He quedado en el barrio de Usera con una amiga especial que vive allí. Se llama Celia y tiene pareja, pero ese es su problema. O el de los dos. Puede que no lo tenga claro o que lo tenga demasiado. Usera es el barrio chino de Madrid. Casi todos los comercios están regentados por ellos, tiendas de ropa, de alimentación, de electrodomésticos, joyerías, hay hasta una librería de libros escritos en chino. He entrado en ella y me he puesto a hojear los libros. He sentido lo mismo que cuando intento entender la poesía de Luis García Montero y muero en el intento. Hay que escribir como se vive y no ser un anuncio que solo lo compran los que no han estudiado el producto. Una mentira más grande que los premios de poesía donde él es el presidente del jurado, más que la catedral de la Almudena, esposa de dios todopoderoso.
Hace demasiado calor y los chinos salen fuera de sus locales a fumar. Exhalan un humo nublado e intrigante en el que se esconden. Un tabaco con olor a comunismo consumido a cada calada que le dan. Comunismo consumido es un concepto contradictorio y como tal me encanta. Hablan entre ellos a gritos y se pisan los unos a los otros, parece que no les interesara lo que diga el otro porque saben que es mentira o porque lo han escuchado muchas veces. Por el tono parece como si se quejaran de la situación que viven, el que parece que escucha lo que está haciendo es pensar de qué manera interrumpirle y con qué argumento. En un momento dado decide que ha llegado el momento y sin avisar pisa al que estaba hablando y se pone a hablarle pero sin mirarle, por supuesto. Lo importante no es que se te escuche ni que se te preste atención, lo fundamental es demostrar que no te interesa nada las quejas del otro y que ya tienes bastante con tener que haberte ido a miles de kilómetros de tu país para encontrarte con gente que huye como tú de un estilo de vida, pero que se han quedado anclado en él.
Un chino que sabe español se ha dado cuenta de mi papel de observador. “Si quieres te traduzco lo que están diciendo”. Le digo que vale, que mientras espero a que llegue Celia, una historia de chinos gritones puede ser más estimulante que lo que seguramente será escucharla a ella. Celia siempre se está quejando de todo, de su vida, de sentirse incomprendida, de si se ve gorda o gana poco dinero para todos los proyectos que tiene, que si sus tetas son pequeñas o sus manos demasiado grandes, en definitiva se está dando cuenta de que su realidad es la ficción más alegre que posee.
El chino que sabe español espera a que yo regrese de mis divagaciones, otra cosa no, pero la paciencia de los chinos en general es de un estoicismo encomiable. Otro chino acaba de colocarse en la misma esquina donde estamos nosotros. Lleva un bidé y dentro está lleno de arroz. El chino que sabe español me dice que todos los días sobre esta hora se sitúa aquí y vende ese arroz agridulce, melancólico, que echa de menos cuando su vida era una mezcla de sexo y escatología. Le pregunto si hay alguien que se lo compre y me dice que sí, que los chinos más viejos se lo quitan de las manos. No sé por qué pero no me sorprende la respuesta.
Le digo al chino que sabe español que no se vaya por las ramas y que me diga de una vez de que están hablando los chinos, mientras le guiño un ojo para que se dé cuenta que es una broma. Los chinos no suelen entender muy bien la ironía y se suelen quedar parados, petrificados, como si no entendieran porqué con la persona que han establecido un vínculo, aunque sea pequeño, de repente les hace una crítica. No entienden el contexto, en eso se parecen bastante a los toreros, a los futbolistas y a los curas, pero sin la excusa del idioma.
El chino, sonrojado, parece la bandera de España, Albert Rivera pasado de vino tras una insolación. “Estos dos chinos se están quejando de la poca clientela que tienen últimamente sus negocios. Dicen que los chinos de su misma condición económica no compran en sus tiendas sino que se autoabastecen ellos mismos y lo que no tienen lo encuentran en las tiendas de sus familiares. Malviven del poco gasto que hacen los españoles que viven en el barrio. Pero éstos solo compran las pequeñas cosas que se les ha olvidado hacer donde suelen hacerlo, o cuando se han quedado sin algo y lo necesitan de manera rápida. Critican sobre todo a los chinos ricos que viven aquí. Esos hacen sus compras en la calle Serrano, en Ortega y Gasset, en las grandes firmas de moda o en los supermercados gourmet. El chino rico es más capitalista que los americanos, pues tienen una razón para serlo. Los chinos somos clasistas, mucho más que vosotros y más envidiosos. La única diferencia es que vosotros os dais cuenta, lo veis, aunque no hagáis nada para cambiarlo. Puede que esta mirada nuestra que se cierra al despertar no ayude mucho”.
