un refugio que da destellos de coherencia o de evasión, pero que no llega a sostenerse. Las grandes esperanzas generan grandes decepciones. La demencia es un pasillo lleno de puertas que dan a habitaciones vacías.
Pero La gran demencia, a pesar de su crudeza, es un libro divertido. Todo el texto está lleno de ironía y humor absurdo que llega a arrancar carcajadas. La distancia con la que Leite analiza a sus personajes los transforma en una suerte de miniaturas de guiñol. Este texto no es una tragedia, es una farsa. Me recuerda por ello a esos cuadros de Brueghel el Viejo, en los que las figuras humanas se reducen y multiplican hasta parecer ínfimas. Esta reducción no implica una pérdida de detalles, sólo nos aleja, nos da una posición de espectadores seguros, nos lleva a perder la conciencia de que nosotros somos lo mismo que estamos viendo. Esto es clave para que la novela no resulte evidente, su aparente levedad es lo que la dota de ambigüedad y de profundidad. Reproduce de forma deslumbrante la demencia del presente que denuncia. Y es que el humor juega otro papel crucial en nuestro tiempo. Vivimos en la edad de Oro del humor, sin duda. Tanto del humor de oficio cómo del espontáneo. Todo es una broma. Una de las tramas de la obra recorre el proyecto de levantar un hotel de lujo en Playa del Carmen; enésimo paraíso natural profanado por el capitalismo. Pero la mera destrucción no es demente, ni cómica; para llegar al chiste hace falta un plus de hipocresía. El proyecto incluye guiños simbólicos a las culturas tradicionales que desplaza y humilla y a la ecología que destruye. Es un exponente de aquello que hace del presente lo que es: el absurdo en lo terrible. Éste es el signo de nuestro viaje, como lectores y como habitantes de esta era. En la medida en la que participamos de ella somos actores de la farsa. Eso sí, una farsa espectacular e hilarante. En cierto sentido los personajes de esta gran demencia somos como Alicia, paseando por un sueño de las maravillas del que no se puede despertar. Me recuerda a las palabras que la niña intercambia con el gato de Cheshire:
“Pero no quiero ir con locos.”
“Oh, eso no puedes evitarlo.” Dijo el gato: “todos estamos locos aquí. Yo estoy loco, tú estás loca”.
“¿Cómo sabes que estoy loca?” Dijo Alicia.
“Debes estarlo”, dijo el gato, “o no habrías venido aquí.”
Como apunté más arriba, parece que ni en esta era ni en la novela se apuntan salidas para escapar de este gran absurdo. No creo que haya que dejar de buscarlas, pero sí puede ser saludable, de vez en cuando, cesar en nuestra condición de actores, tomar cierta distancia y disfrutar del espectáculo. Podemos hacerlo directamente o a través de lo ojos de Leite, leyendo su excelente novela.