18 de julio de 2011.

Me has pedido que te lo escriba. Crees que esta es la forma menos dolorosa de asumirlo. Entiendes que leer y no escuchar será más fácil para ti. Dices que no lo comprendes. Me prometes que no lo concibes. Me juras que no soy del todo sincero.

Siendo así, decido comparecer ante ti y darte el gusto de leerme. Creo que sí, que esta es la mejor forma de despedirme. Si te lo digo de palabra te haré daño provisional, etéreo, pero si te lo escribo podré joder tu autoestima cada vez que me leas.

Esto me hace inocente porque la voluntad de leer será tuya. Yo solamente lo escribo una vez. Cuando más duele. Cuando más perturbados tengo mis sentimientos y cuando mi empatía y compasión mantiene los niveles más bajos de su historia.

Dejo constancia eterna de lo que siento para que, con un poco de suerte, lo leas cada dos meses el resto de lo que tú llamas vida.

Para que lo entiendas, en las siguientes líneas voy a pulverizar un fragmento de nuestra película. Me recuerda tanto a ti. “Porque si te pregunto por el amor me mandarás una canción: pero nunca has mirado a tu amor y te has sentido vulnerable, ni te has visto reflejada en sus ojos. No has pensado que Dios puso un ángel en la tierra para ti, para que te rescate de los pozos del infierno, ni qué se siente al ser su ángel y darle tu amor y darlo para siempre y pasar por todo. No sabes lo que significa perder a alguien, porque sólo lo sabrás cuando ames a alguien más que a ti misma. Dudo que te hayas atrevido a amar de ese modo. Te miro y no veo a una mujer inteligente y confiada. Veo a una niña creída y cagada de miedo. Nadie puede comprender lo que pasa en tu interior. En cambio, presumes de saberlo todo de mí porque viste un boceto y rajaste mi puta vida de arriba a abajo. Personalmente eso me importa una mierda porque ¿Sabes qué?

No puedo aprender nada de ti ni leer nada de ti.

Y es que cuando vuelven las peores imágenes de todo lo que ha pasado empiezo a sentirme pequeño, circunstancial, de paso o lo que es peor, prescindible para todo y todos. Cuando una vez al día, (ojalá fuera una única vez), recuerdas frases, lugares e instantes en las que te alistaron con una humillación que no has pedido, que te regalaron e impusieron, entonces empiezas a sentirte como si estuvieras respirando un aire mil veces respirado, con unas ganas poco o nada cuerdas de seguir siendo feliz sin ese pequeño detalle que un día apareció en mi vida, TÚ.

¿Cuándo decidí que este era el final? Fácil. Al recibir EL MENSAJE. Tu mensaje. Ese WhatsApp desesperado para mí, neutro y vacío de sístoles y diástoles para ti en el que me preguntabas: “¿Qué tal todo? Recuerda que te quiero”. Te había pedido silencio y soledad para reflexionar. Me fui ese fin de semana esperando armar mi pequeño ejército de voluntad para poder decidir qué hacer con tu vida, con la mía y con la de él.

Te pedí espacio. Paréntesis. Silencio. Pero tuviste que escribir. Demasiado pronto. Y sin embargo tu mensaje llegó muy tarde. Demasiado tarde. Mucho más tarde que tus engaños y embustes empapelados con las sábanas de su cama y de su casa. Cinco meses. Toda una vida diversificando sexo. Estuvimos cuatro años juntos los dos y cinco meses juntos los tres. O juntos vosotros. “Creo que podemos arreglarlo”, añadías.

¿Arreglar qué? ¿Qué se podía arreglar? Su saliva encima de mi saliva desde luego que no. Tu esencia dentro de mi esencia envuelta en la suya seguro que no. Tus gemidos. Tu piel. Su piel. Tu abrazo. Tu adiós. La ducha. Los tres. Multitud.

¿Sabes qué? Intenté no responder a ese mensaje. Juro de la forma más atea posible que lo intenté. Creo que si no hubiera o hubiese respondido ahora seguiríamos juntos. Los tres.

Lo tengo presente, ese fin de semana. Protervo: en la carpeta de enviados de tu LG y en la de recibidos de mi Samsung. Un sonido que avisa de la llegada de un WhatsApp y al mismo tiempo yo que recibo una corazonada en forma de ansiedad que rasga y raja mi pecho desde el vientre hasta la garganta, sin compasión.

Es ella, pensé, te había borrado de la agenda para evitar tentaciones. No tenía tu número de teléfono guardado, pero los tres primeros números los reconozco: 661…., eras tú, joder, tú.

Leí el mensaje y casi sin tiempo de terminar redacté el mío de respuesta; paré, frené, muy en seco. Dejé las marcas de las ruedas en el asfalto de mi patética existencia para no hacer lo que iba a hacer y quería hacer: contestar un “te echo de menos a morir”. Llevé la palanca de cambios de mis dedos hasta la R y eliminé el mensaje. Apagué el móvil y reflexioné tumbado en la cama mientras tiraba la llave de la caja fuerte que guarda mi dignidad al cajón donde ya casi no caben más “soy gilipollas”. Pasaron apenas dos minutos de reflexión y entonces di con la fórmula correcta: “Todo bien, ya terminando el fin de semana. Intentando despegarte de la neurona que se resiste. Un beso”.

Soy gilipollas, pero esto y desde hace ya algunos días es un hecho. Mi dignidad herida en el brazo, mi autoestima a dieta y mis ojeras dan tres vueltas a mi cabeza.

Tuve claro que no quería más.

Cuando estás enamorado estás enganchado. Es como la cocaína. Te lo he explicado muchas veces. Da igual que me hayas destrozado por dentro. Vaciado. Eres pura merca colombiana. Pura, y eso para un ex cocainómano es tentación en estado igual de puro. Tengo que alejarte para siempre. Si no lo hago recaeré. Te esnifaré y tu corazón, como un grumo no deshecho que esquivó el corte de la tarjeta de crédito, romperá mi tabique nasal y de paso mi alma. Eres mi camello. Me lo dejas fiado y siempre de calidad. No puedo evitar comprarte cada vez que te ofreces. Eres droga. Eres dañina.

Hay un hito, punto de inflexión, momento, catarsis, mojón, poste o como lo quieras llamar, en la vida de uno, (que en mi caso es semanal, o diario, u horario). Es algo más que un espacio temporal, ni físico ni mental, otra cosa, no sé. Un clac. Un clic. Un chif. Un chof.

Lo sabes, sabes qué es lo correcto y cómo hacerlo, lo has visto otras veces en películas, o lo has leído, o lo has escuchado, o te lo han dicho, o te lo han repetido, no sé. Pero lo sabes, sabes perfectamente de qué forma se sale de esto, sí, claro que lo sabes: llamándola y perdonándola. Y para esto sirven los amigos, los buenos quiero decir: para oler y detectar tus intenciones y pararlas, y entonces sí, apelan a tu dignidad y te hacen rectificar, sustituyendo:

llamándola y perdonándola

por:

“No la vas a llamar más, ni a contestar ningún mail, ningún mensaje. Se acabó.”

Se termina aquí. Todo. Me da igual lo que creas que vaya a ser tu vida. Sólo deseo que un día al año recuerdes la oportunidad que perdiste de ser feliz.

Se despide, nunca tuyo: Yo.