Si a cualquiera de nosotros nos preguntaran qué imágenes nos vienen a la cabeza cuando pensamos en la República Checa, seguramente responderíamos con varios clichés: cerveza, bosques, castillos, quizá Kafka. Sin duda, todo ello es cierto y los checos pueden sentirse orgullosos. Pero merece la pena ahondar en su esencia y en su alma. Mi propuesta es acercarnos a Chequia a través de uno de sus escritores más desconcertantes y apasionantes, a mirarla a través de sus ojos críticos pero compasivos, de su fina ironía y de su lúcida locura; aunque paradójicamente en sus obras se hable de cerveza, bosques, castillos y se atisbe la sombra de su admirado Kafka.

«Abrir un libro de Hrabal supone transportarse a esta hermosa tierra, a sus pueblos, a sus recónditas aldeas, a la hermosa Praga de calles empedradas, de torres y cúpulas…»

Abrir un libro de Bohumil Hrabal supone transportarse a esta hermosa tierra, a sus pueblos, a sus recónditas aldeas, a la hermosa Praga de calles empedradas, de torres y cúpulas, de puentes y de castillos encantados bajo la luz dorada del atardecer. Esa Praga por la que muchos de nosotros hemos paseado como ávidos turistas en busca de cada rincón pintoresco, de la mejor imagen, del más bello recuerdo. Y, sin embargo, según avanzamos por sus páginas, absorbidos por una prosa precisa, contundente, sencilla, aunque exquisita, nos sumergimos en una Praga desconocida, de colores desvaídos, de atardeceres grisáceos y noches desoladas. Quizá no la reconozcamos. No es la Praga atestada, vibrante, sofisticada. Transitamos ahora por un lugar desconocido en el que nos entrecruzamos con seres solitarios, introspectivos, desarraigados que nos miran con la ironía del que sabe lo que hay al otro lado.

Nos cruzamos, casi nos damos de bruces, con el inefable Hanta, el prensador de papel que deambula por las páginas de Una soledad demasiado ruidosa con la misma perplejidad con la que lo hace por las calles y plazas de Praga.  Treinta y cinco años prensando papel, treinta y cinco años dedicando cada minuto de su paradójica existencia a deleitarse con el tacto sensual de las hojas impresas, a recorrer con sus ojos cansados las palabras de cada libro a punto de morir, a escuchar las voces de los autores en su último grito al mundo, en su último acto de rebeldía antes de ser acallados. Hanta no puede ocultar que lleva mucho de Hrabal; su nostalgia ante un mundo que se derrumba, su reflexión ante el surgimiento de un nuevo orden que le duele, su ironía melancólica, su humor, su cansancio por la condena de la lucidez como un eterno Sísifo. Hanta piensa; pensar duele. Bebe mucho, demasiado. Nos arrastra con él a un doloroso recorrido por las tabernas, refugios de los desesperados como él. Una jarra de cerveza tras otra. Y en medio de su borrachera surge la cruel constatación, la contemplación de la verdad universal. Junto a él, acompañando su desesperado periplo: Jesucristo, Lao Tse, Camus, Goethe, Schiller o Nietzsche. Hanta, el desarrapado, el alienado trabajador incansable, privado de vacaciones, al que su jefe llama gandul y manta. Hanta el hombre que conoció el amor hace muchos años, que sueña con el rostro de una pequeña y dulce gitana de la que no recuerda el nombre. Hanta es, a pesar de su tosca y sucia apariencia, un espíritu exquisito, un esteta, un alma superior que se nutre y alimenta del pensamiento más excelso, de la belleza más sublime. Porque hasta el acto banal de empacar balas de papel se convierte con él en una expresión artística. Sus balas están recubiertas de los cuadros más hermosos como un regalo delicado, ofrendado a la eternidad. Hanta/Hrabal saben que la auténtica catarsis y salvación está en los libros, en la cultura universal que el sistema y el poder quieren acallar porque no hay nada tan peligroso y subversivo como el pensamiento.

