Liberto Absentini intuyó que los clips de su oficina podían servir para algo más que sacarse las cerillas de los oídos. Lo pensó el mismo día que el médico de empresa le diagnosticó una pequeña perforación en su tímpano derecho provocado por el reiterado uso de la punta de un clip para sacarse el cerumen. Desde ese momento decidió invertir el tiempo que dedicaba a la extracción de cera a enganchar un clip con otro.
El primer día hizo una cadena de clips de casi dos metros; no tuvo ni más cajas de clips ni tiempo en su trabajo para hacerla más larga. Al día siguiente cursó un pedido de material de oficina, donde, entre otras cosas, solicitaba veinte cajas de quinientos clips cada una. Se llevó el trabajo a casa, es decir, los clips. A la semana volvió a pedir otras veinte cajas, que recibió a la mañana siguiente junto con la visita del jefe de compras de la empresa. Como pudo, le hizo creer que aquella cantidad de clips era necesaria para los dossiers que se entregarían en la inminente junta de accionistas. Gastó el contenido de esas otras veinte cajas.
En su piso descansaba una boa metálica de más de ochocientos metros de largo. Liberto se sentía más satisfecho de aquello que de los resultados de su trabajo como técnico de contabilidad, así que comunicó a la empresa su baja voluntaria, e invirtió todos sus ahorros en comprar cajas de clips y una extensión enorme de terreno yermo en medio de la nada más absoluta. Perfeccionó su manejo de los clips hasta crear una auténtica ingeniería clipera, que le permitió superar las simples cadenas y abordar construcciones más complejas y audaces. Al cabo de seis meses tenía el diseño de una ciudad de clips, perfectamente desarrollada en planos, cuya ejecución se convirtió a partir de entonces en el leitmotiv de su vida.
Treinta años después, Liberto paseaba entre los edificios de clips de su ciudad, a la que bautizó como Liberclip. Varias manzanas de edificios, un ayuntamiento, un par de puentes sobre sendos arroyuelos que surcaban el antiguo terreno y las dos construcciones de las que se sentía más orgulloso, un rascacielos enorme y la gran catedral. Todo hecho con clips, engarzados con pericia, todos encadenados entre sí. En el centro de aquella fabulosa ciudad metálica, un monumento conmemorativo de la fundación de la misma realizado con la primera cadena de dos metros que hizo en su oficina. Liberto, fundador y único ciudadano de Liberclip, se sentaba en su mecedora de clips a contemplar su obra, una ciudad solo para él, que cifraba su concepto de la libertad y colmaba su anhelo de independencia. También saciaba su sed subterránea de poder absoluto. Allí era libre, en aquel espacio no dependía de nadie, ni nadie lo hacía de él. Tan es así, que se autoabastecía con su propia huerta, sus animales para carne y un lago artificial que construyó como piscifactoría. Controlaba su vida, era dueño de su existencia. A diferencia de los clips, no se sentía encadenado a nada ni nadie. Era absolutamente feliz porque su nombre por fin se había hecho realidad, se veía como un hombre libre.
Una mañana, sin embargo, Liberto no estuvo libre de un atroz picor en su oído derecho a causa de las cerillas acumuladas. Utilizó la punta de un clip para rascarse durante minutos con un placer obsceno que cortó un agudo dolor. Dos semanas más tarde murió a causa de una terrible infección que se extendió por todo su organismo desde el tímpano derecho perforado. Una infección en cadena que acabó por tumbarlo cuando intentaba pedir auxilio en aquella soledad absoluta. Cayó fulminado en el centro de su ciudad, a los pies del monumento fundacional. Allí, en un intento desesperado por aferrarse a la existencia, tiró del clip que remataba la cadena primigenia de dos metros provocando que ese eslabón tirara del siguiente y así sucesivamente hasta que todos los edificios se vinieron abajo en pocos minutos. Liberclip quedó convertida en una descomunal e informe montaña de clips bajo la que yacía sin vida alguien que creyó poder vivir sin cadenas.