Hay días en los que me cuesta creer. Creer, no como acto de fe, sino como signo involuntario, innato, de estar vivo. Quizá por eso mismo: por estar vivo. Así que recurro a algún libro a medias para preguntarme por qué lo dejé, a esos muchos de poesía que leo a la vez y acabo a lo largo de años (como la obra completa de Panero), o simplemente me enredo en un artículo de mis periodistas y crónicos de cabecera. Todo, absolutamente todo, por creer.

«Hay días en los que me cuesta creer. Creer, no como acto de fe, sino como signo involuntario, innato, de estar vivo»

Este acto es la búsqueda. Tal cual, sin ánimo de respuesta, porque encontrarla sería una desilusión tan enorme, tan amarga, que acabaría por abandonarlo todo. Pese a ello, es igual siempre: la búsqueda está en la literatura. La mía. Y en él conllevo sin deseo alguno de fin el que se me evada, se me transporte, se me indague e intrigue. Yo como medio, yo como instrumento. Por tanto: la búsqueda sería el principio, la literatura el final y yo el medio. Y recuerdo: todo por creer. Porque es una necesidad tan humana como la propia cultura. La cultura de mantenernos esperanzados, de mantenernos con el deseo de existir.

Por eso mismo, porque estamos aquí, la literatura tiene sentido. El tiempo en ella tiene una dimensión distinta, podemos poseerla y manejarla a placer, como una masa que apretamos y deshacemos, que recomponemos y metemos en el horno esperando a que se cocine. Y como el tiempo es algo que manejamos a placer, creer cobra un interés superior, un sentido casi tangible, ya que el creer aquí no daña, no perjudica, no tiene posibilidad de perjuicio. En la literatura estamos a salvo. Y esa seguridad la necesitamos los humanos para creer, al menos para hacerlo de manera desmedida, sin miedo. Yo la uso como refugio, como lugar sagrado.

«En la literatura estamos a salvo. Y esa seguridad la necesitamos los humanos para creer, al menos para hacerlo de manera desmedida, sin miedo»

La lectura es un ritual. Como lo puede ser la meditación o la contemplación. Cuyo culmen no es otro que el propio hecho de leer.