Lola la Brava tiene dos honduras por ojos y un alma rasposa en la garganta. Lola convierte cada noche en uno de los bucles que adornan su cabellera de petróleo; bebe y canta durante toda la madrugada entre los muarés y terciopelos rojos de aquel antro, La Cueva de Faraón.

El local está situado en un sótano, allí descienden todas las noches hombres que bajo la burla y las palabras soeces ocultan su verdadero rostro. Alguna que otra mujer pasa por La Cueva, casi siempre acompañando a un macho que exhibe orgulloso su virilidad ante ella y descarga su mala baba sobre Lola. Ella está acostumbrada a escuchar risas mientras canta, incluso a que le digan “maricón”. Está por encima de eso, se sube a sus tacones de vértigo y se reviste con su bata de cola para elevarse sobre tanta zafiedad. Se sabe artista, y a partir del quinto gin-tonic se siente artista, que es cuando se mete entre las zarzas de las grandes coplas para arañarse las entrañas y dejar jirones de sus asaduras colgando en las espinas de Tatuaje, Y sin embargo te quiero, La Loba o Dime que me quieres.

La Brava no canta, duele. Su voz no es bonita, es una enciclopedia de represiones. Cree comerse el escenario, tan metida en las historias que cada noche canta, que ya no es capaz de distinguir su sangre de la de La Salvaora. Se desgarra cuando le escupe a su amor imaginario “no puedo vivir contigo” y siente un caballo desbocado por su sangre al ver llegar a su “amante de abril y mayo”. Es sensible, romántica y soñadora, como las protagonistas de sus historias cantadas -carnes y huesos de amor fracturados-, aunque tenga que fabricarse cada luna un callo de indiferencia para atenuar el roce de la incomprensión.

Lola hace cuatro pases diarios en los que tiene que soportar groserías y bromas de mal gusto. Cuatro actuaciones, casi dos horas durante las que vive vidas, llora llantos, sufre sufrimientos y ama amores. No posa ni interpreta, asume y experimenta. Desde el escenario, propio de barracas de feria y verbenas, y arropada por una música enlatada a la que de vez en cuando le entra hipo o tartamudea notas entre las risotadas del público, defiende su arte y su verdad, lo que siente ser verdaderamente, y que oculta durante el día. La máscara no es esta, la deja sobre su camerino de bombillas fundidas cada vez que se maquilla y se transforma en Lola la Brava, tan exuberante como el carmín que dibuja su boca más allá de las lindes naturales de sus leves labios de hombre, tan aquí estoy yo como esos dos rellenos que reivindican sus pechos no natos. Ya no llora como antes, ahora canta y bebe, bebe y canta, con la seguridad de que su vida es suya allí dentro.

En el escenario se crea y se destruye su universo cada noche; interpone una invisible campana de cristal entre la seriedad con la que se toma su arte y las chanzas de esos mismos que ocultan sus miserias tras los insultos y el chiste fácil. Lola es una sacerdotisa frente a unos devotos ebrios. La Brava es un muñeco que utilizan para hacer vudú sobre ellos mismos, clavan los alfileres que día a día les atraviesan la conciencia cuando fingen con sus esposas, hijos y amigos. Lola es su frustración vestida de coplera y el sparring de su cobardía. La indiferencia de La Brava nació la noche que comprendió todo esto, cuando supo que su sino no era otro que ser mártir, que su arte era una expiación colectiva de todos los pecados inconfesados de aquellos hombres que lucían el brillo artificial de su hombría para dejar en la sombra la incómoda verdad. Lo descubrió hacía tiempo, y eso le ayudó a seguir cantando, como esta noche lo hace para un tipo solitario que está sentado en la de mesa del rincón. Lola la Brava se ha bajado del escenario, algo que nunca hace, y camina entre el público hasta llegar a la mesa donde se sienta ese hombre para cantarle insinuadora, con su boca pegada a la suya, La bien pagá. Lola deja un beso en la mejilla de aquel hombre ruborizado. Él le corresponde, venciendo su timidez y recato, con una rosa roja y un cuarto de sonrisa. La noche podría acabar con sus dos cuerpos entrelazados por el sudor y la pasión bajo las sábanas del secreto de no ser porque mañana tendrá que estrecharle la mano antes de sentarse en la sala de juntas para cerrar la opa que hará suyo más del cincuenta por ciento de las acciones de la otra empresa. Es una operación que el Sr. Valenzuela lleva diseñando desde hace tiempo para hundir al Sr. Aduriz, consejero delegado de la principal competidora.

Lola la Brava vuelve a subir al escenario, se gira hacia el público y besa la rosa mientras mira al señor de la mesa del rincón. La flor cae al suelo coincidiendo con la última nota enlatada de La bien pagá. La Brava, el transformista que canta copla en La Cueva de Faraón, ha terminado por hoy su actuación. Mañana, Dios, o el diablo, dirá.

 

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Periodista, articulista y proyecto en permanente construcción de escritor. Redactor jefe de la revista La Muy, de la que es cofundador. En su blog La Olivetti mellada vuelca todas sus filias y fobias. Sus méritos no van más allá de emborronar con tinta el papel en blanco o llenar de letras el procesador de texto de su portátil