Era enorme.
Destacaba en todo. Veía el mundo casi una cabeza por encima del resto de los mortales. Las espaldas parecían creadas para cargar belortas, para arrastrar becerros arriba en las camberas cuando éstos, obstinados, se niegan a avanzar, eso sí que no, testuz mirando el pasto, ojos fijos en la hierba. La barba espesa, muy cerrada, de esas que abrigan más que embellecer. Y los ojos…los ojos profundos, inteligentes, un punto ensoñadores. Ojos de quien mira, siempre, la forma de desentrañar todos los misterios del universo.
Ya en el físico era Leonardo Torres Quevedo personaje singular. Un genio, uno de esos olvidado (menos que otros, pero olvidado al fin y a la postre) que esconden detrás historia extraña, creaciones fabulosas, ilusión de niño pequeño cuando engancha dos cables y comprueba, milagro, que una luz se enciende. Así era don Leonardo, supongo.
Me acordaba estos días de Torres Quevedo mientras leía el maravilloso libro titulado “El Ártico desde la ventana de un zepelín”, una de esas raras joyas que la editorial Libros del K.O. está empeñada en rescatar del abandono. Una obra firmada nada menos que por Arthur Koestler. Todo un mito. Pero verá aquí el lector un Koestler de antes de la guerra, un Koestler diferente.
“Es un tiempo, una faceta, del que Koestler acabaría renegando”, nos cuenta Francisco Uzcanga. “De hecho, sus artículos de aquella época siguen sepultados en las hemerotecas y, que yo sepa, solo se ha publicado el reportaje del zepelín y una serie de piezas que escribió poco después sobre un viaje por las repúblicas meridionales de la URSS”. Uzcanga es el traductor de la obra. Es, también, el encargado de pergeñar un epílogo glorioso, a medias entre el periodismo gonzo y el decadentismo burgués, en el cual él mismo se sube en un zepelín para comprobar las muchas (no) emociones y la excitación aventurera (tampoco) que dicho viaje depara. Una delicia, créanme.
Pero volvamos a nuestro Torres Quevedo. Si me he acordado de él es porque, sí, también se dedicó a las cosas estas de los zepelines. Fue, claro, a principios del siglo XX, en ese tiempo en el cual, siguiendo de nuevo a Uzcanga, este artefacto representaba la conquista del aire con una estampa “espectacular, atractiva y amenazante a la vez, y que, gracias a su vuelo lento y a baja altura, podía contemplarse desde mucho más cerca y durante más tiempo”. Algo totalmente espectacular. Algo inolvidable. Algo, también, mortífero. Porque nuestro Torres no andaba a cosas del querer ni a lirismos varios. No. Él lo que hacía era idear, inventar, pergeñar lo que su fabulosa mente había ido dibujando. Hacer más fácil la vida. También, por desgracia, fijar exactitud en la muerte.
Torres Quevedo empezó a introducir mejoras en los dirigibles. Vean que ya no los llamamos zepelines, porque el montañés patentó su propia creación. Unos cables de metal aquí, una estructura más rígida allá. El ingeniero sonríe satisfecho. Sí, eso funciona, funciona mucho mejor que esos armatostes alemanes. Funciona tan, tan bien que los dirigibles Astra-Torres (la empresa francesa Astra colaboró en la comercialización de ese arca voladora) fueron los que abastecieron a los ejércitos aliados durante la Primera Guerra Mundial. Ya les digo…eran inigualables a la hora del tema bélico, por aquello de su estabilidad…
En otras cosas iba un poco peor. En el aspecto, por ejemplo. Si los zeppelines, nos dice Uzcanga, eran “un mamotreto de diseño impactante, fuerza óptica, poder evocador y, por así decirlo, efecto contrastante (un galeón o una ballena surcando el cielo…)”, los dirigibles Astra-Torres parecían un puro alargado y poco esbelto, con su carlinga colgando a unos cuantos metros del globo y un aire, en general, como de figura a medio hacer. Vamos, que es como si a un chaval no demasiado talentoso le pides que dibuje un zepelín…lo que le salga será un dirigible, claro, aunque bastante feo.
