Esta mañana me he levantado a las ocho de la mañana para ir a correr. Es domingo y las sábanas sudorosas han sido mis únicas compañeras de sueños y juegos amatorios. Su tacto suave al principio empezó por gustarme, pero con el paso de las horas su frialdad, y no estoy hablando de una sensación térmica, comenzó a desesperarme, a querer desembarazarme de ellas, aunque no hubiéramos hecho nada para que se quedasen en ese estado. He puesto un pie en el suelo, me ha gustado notar que no estaba frío, como suele estarlo la mayor parte del año. La sensación era tan agradable que no era consciente de tener ese pie, una amputación sobre la que flotaba, una realidad que volaba a ras del suelo. Era el momento perfecto para que mi otro pie sintiera esa irrealidad palpable, tocar el suelo es llevar la consciencia humeante a un lugar perceptible, una ensoñación que no fue. Mi segundo pie, que frase más rara, ¿hay un primero?, ¿y si lo hay, cual lo es, el izquierdo o el derecho?, lo que tengo claro es que la expresión levantarse con el pie izquierdo tiene la misma fiabilidad que un telediario de cualquier cadena. Hoy me levanté con el derecho, soy una persona que se incorpora al mundo de las cosas materiales de manera aleatoria, podría decirse que no pienso con los pies y por tanto ellos no deciden de qué manera voy a comenzar el día, aunque sí que decidan después que camino voy a tomar, si desayunaré donde “el calvo”, dueño de la cafetería “La gulería”, donde las camareras te atienden con profesionalidad, aunque les cueste mirarte a los ojos cuando les pides el café. A veces pienso que se les han caído en mi taza y que por eso no pueden hacerlo. Cuando pienso eso, las busco rápidamente y de sus cuencas vacías nace un río incontrolable de café. Pero a lo que iba, mí pie izquierdo, el segundo en el día de hoy, bajaba de manera suave y pausada desde mi cama sin que la gravedad hiciera nada por impedirlo, ha sido unos pocos segundos, pero los suficientes para saber que hoy tampoco me despertaría de manera tranquila. Había olvidado mis malas artes de escasas horas antes, cuando me había quitado de encima las pegajosas sábanas. Mi pie izquierdo no espera esa cáscara de plátano suave y acogedora sobre ese suelo demasiado tosco y huraño a esas horas de una mañana dominical. Resbalo con la suerte de que mi cabeza cae sobre el colchón y solo mi costado sufre un golpazo al darse contra la mesilla que tengo al lado. Estaba tan dormido que he seguido con la rutina que me había marcado y he ido a correr al parque de la Fuente del Berro. Cada zancada era un pinchazo en mi malogrado costado, una puñalada dada por una sábana rencorosa. Una hora más tarde he parado y cuando caminaba hacia casa me ha parecido ver a la pequeña rubia que llevaba consigo sus grises y metalizados ojos. Hoy tampoco se los había dejado en casa y es una cosa digna de agradecer. Ella representaba la frescura de un día de fiesta que recién comienza y yo parecía que volvía de una batalla donde el enemigo claramente me había ganado. Ella me ha mirado como se mira a quien no se conoce y le pareciera bien que siguiera así. Yo lo he hecho como si fuera un oasis donde poner a salvo un dolor que era demasiado real y una esperanza de que tras la noche que está por venir, se lleve la sábana para que no vuelva a tropezar.

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Mi nombre es Manuel Galvez Giral. Soy de Zaragoza y vivo en Madrid. Me gusta leer y escribir. Necesito leer y escribir. Me gusta aprender de quienes escriben mejor que yo, que por suerte es mucha gente, la mayoría. Sé que pronto publicaré mi primera novela. Lo que no sé es cuando. Quedé finalista del concurso de relatos del barrio de la Guindalera en Madrid hace un par de años. No podía ganar ya que no me había apuntado a los cursos de escritura creativa que organizaba la asociación cultural del barrio. Eran y son de pago. A mí no me gusta pagar para ser timado. He participado en un libro de relatos de autores aragoneses donde cada uno daba su punto de vista sobre cómo ve la tierra donde hemos nacido (Enjambre, editorial Comuniter). Soy zaragocista, y sobre todo me gusta ser merecedor de la confianza que se tiene en mí. No hay santa como la que te lo da todo y no te lo quita.