“Mi hijo no tiene edad porque no está vivo. La edad sólo cobra importancia con el tiempo, y este, a su vez, cuando afecta”. Escribía esto la otra noche, de pie frente a la cómoda sobre la que dejo el móvil antes de dormir, única estrategia que me sirve para madrugar: poner el teléfono lejos de la cama, obligándome a levantarme para apagarla.
Luego lo estructuré en mi mente como un posible principio, como otros tantos, de novelas que sueño con escribir. Que pospongo, provocando que acaben -esos principios- reconvertidos a poemas insulsos y trastabillados.
Los principios de novela son un propio género. Encontramos artículos y listas con los mejores, los más famosos y emblemáticos. Lo cierto es que no son nada sin el resto, sólo quizá un buen reclamo, una excelente propaganda. Yo confío más en la verdad que entrañan los principios resuelto el libro. La concordancia de este con cada una de las partes, como un péndulo que lo toca de vuelta y te lleva a mantenerlo siempre presente, hasta el final.
El último título que editamos en Editorial Dieciséis –Secretos, de Mara Mahía– comenzaba así: “La niña Leonor está enterrada en una fosa común”. Con ello se sentaba una premisa a la que se retornaría durante la existencia de la novela. Una suerte de eterno retorno que respalda la idea de que un buen principio -impactante, contundente- debe justificarse con la consecuencia de que tenga una causa vital en la obra.
¿Es justo el uso de un principio impactante sólo como llamada de atención hacia el libro? Vivimos la época del clickbait. En las fajas de las novelas, ensayos o poemarios encontramos frases contundentes acerca del contenido de esos títulos por referentes culturales. Ni siquiera las reseñas nos valen, queremos una puntuación de uno a cinco. Es por ello por lo que, si volvemos a la idea del inicio, es casi un precepto en la escritura actual que el principio impresione. Sin embargo, esto no es ninguna seguridad de calidad. No en una novela; diferente si hablásemos de un libro de aforismos. En ellas prima la coherencia, el rigor de mantenerse a un nivel estético pseudoregular.
El valor del principio está, por tanto, supeditado al final. Como el valor de casi cualquier otra cosa, ha de verse en su contexto, y en ella no cabe más que su mismidad como obra completa.
Cada vez que se me ocurre un buen principio de novela, antes de comenzar a escribir, me imagino acabándolo, percutiendo en esa idea de la circularidad en la que todo acaba conectando, pues sólo así, con su culminación, un inicio adquiere la excelencia.