Es difícil dormir con este calor propio de la estación. Me suda hasta el alma. Los vapores etílicos de la noche anterior vuelan por los aires junto a mi conciencia obstinada en no olvidar. La mente suele ser siempre una hija de puta, empeñada en recordar lo que te hace más daño o lo que te deja en mal lugar. Para mí dormir solo tiene la función de poder olvidar, aunque solo sea durante unas pocas horas de que existes, que mientras eres un ser inconsciente te puedes mostrar como una persona que merece la pena y que vive  o sería mejor decir que descansa en paz. Dormir es morir durante un rato. Ser feliz sin darte cuenta, eso también pasa cuando estás despierto y te das cuenta que lo fuiste cuando ya pasó el momento mientras la estabas sintiendo. La felicidad en verano es una gota de sudor que se reproduce en otra, que no para de caer por tu frente y que te quieres quitar de encima porque solo consigue que confundas su liquidez al llegar a tus ojos con las lágrimas. Celia intentó disimular las suyas cuando me soltó ese monólogo maldito que no logro quitarme de la cabeza. Me dolió porque eran verdades, pero por eso mismo no entiendo que lo haga, que consiga que me sienta una mierda más grande de lo que yo mismo ya me creo que soy, y en esto no peco por defecto precisamente. Sé castigarme, golpearme en las partes más sensibles de mi cuerpo y de mis sentimientos. Pero cuando consiguen el mismo resultado que yo los demás, me siento peor, como si dejara expuestas mis debilidades para que pudieran incidir en ellas de la manera más cruel que se les ocurriese. No puedo levantarme de la cama, en mi estado de duermevela miro al techo mientras por mis oídos entran los primeros acordes melódicos de la canción de Eels “I need some sleep”. Mi borroso techo me ayuda con la traducción y se deja escribir la letra encima: “Necesito dormir un poco, no puedo seguir así, traté de contar ovejas, pero hay una a la que siempre extraño, todos dicen que estoy quedándome estancado. Todos dicen “Solo tienes que dejarlo marchar”. Necesito dormir un poco, estoy totalmente absorbido, y las ruedas siguen girando”.

Me saco a la calle, pero no quiero empezar el día de la misma manera de siempre. No pasaré por Manuel Becerra a ver como los viejos que no son yayos adorables y que comparten sus experiencias y conocimientos, se siguen despertando a las siete de la mañana para coger sitio en esos bancos del demonio. Pocas cosas me producen más tristeza que ver a una persona solitaria sentada en uno de esos preciados muebles urbanos. La soledad manifiesta, la que no se puede disimular ni aunque seas un actor de Óscar. Eres el centro de atención de la amargura. El ser observado, y a este mundo no hemos venido a ponérselo tan fácil a los demás. Nunca debemos ser la “cosa” analizada. Jamás. Debemos ser el que analiza, el que se fija en lo que le rodea para sorprenderse ante ello, para encontrarse con bellezas que uno no esperaba, para volver a verlas otra vez porque algunas merecen ser grabadas en nuestra retina con el pegamento de lo que merece la pena volver a vivir. Y para conseguir estas cosas es imprescindible  estar en movimiento, que la vida nos encuentre siempre caminándola, deteriorando las aceras con nuestros pasos, que las suelas de nuestros zapatos se conviertan en su segunda piel.

Como dije antes, en vez de subir por Manuel Becerra, cojo la calle Alcalá y bajo hacia la plaza de toros de Ventas. Apenas unos pocos taurinos compran entradas para la corrida del siguiente domingo. Estamos en agosto y en el lado de la calle donde se encuentra la plaza el sol pega con fuerza. Los chinos capitalistas hacen fotos al monumento y a una estatua de un torero en el momento de ser cogido por el toro. Sonríen de la misma manera que hacemos nosotros cuando no entendemos algo y no queremos reconocerlo. La curiosidad mató al gato para que el chino pudiera comérselo. Dos chicas con “rastas” y uno con cresta colocan pegatinas en contra de la tauromaquia en la estatua y hablan de que ojalá les pasara lo mismo al resto de toreros y fueran corneados hasta la muerte. Curioso eso de defender la vida deseando la muerte de los de nuestra especie. No es bueno tener que justificarse, a mí no me gustan los toros y me parece un espectáculo salvaje, pero creo que hay otras formas de intentar conseguir que cambien las cosas. Los aficionados a este espectáculo no creo que sean seres inferiores o con capacidades menos empáticas que el resto de nosotros. Nada como la defensa de la libertad individual de la persona. Los de derechas estarán conmigo por esta defensa de su libertad para ir a los toros y proteger lo que ellos llaman la fiesta nacional, pero no quiero que se crean que estoy en su lado. También estoy a favor de una muerte digna y de la eutanasia cuando la vida ya no es un premio que te tocó sin jugar, sino una verdadera tortura, como la que sufre el toro en la plaza. Ahora serán los de izquierdas los que alaben mis ideas. Yo no estoy en ningún bando y jamás lo estaré, eso es lo que ellos quieren, que no tomemos nuestras propias decisiones y que no pensemos por nosotros mismos. Amo la libertad y las ideologías son lo contrario a ella. Puedo cumplir uno o varios de vuestros preceptos, pero luego coger alguno de la contraria, y amar y odiar cosas de una tercera distinta. No sirvo para estar encuadrado en nada, lástima de los que saben que lo están y no hacen nada para cambiarlo.

