En nuestros días, los héroes se han vulgarizado tanto que han descendido desde sus graníticos pedestales en jardines y alamedas, donde lo mismo descoyuntaban las mandíbulas de un suntuoso león de piedra que guiaban, desde sus piafantes corceles de bronce, a los ejércitos hacia la colina del triunfo, a meros personajes de tebeo, dando brincos por azoteas, enfundados en pijamas coloridos y enmascarados como forzudos de la lucha libre; al parecer, atrezo imprescindible para ejecutar sus vertiginosos volatines. Y, qué quieren que les diga, me da mucha lástima esta ordinariez de contemplar a los actuales herederos del Pélida Aquiles disfrazados de bala humana, pero en más sosainas porque, con los efectos especiales cinematográficos, no hay manera de que se descalabren, percance que sucedía, de cuando en cuando, en los circos de mi infancia y que la chavalería siempre ansiábamos, maliciosa y secretamente, desde aquellos graderíos de tablones, cada vez que el hombre obús se introducía, entre redobles de tambor, por el cañón que lo iba a propulsar contra las velas de la carpa.
En efecto, me entra una amarga tristeza cuando contemplo a estos personajillos, usurpadores de los auténticos héroes, aquellos que emocionaron hasta el llanto a pueblos durante generaciones; al punto que Gilgamesh, el más antiguo de ellos, fue ensoñado por sucesivas naciones durante cerca de dos mil años, que se dice pronto. Hoy, su nombre apenas nos suena porque fue sepultado en el olvido cuando la escritura en que se le cantaba, la cuneiforme, cayó en desuso, hecha la salvedad de Claudio Eliano que, en el s. III, lo menciona, aunque nada de lo que recogiera el romano se compadece con las genuinas peripecias del paladín sumerio. Por contra, los episodios de su ancestral epopeya latían ya en tantas lenguas y bajo tantos nombres, e igual de vívidos que en sus versificaciones babilónicas o asirias, tanto en los arcaicos poemas helénicos como en alguna que otra leyenda irlandesa. Y esa asombrosa vigencia se debía, no solo a su cualidad de ser el primero —y, por tanto, el original— de la casta de los semidioses, sino a que sus aventuras crearon el patrón heroico, al vibrar tras cada una de sus proezas las más universales pulsiones que inquietaron y, sobre todo, inquietarán a los hombres durante los siglos venideros, que en la actualidad ya suman cuarenta y tantos.
Porque, en efecto, hubo un monarca llamado Iztubar en sumerio —en babilonio: Gish-bil-ga-mesh o, simplemente, Gish—, en la ciudad Uruk, en la ribera oriental del Éufrates, que construyó sobre el 2750 a. C. su colosal muralla de unos siete kilómetros y pico, y de unos cinco metros de espesor, con la que se defendía, campos y pastos incluidos, de su vecina Kish. La derrota de los soberanos de Kish y la hegemonía de Uruk sobre la nación Sumer fue la primera proeza de Gilgamesh. Así nos lo exponen algunas listas de los reyes postdiluvianos y otros testimonios mesopotámicos del segundo milenio antes de Cristo, y también como hijo de un sacerdote y de la diosa Ninsun —aunque su epopeya prefiera a la diosa Aruru—; por tanto, un semidiós, es decir, un héroe genuino. Y claro, como tal, altivo, de fuerza portentosa y de una belleza abrumadora, pero a la vez condenado a sufrir como todo quisque por su ineludible porción de mortal.
El cuerpo de su epopeya nos ha llegado en la versión asiria encontrada en la biblioteca de Nínive (entre el XII al VII a. C.), aunque su primera elaboración corresponde a la época acádica (entre XXII al XVIII a. C.), donde un conjunto de gestas sumerias, atribuidas a Gilgamesh, fueron hilvanadas en doce cantos, medida evidentemente zodiacal, sin olvidar que llegó a los hurritas, en el centro de Anatolia, o a los cananeos, como nos descubrió un fragmento hallado en Megidó. Y su argumento es el periplo del héroe en busca de la inmortalidad desde que viera morir a su amigo Enkidu, guardían de lo silvestre, y atraído a Uruk —o sea, a la civilización— desde los bosques por una engatusadora hieródula. Enkidu, como corresponde a su naturaleza de brutote, pecó doblemente de hibris avant la lettre, no solo al vencer al toro celeste que les enviara la poderosa diosa Isthar —Inanna en sumerio, Astarte en Canaán— para castigar a Gilgamesh porque despreció sus amores, sino cuando, encima, arrojó a los morros de la diosa un trozo de carne de aquel colosal bóvido. Consecuencia: contrajo unas perniciosas fiebres y murió entre terribles padecimientos. Lo que conturbó tanto a Gilgamesh como para iniciar un viaje en busca de la inmortalidad, que casi consiguió, cuando, tras navegar desde el mar Rojo hasta el golfo Pérsico, dio con Utnapishtim —Noé para nosotros—, héroe del Diluvio e inmortal por concesión divina. Quien lo guiará hacia la sumergida flor de la eterna juventud. Pero una vez obtenida, en un mal descuido, zas, se la arrebató la siempre pérfida serpiente. El pobre Gilgamesh, derrotado, regresó a su Uruk, organizó un descomunal banquete —como correspondía a su potestad heroica— y, según una tablilla encontrada recientemente, se suicidó con toda su corte, desconsolado por su irremediable condición de mortal.
Si lo leen, encontrarán el asunto de Adán y Eva y su expulsión del Paraíso en los amores entre Enkidu y la diestra hieródula o el del Diluvio Universal como castigo divino e incluso la fatídica hibris de los héroes helenos, entre otros temas y mitos más atávicos como la pugna entre pastores y agricultores; o sea, entre Caín y Abel. En fin, nuestras más ancestrales raíces como civilización y, por supuesto, la permanente angustia por nuestra finitud.