Y lo sabe bien, porque él mismo fue víctima de la censura que impuso en Checoslovaquia el autoritarismo soviético. Hrabal escribió esta novela en 1976, después de una fructífera y exitosa trayectoria literaria. Era ya, por entonces, un reputado autor admirado por sus compatriotas, cuyas novelas se reeditaban y se leían, sobre todo, en los círculos culturales más exclusivos. De cada obra se imprimían segundas y terceras ediciones de tiradas de 150.000 ejemplares. Sin embargo, el endurecimiento político tras la Primavera de Praga (1968), supuso un mal trago para muchos intelectuales.  El autor, tratando de eludir la censura del gobierno comunista, escribió esta novela con la técnica Samizdat, las ediciones clandestinas, mecanografiadas, que debían pasar de una mano a otra para ser leídas en una noche, sorteando el riesgo. Sin duda, a estos lectores audaces les mereció la pena solo por el placer inigualable de disfrutar de una obra única, capaz de aunar con naturalidad el lenguaje desarraigado de los bajos fondos con el más excelso y poético. Una auténtica obra maestra.

«Hrabal no necesita muchas páginas para crear una joya, esa es su grandeza. En «Trenes rigurosamente vigilados» nos sitúa en medio de una pequeña estación de tren en una localidad fronteriza, en los últimos estertores de la guerra»

Sus obras tienen como protagonistas hombres vulgares, cuyas vidas resultan heroicas en su mediocridad y pequeñez como en Trenes rigurosamente vigilados (1964). Hrabal no necesita muchas páginas para crear una joya, esa es su grandeza. En esta novela nos aleja de la ciudad y nos sitúa en medio de una pequeña estación de tren en una localidad fronteriza, cerca de Dresde, en los últimos estertores de la guerra. Los checos disimulan su odio al invasor. Son amables con los alemanes que pasan por la estación, con esos soldados moribundos que son arrastrados a su último viaje, con esos oficiales nazis en cuyas manos saben que están las vidas de sus gentes. Allí, conocemos al joven Milos Hrma, alumno en prácticas en la estación. Es joven e inexperto en la vida y en las artes amatorias. Su referente es el factor Hubicka, versado en trenes y en mujeres.  Los dos soportan estoicos las excentricidades del fatuo jefe de estación, más dedicado a sus palomas polacas que a su menopáusica esposa. Hrma, el joven aprendiz, está viviendo su viaje iniciático hacía su propia hombría. Un viaje en el que los trenes paran y arrancan como metáforas dolorosas de la propia vida, cargados en sus vagones de amor, humor, miedo, erotismo, dolor heroísmo, sacrificio… Es la lucha callada de un pueblo por su supervivencia, por su dignidad, por su libertad.  El autor ha vuelto a vislumbrarse en sus propios personajes. Su risa y su mirada irónica, cáustica, se intuye en la voz de sus pequeños héroes.  Sus anécdotas personales cobran vida, dificultando conocer el límite entre la realidad y la ficción. Hrabal hace presente su propia vida y no mira hacia ella con resentimiento. En realidad, la afronta con la sonrisa de la inteligencia. El propio escritor, como tantos jóvenes universitarios checos, se vio abocado a convertirse en mano de obra útil para el Reich. Tuvo que trocar el estudio de las Leyes por las agujas y vías del tren; y fue feliz, porque adoraba su uniforme de botones dorados y relucientes que lo hacían sentir elegante y distinguido. Y con esta novela el autor reflexiona sobre la contradicción y la paradoja vital: «Quiero descubrir hasta qué punto se puede jugar con dos motivos tan contradictorios. El motivo del ridículo y de lo obsceno al lado de un acontecimiento trágico, dominado por el motivo central: la lucha contra el enemigo». Y al igual que Hrabal, todos nos debatimos en la contradicción. Volvemos la última página con sabor agridulce, con la sonrisa congelada, porque el libro termina como debe hacerlo, con el cumplimiento del deber. Y otra vez descubrimos a Hrabal en Milos Hrma.

