Un motel perdido en una carretera secundaria, de estos donde nadie conoce a nadie. El paraíso de los camioneros solitarios echando una canita al aire con alguna camarera cansada de servir cafés y los psicópatas. En pocas palabras, el lugar perfecto para arrancar un viaje que no sabes dónde ni cuándo acabará.

El recuerdo del desgraciado que dejaste convertido en serrín te persigue por las noches. Sus palabras entrecortadas. Su mirada perdida. Los casquillos repiqueteando en el suelo mientras los proyectiles hacían su trabajo. Las prisas por borrar huellas. El olor a goma quemada salir de allí. Un depósito que amenazaba con vaciarse antes de lo que te gustaría. Y un desvío en el camino. Un recepcionista con acné demasiado preocupado por no perder detalle sobre el ejemplar del Play Boy que tenía delante que a otra cosa. Un nombre falso. Un juego de llaves y un colchón repleto de manchas. Tu nueva vida.

«¿Qué fue de la adolescente pizpireta que soñaba con ser una estrella de cine? ¿En qué momento tu camino dejó a un lado los casting y los directores cuya única intención era aprovecharse de ti?»

De vuelta al presente.

Estás desnuda frente al espejo. La mera idea de ducharte allí te ha producido náuseas, hasta que ha sido un hecho inevitable. Te cuesta reconocerte en la imagen que tienes delante. ¿Qué fue de la adolescente pizpireta que soñaba con ser una estrella de cine? ¿En qué momento tu camino dejó a un lado los casting y los directores cuya única intención era aprovecharse de ti? Una mueca de desagrado pasa por tu cara antes de que tus labios digan ese nombre que tanto detestas. Tragas saliva y apoyas las manos en el lavabo. Ahora la suciedad y las manchas de óxido junto al desagüe parecen no importar. Tus oídos zumban y un sudor frío recorre tu espalda. Ese nombre… Esos ojos… Esa sonrisa… Sus promesas de un futuro más allá de ser la puta del director de turno que no hacía más que alargar una hipotética audición o el guionista en horas bajas que compartía sus miserias y delirios etílicos tras echar un polvo demasiado corto como para hacer que te sintieras sucia, pero sí lo suficientemente largo como para que la única huida que te quedara fuera una botella de whisky oculta en la mesilla, mientras él roncaba satisfecho a tu lado.

Contienes un sollozo y coges la pastilla de jabón. Su tacto te recuerda al del papel mojado una vez que se seca. Te frotas las manos con él sin demasiado entusiasmo, como si lo único que necesitases fuera el tacto de algo ajeno a tu cuerpo recorriendo tu piel, en un intento absurdo e inútil de olvidarle. Jugó contigo. No eras más que una niña y él un hombre de mundo, con experiencia. Alguien que empezó a cosechar un nombre antes de que tú si quiera pensaras en qué podías esperar más allá de un pastel de manzana horneado por tu madre y puesto a enfriar tapado con un trapo de cuadros rojos y blancos en la ventana. Él sabía dónde estaban el dinero y los negocios. A qué personas recurrir. A quién vender a los federales… En fin, se movía como pez en unas aguas demasiado turbias en las que te estaban adentrando sin ser consciente de ello. Cocaína boliviana. Heroína turca sin demasiados cortes. Sexo, mucho sexo con el cerebro saturado de químicos. Y por un momento, el sentirte querida y valorada. Podría haber sido el amor de tu vida, si no fuera porque la suya estaba condenada y el juez encargado de ejecutar la sentencia fuera uno de sus socios en mitad de un callejón atestado de basura. Un balazo en la boca rodeado de miseria y gatos callejeros como testigos. La siguiente en la lista eras tú. Sabías demasiado y quienes le quitaron de en medio, no estaban por la labor de dejar ningún fleco suelto. Con lo que no contaban es que habías sido una alumna aplicada y todos podríais sacar tajada de tus conocimientos…

Como si acabaras de despertar de un profundo sueño, te das cuenta de todo cuanto te rodea. Las baldosas de suelo, frías y pegajosas parecen escurrirse entre los dedos de tus pies. Dejas el jabón en el lavabo y vuelves a mirarte en el espejo grasiento que tienes delante. Tu mirada se ha vuelto fría, distante. El paseo por tus recuerdos hace que tus dedos se detengan en tu vientre. Sobre la cicatriz que lo recorre en vertical como una costura. El precio que tuviste que pagar por seguir con vida. Alguien dejó de respirar antes de nacer para que tú pudieras seguir haciéndolo y la Organización pudiera continuar enriqueciéndose a tu costa.

«El paseo por tus recuerdos hace que tus dedos se detengan en tu vientre. Sobre la cicatriz que lo recorre en vertical como una costura. El precio que tuviste que pagar por seguir con vida»

Cierras los ojos, apretando los dientes y los puños. Por momentos, aún sientes a esa criatura a la que nunca viste moverse en tus entrañas. El síndrome del miembro amputado. Las uñas se te clavan en las palmas de las manos, arrancándote un gruñido. Sales del cuarto del baño y coges un cigarrillo de la mesilla. Lo enciendes, envolviéndote en una sábana y caminas por la habitación. La sensación de encierro hace que por momentos el aire se te antoje irrespirable, húmedo. Das una calada apoyándote en el marco de la ventana. El paisaje que ves es desolador. Un solar de cemento lleno de parches de alquitrán. La caseta del registro. Las luces de neón apagadas. Un par de camiones que llevan aparcados en el mismo sitio un día. El saco de pulgas que dormita junto a la estaca a la que está atado como un preso en régimen de aislamiento. Y algo que hasta ese momento no habías visto. Resoplas y la ceniza cae junto a tus pies. ¿Cuánto tiempo lleva ese coche ahí? ¿Cuándo ha llegado? Es demasiado lujoso como para ser el de un padre de familia en busca de nuevas experiencias o un grupo de universitarios dispuestos a perder la virginidad a tantos pavos por cabeza. Contienes la respiración y te retiras de la ventana despacio. La sienes te palpitan y sientes las palmas de las manos sudorosas. Las preguntas se suceden en tu cabeza y antes de que puedas encontrar una respuesta lógica, dos golpes contundentes en la puerta te dicen que tus problemas no han hecho más que empezar.