Pero eso, que funcionaba, y es lo buscado Torres Quevedo, que era un tipo de lo más práctico. Lo usaron los británicos, también los franceses. Luego (aunque esto se cuenta menos, porque queda feo en los artículos) fueron adquiridos por la Armada Imperial Japonesa. Eso sí, apenas entraron en batalla con nipones a los mandos. Aunque no me digan ustedes que la imagen de un dirigible kamikaze acercándose lenta pero majestuosamente a su objetivo no es deliciosa…
A los dirigibles llegó nuestro Torres Quevedo casi por moda. Era la época. Los grandes ingenieros europeos se interesaban por cómo resolver los problemas de esta máquina mágica, y escritores de todo pelaje y estofa, sobre todo alemanes, cantaban loas al invento que nos convertía en Ícaros potenciales. Hermann Hesse, Gerhart Hauptmann, Hugo von Hofmannsthal, Stefan Zweig…la lista es larga. España no tuvo tantos apologetas, porque la cosa no alcanzó las cotas de febril interés de Alemania, pero también tuvo lo suyo. No hay nada, aclaramos, como el reportaje de Koestler (llegar hasta el Círculo Polar Ártico, nada menos), con su ironía, su sarcasmo, su crítica social soterrada que emerge en la (casi obligatoria) segunda lectura. Pero conservamos retazos, imágenes. Ahí queda, por ejemplo, la fotografía legendaria de un Astra-Torres sobrevolando el Palacio de Oriente como si fuese un ovni venido de un planeta especialmente chic.
Hizo más cosas Leonardo (Torres Quevedo, no el otro, el de la tortuga ninja y las novelas malas), porque era hombre inquieto. Desde pequeño, además, cuando se construyó un montacargas para subir las cuestas de su finca natal, allá en el Valle de Iguña, donde las mañanas son de niebla algodón y después surge el verde. Lo hizo, ese primitivo ascensor, cogiendo la fuerza motriz que tenía más a mano…un par de vacas frisonas que pertenecían a su familia. Nada lo iba a detener, no. Ustedes igual no lo conocen, porque no es un youtuber, ni se enrolló con ninguna reina de España (que sepamos, porque en esto nunca se puede poner la mano en el fuego), ni fue torero o futbolista, pero el tipo fue pionero en un montón de cosas que hoy consideramos como parte de nuestro estilo de vida. El videojuego, por ejemplo. O el ordenador. También el mando a distancia, los artefactos a control remoto (se cuenta que Alfonso XIII disfrutaba como un tonto con un barco de este estilo que hacía navegar por sus regios estanques). Un tipo preparado…sin cantor que le ponga en nuestro imaginario colectivo.
Igual eso es lo que le faltó. Un Koestler como el de este maravilloso reportaje al que vengo haciendo referencia. O haber vivido en la Alemania de entreguerras, en el Berlín de los cafés y los cabarets, el de los velódromos y las fiestas. Ese lugar que, y citamos por última vez al traductor del libro, se convirtió en “imán para muchos jóvenes ambiciosos y de talento, no solo de Alemania sino también del recién desintegrado Imperio austrohúngaro, creando las condiciones para atraer al muchísimo talento desperdigado que, reunido en una sola ciudad, ya fuera por inspiración o por competencia, se fructificó mutuamente y acabó multiplicándose”. Donde todo lo posible era (parecía) realizable. Donde el fantasma aguardaba, aun sin muchos siquiera sospecharlo, detrás de una esquina.
Lean, lean sobre Torres Quevedo. Pero antes, para ambientarse un poco en el tema de los dirigibles, no dejen de disfrutar con este “El Ártico desde la ventana de un zepelín” que nos regala Libros del K.O.. Koestler les arrancará sonrisas, se lo prometo. Y, un poco más tarde, en esos tibios momentos en los que están en su cama, justo antes de dormir, se sorprenderán reflexionando sobre lo leído. Y descubriendo significados ocultos. Casi, quizá, advertencias.
Qué astuto, qué talento.
- «El ártico desde la ventana de un zepelin»
- Autor: Arthur Koestler
- Editor: Libros del k.o (18 de febrero de 2019)
- Colección: Varios
- Idioma: Español
- ISBN-10: 8417678042
- ISBN-13: 978-8417678043