A veces las historias te persiguen. Porque son obsesivas, las historias. Porque saben cómo encontrar caminos donde otros solo ven maleza cerrada, las historias. Qué cabronas, las historias, qué mágicas son. A veces, digo, las historias te persiguen, y entonces te encuentras con que vas leyendo libros encadenados del mimo tema, solo que no es algo deliberado, que no lo buscaste al adquirir este y aquel ejemplar, que no había plan previo. Y entonces te das cuenta, con una mezcla de orgullo y terror, que ellos, los libros, saben más de ti que tú mismo. Y que ellos, los libros, controlan tu vida.

Eso me ha pasado últimamente con el tema de los astronautas. De muy distinto cariz. Ellos y los títulos. Novela, ensayo, hasta no ficción de esa canallesca que hacen ahora y que a mí me gusta tanto. En fin, por qué será. Todo fresquísimo, recién pescado, mire, mire, qué tiesos me han salido los ejemplares, llévese un par de ellos, que mañana no quedan…

El más… bueno, sí, ortodoxo es Los otros vuelos a La Luna, de Rafael Clemente (Libros Cúpula), que tampoco es que engañe ni siquiera desde el título, ¿no? Pues eso, que ustedes se saben todo sobre el primer viaje a La Luna, incluidos los nombres de los tres astronautas (que tiene mérito, porque siempre se les olvida el nombre del primo de su novia, ese gordito, sí, coño, cómo era), pero igual no tienen mucha idea sobre las otras seis expediciones lunares. Que solo cinco llegaron al satélite, ojo, que en la otra tuvieron la mala idea de meter a Tom Hanks y, claro, aquello no podía acabar bien, y llegó lo de Houston, tenemos un problema, que ya es sangre fría, también les digo. Pero eso, que los otros viajes. Interesantísimo libro, con detalles técnicos muy técnicos (ay), con gráficos muy gráficos (doble ay) y con un montón de anécdotas de esas que te hacen dar gracias por estar vivo. Yupi, yuju. Los rayos que impactaron directamente sobre los cohetes, el chiflado que jugó al golf en La Luna, el triple chiflado que hizo un experimento de percepción extrasensorial y salió todo regulero, porque los de la tierra (los “médiums”, uhhh) no habían cambiado su reloj de hora y emitieron ondas psíquicas (“ondas psíquicas”, uhhh) a la hora que no era. Ah, y mi preferida… en un momento dado a los tripulantes del Apollo XII se les jodió todo el instrumental interno, las luces empezaron a parpadear, la cosa pintaba un poco así como tirando a catástrofe. ¿Saben qué hicieron? Apagar y encender. Reiniciar. Sí, lo mismo que usted cuando se le va a tomar por el culo el power point. Si es que el ser humano es maravilloso.

¿Quieren otra anécdota parecida? Esta llega desde el otro lado. El otro lado. Del Telón de acero, se entiende. Vamos, que trata sobre cosmonautas, que es el nombre que los soviéticos le pusieron a esos muchachos que mandaban a las estrellas. Cosmonautas… en eso, en la terminología, ganaron de sobras, no me lo negarán. Pues bien, se cuenta que los yanquis gastaron un montón de pasta en crear bolígrafos especiales, unos cuya tinta respondiese adecuadamente durante la ingravidez. Vamos, un boli que escribiese. Parece cosa baladí, pero si lo piensan detenidamente… pues no. Cosa mollar. Trascendental. Se fueron millones de dólares en ese enigma. A los soviéticos les pasó lo mismo, y ellos también se estrujaron las meninges. Su solución fue bastante más fácil… usaron lapiceros.

Al menos esa anécdota (desconozco si inventada o no) se cuenta en una maravillosa novela de Daniel Entrialgo titulada La tumba del cosmonauta (Espasa), segundo hito de mi carrera lectora-espacial en esos últimos tiempos. Les he dicho que novela, pero a ratos es un asunto con tanta documentación que más parece ensayo, y está bien, porque la cosa no puede ser más interesante. Básicamente los primeros momentos de la carrera espacial entre americanos y soviéticos, con un montón de antiguos nazis moviendo el cotarro por las altas esferas. No me digan que no suena como para comprarse el libro. Digamos que todo se centra en una figura misteriosa, una gran “X” de esas que a veces tiene la historia, el tipo que pudo haber sido Gagarin si Gagarin no hubiese sido Gagarin. Ahí es nada.

Y como estaba la cosa de cosmonautas, de firmamentos y de la antigua Unión Soviética pues acabé aterrizando (ojo al sutil juego de palabras) en una de las mayores bizarradas que he tenido la suerte de leer en los últimos tiempos. Raro, raro, raro, mezclando mil estilos, mil temas, incluso mil géneros. Se titula Mi ovni de la Perestroika. Un viaje al corazón de Rusia tras la noticia más extraterrestre de la Historia, y su contenido hace justicia al título kilómetrico y anhelante. Lo ha escrito Daniel Utrilla, y lo editan los amigos de Libros del K.O., que tienen querencia natural para con estas cosas de lo raruno y lo extraño.

A ver… ¿ante qué estamos? Pues miren, no es fácil. En primer lugar ante un libro con un retinglar y una técnica deliciosa en cada una de sus (muchas) páginas. Digamos que todas las frases son frases de Daniel Utrilla, y eso ya significa algo. Pero no todo, porque estilo sin historia es una auténtica mierda (o una columna de Paco Umbral)… Y aquí hay historia. Historias. Muchas. Distintas, raras, alien(antes). Ay. Te hablan del ovni de Vorónezh (sobre todo de eso), un caso que tuvo lugar apenas mes y poco antes de la Caída del Muro. Para muchos, ejemplo paradigmático de que la Unión Soviética andaba con cambios, y que ya no ocultaban sus informaciones, por muy extrañas que esas fuesen. Para otros, símbolo de la casa de putas en que se estaba convirtiendo el país de los soviets en aquellos momentos. Ya solo por eso… interés. Pero hay más. El caso Ummo, que fue una cosa muy rara en aquella España del tardofranquismo y comienzos de la democracia. La infancia de un chaval “peculiar” en un pequeño pueblo de la periferia a fines de los ochenta. El Real Madrid. Lo mucho más que molaba Jiménez del Oso por encima de Íker Jiménez (esto no lo dice Utrilla, pero firmo yo con sangre). Y, en definitiva, una doble búsqueda: la de algún testigo de primera mano de aquello que pasó en Vorónezh, y la del auténtico alma de todas las Rusias, que es cosa a veces inexpugnable y siempre misteriosa. De todo ello sale Daniel, como les digo, con bastante éxito, porque le chispea el lenguaje entre los dedos que es un primor. Lean solo la primera página y déjense llevar por la cadencia de los alegres tintines (bueno, la primera página después de quince con citas, porque la cosa viene así de intensa). Para no perdérselo.

En serio, no se lo piensen. Tienen aquí, en cualquiera de los tres títulos, entretenimiento para un buen rato. Hasta el infinito, y más allá. O algo así, yo soy de otra generación, oigan…