Como también lo hacemos en Yo serví al rey de Inglaterra (1971) en Ditie en alemán o Dite en checo. El intrépido botones del hostal Praga Dorada, cuya abuela cazaba al vuelo la ropa interior de los viajantes para revenderla limpia a albañiles u obreros. El casi niño de corta estatura que se inicia en el sexo en el club El Paraíso y cubre los vientres de sus amantes con hojas y delicadas flores. El mismo que se obsesiona y se impone como misión vital poder alfombrar el suelo de billetes. Y en este ascenso imparable llega hasta un pequeño y alejado pueblo en donde entra a trabajar en el misterioso y estrambótico hotel Plácido en el que estará bajo las órdenes del inquietante maître Zdenek, su iniciador en el dispendio, una sombra silenciosa a lo largo de su vida. Y tras huir de aquel lugar incomprensible llegará, por fin, a Praga al deslumbrante hotel París en el que el maître se convierte en su mentor y referente, capaz de descubrir de un solo vistazo de dónde viene un cliente y qué plato va a tomar porque él sirvió al rey de Inglaterra. Y será allí, donde la casualidad quiere que nuestro pequeño botones, convertido en camarero, sirva también al emperador de Etiopía, su gloria y su desgracia. Pero su mayor infortunio vendrá de mano del amor que lo arrastrará hacia el abismo, al conocer a una bella maestra alemana de los Sudetes. El surrealismo de la obra nos enfrenta con una media sonrisa a escenas escabrosas, de gran dureza, que nuestro protagonista tendrá que vivir y encarar durante la guerra y la posterior llegada del comunismo. Su sueño de ser millonario terminará con el cambio de régimen; pero nuestro protagonista, lejos de decaer o rendirse, encuentra en su castigo el camino hacia su redención, “cómo lo increíble se hizo realidad”.

«Su actitud ante la vida y ante la escritura es lo que dotan a Hrabal de su singularidad»

Su actitud ante la vida y ante la escritura es lo que dotan a Hrabal de su singularidad; él mismo confesaría a la traductora Monika Zgustova que escribía sus novelas, a veces en pocas semanas, en la azotea de su casa con el sol cegándole, después de haberlas imaginado de día y soñado de noche. Y en todas ellas, mantiene su espontaneidad, su capacidad de mostrar una situación dramática con la descomposición analítica del cubismo, con el absurdo dadaísta o con la surrealista actitud de mantenerse ajeno a la preocupación moral. En Hrabal la reflexión de la calle se entremezcla con el argumento filosófico más elevado en una simbiosis perfecta; conjuga lo experimental y lo tradicional; desbarata la realidad en mil caras regándola de dosis de humor y de compasión. Pero, sobre todo, es capaz de llevar todavía más lejos la despersonalización del ser humano bajo el yugo del poder, como denunciaron Kafka o su admirado Hasek, el autor de Las aventuras del valeroso soldado Schwejk. Hrabal se manifestó siempre en contra de cualquier totalitarismo, es la voz de la tragedia de un siglo XX lacerado por la sinrazón. Leer a Hrabal duele, pero sana.

Una novela tras otra, porque son adictivas, los lectores buscamos y encontramos sus temas recurrentes, casi fetiches: tabernas, bosques, castillos…palomas, parlanchines, trenes, gitanos, suicidio… Pero también buscamos su capacidad para transformar lo cotidiano en extravagante; para embadurnar con pinceladas de color intenso, como las faldas de sus gitanas, los fondos grises; para encontrar belleza en lo grotesco; para provocarnos unas ganas irrefrenables de tomarnos una jarra de cerveza.

Fiel a sí mismo y a sus propios personajes, Hrabal cayó de una ventana del quinto piso de un hospital un 3 de febrero de 1997, según dijeron algunos, tratando de dar de comer a las palomas. Lo encontraron ataviado con sus viejos y sempiternos pantalones tejanos.

Y no dejo de sonreír, al leer toda una declaración de principios: Algunas manchas son imposibles de sacar sin dañar el tejido. Recibo de tintorería. Los Palabristas. Bohumil Hrabal