Toda esta digresión para intentar olvidar el daño que le hice a Clara. Lo más importante de la vida son las relaciones con las personas que queremos, con las cosas que nos hacen sentir bien, sin sentirnos juzgados, siendo libres e intentado ser felices durante algunos momentos. Debemos hacer las cosas que nos gustan sin sentirnos mal por ello. Esto no es el valle de lágrimas que les interesa a los de la Conferencia Episcopal. Yo no he venido a sufrir y si tú te sientes mal por intentarlo, por favor no te acerques a mí con tu toxicidad.

Celia, te imagino todavía dormida.  Por la ventana de tú habitación veo a un chino fumando apoyado sobre la barandilla de su balcón. La ceniza cae de manera lenta y los copos rotan y explotan formando hilillos grises que se pegan sobre la ropa tendida de otros vecinos. En el piso de abajo una pareja de enamorados, también chinos, se agarran las manos y miran al horizonte, están desnudos y la primera luz de la mañana amarillea aún más sus cuerpos desagradablemente delgados. Se han dado cuenta que los observaba y he despertado de mi propia imaginación asustado. Creo que lo que más miedo me da es la muerte de la imaginación.

La calle Alcalá se pone cuesta arriba para mí, como si de una penitencia se tratase por que no pudiera olvidar mis malos pensamientos sin ningún sentido que tenía sobre Celia. Entro en el barrio de La Concepción. Me pongo los auriculares para que la música me ayude a hacer más llevadera la subida, pero las canciones están para que no olvides lo que en ese momento taladra tu cabeza, o para que amoldes su letra a lo que estás viviendo. Había puesto la radio para no escuchar siempre mi lista de canciones. Es un programa sobre cine y éste iba sobre bandas sonoras. Keira Knightley empieza a cantar para la película Begin Again, la canción “Coming up Roses”, la letra me martillea los oídos: “Cuando tú estabas dormida, y yo ya estaba fuera caminando, las voces empezaron a hablar, y no paraban de hablar, había señales por todas partes, tenía mi cabeza dando vueltas, tuviste la razón todo el tiempo, algo tiene que cambiar, espera, porque no todo en esta vida son rosas. Sigo en la calle, buscando una canción que merezca la pena cantar, toda mi vida gira entorno de ello, eso que sigues persiguiendo, tuviste la razón todo el tiempo, pero soy yo quién tiene que cambiar, porque no todo son rosas”.

En el parque del puente Calero, los chavales se fuman sus porros mientras escuchan en sus móviles las canciones de C. Tangana, el vecino más famoso del barrio. Algunos días Puchito, como le llaman sus amigos, va al parque con sus colegas, y se beben unas cervezas y filosofan sobre todo y sobre nada, como cuando realmente se saca sustancia a las cosas. Los chavales le reconocen y se hacen fotos con él. Lleva una camiseta del club de boxeo Suanzes que explica lo fuerte que se está poniendo.

A la altura del metro de Quintana, hay una plaza donde los domingos la gente va a intercambiar cromos desde los años ochenta. Aunque parezca una cosa obsoleta en pleno dos mil dieciocho, la plaza se sigue llenando. Muchas personas llevan sus álbumes y sus hojas donde apuntan los cromos que les faltan, de colecciones de fútbol, mundiales, series de televisión, dibujos animados. Un mercado persa en pleno Madrid, con el mismo bullicio y el mismo olor a antigüedad.

En esa misma plaza se encuentra el Docamar, el bar con las mejores patatas bravas de Madrid. Aprovecho y aviso a un amigo que vive en la zona de las colmenas, que están al lado del parque Calero. Se les llama así por ese cuadro urbano de paneles, realmente feo, que componen las ocho mil viviendas de ese residencial. Es un conglomerado de diez bloques, donde viven más de veinte mil personas en la Concepción. Un compendio de viviendas masificado y con la misma estética que parece bonito por la total ausencia de belleza que posee. Pedimos unas cañas y nos ponen unas bravas de aperitivo. Están realmente ricas, logro olvidar momentáneamente a Celia. El picante en mis papilas gustativas dulcifica mis conexiones cerebrales. La cerveza también ayuda mojando esos cables y cortocircuitando mi yo más profundo. Ahora solo soy capaz de derramarme. Esta noche dormiré como un bendito sobre mi mar negro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Compartir
Artículo anterior«Silencio y gasolina» (capítulo 8)
Artículo siguienteHippies caídos
Mi nombre es Manuel Galvez Giral. Soy de Zaragoza y vivo en Madrid. Me gusta leer y escribir. Necesito leer y escribir. Me gusta aprender de quienes escriben mejor que yo, que por suerte es mucha gente, la mayoría. Sé que pronto publicaré mi primera novela. Lo que no sé es cuando. Quedé finalista del concurso de relatos del barrio de la Guindalera en Madrid hace un par de años. No podía ganar ya que no me había apuntado a los cursos de escritura creativa que organizaba la asociación cultural del barrio. Eran y son de pago. A mí no me gusta pagar para ser timado. He participado en un libro de relatos de autores aragoneses donde cada uno daba su punto de vista sobre cómo ve la tierra donde hemos nacido (Enjambre, editorial Comuniter). Soy zaragocista, y sobre todo me gusta ser merecedor de la confianza que se tiene en mí. No hay santa como la que te lo da todo y no te lo quita.