Celia llevaba ya un rato en el otro lado de la calle pero le hacía gracia mirar mi cara mientras escuchaba al chino y por eso no me avisó de que ya había llegado. Entramos en una especie de tasca cutre cuyo aire acondicionado era el aire abrasador que entraba de la calle a través de las puertas abiertas del local. En la barra solo hay un jubilado que bebe un vino y habla con el camarero. No es chino, pero como si lo fuera, no se le entiende cuando habla y en su pelo aceitoso se podría preparar el mejor de los patos laqueados. Todo se pega menos la suerte. El camarero aprovecha nuestra presencia para desembarazarse del jubilado y así poder atendernos. El señor aprovecha su soledad para hacer cosas raras. Entorna su mirada dentro de sus gafas, eleva sus ojos por encima de éstas en un escorzo imposible para mirarse las uñas de sus manos. Pone caras muy extrañas al hacerlo pero lo que consigue asustarme es que de manera incontrolada se le abre la boca y enseña los dientes con ira, como si fuera una hiena que intenta asustar a su presa. El “dientes de loco” acepta su nuevo mote repitiendo la acción cada pocos minutos. Celia acerca su taburete al mío y pone su mano en mi muslo para no caerse. No sé por qué decidí llevar pantalón corto cuando yo nunca los llevo si no es para hacer deporte. El pantalón corto en el hombre muestra una disfunción severa por parte del que lo lleva. La estética no cuesta nada y consigue cotas de felicidad que parecía que no había en ese lugar o en esa persona. Toda esta vuelta para decir que esa mano sobre mi muslo logró una excitación que solo consiguen las personas de las que solo te interesa su parte más sólida, metafísica, pero que su mente y su forma de ser te interesa igual que mirar a una pared blanca durante horas.
Celia no es una buena conversadora, por eso empieza hablando de su novio, según ella le es infiel y lo sabe a ciencia cierta. Lo insulta y lo denigra aunque yo sé que no lo va a dejar nunca, es tan aburrida su mente que necesita un conflicto tan simple como éste para darle un sentido a su vida vacía. Mueve su hombro derecho de una manera para ella sutil para hacer descender unos centímetros uno de los tirantes de la camiseta que lleva. Pretende ser sexy, que me fije en la leve planicie que nace de la meseta de su pecho. Tiene complejo pero a la vez intenta utilizar como arma lo que la mata y esparce sus sesos dentro de su espacioso cerebro. Llevamos varias rondas de cervezas y hemos cambiado a chupitos de ginebra. El “dientes de loco” sigue mirando sus uñas con odio, con una rabia desmedida, entorna tanto los ojos, que sus gafas apenas se sostienen sobre su nariz. Finalmente caen al suelo. Instantáneamente pone sus manos en los bolsillos del pantalón ocultándolas. Su mente no quiere ni puede ver lo que esconden unas uñas tan cambiantes. La mente de algunos seres es un misterio y menos mal que es así.
Salimos de ese garito que parece un reducto en este Madrid sofocante, sucio y desaliñado. Todo Madrid lo es. Un Madrid de uñas por los suelos y por los cielos, y que cuando están en sus manos a veces vuelan y otras se arrojan al vacío. Se ha hecho de noche, también en la oscuridad del cabello de Celia. Me besa y me coge de la mano y me lleva a su casa. Me dice que su pareja no vendrá en toda la noche, que hoy ha quedado con otra tía de las que se folla.
Su casa es pequeña y huele a humedades, pero son aguas que refrescan el tórrido ambiente. Me desnuda y apaga las luces del pequeño saloncito. No está a mi lado pero la siento cerca, en alguna parte detrás del sofá o junto al balcón con las mejores vistas al Pekín que cada uno lleva dentro en este barrio. Una llama alumbra el cuerpo de Celia, da una calada y me pasa ese cigarro mal liado. Entre las bocanadas el cuerpo de Celia cada vez es más sugerente y sinuoso. Me subo a su nube tóxica. La luz trae el placer culminado. Aire fresco que nos recuerda que nos acabamos de equivocar, pero que es lo único que nos hace sentirnos sanos. Celia acerca sus labios a mi oído: “Si no pensara sería mucho más feliz, si no tuviera órganos sexuales no estaría todo el tiempo al borde de la euforia y el llanto. Lo tenía todo pensado. Lo tendré para mí sola y me sentiré segura durante un rato. ¡Cómo necesito esa seguridad!, cómo necesito otra alma a la que aferrarme, aunque tú pienses que yo no tenga de eso. Necesito alguien en quien volcarme, lo necesito para descansar y confiar, para poder abrir el alma sin temor. Tal vez necesito a un hombre. De momento solo sé una cosa: todavía no lo he encontrado. Me gustaría querer a alguien porque me gustaría que me quisieran”.
Ha amanecido en China, Celia está dormida y me visto sin hacer ruido para no despertarla. Ya en la calle me pongo los auriculares y suenan las primeras frases de la canción de Cala Vento, “Isla desierta” que dice así: “No he crecido nada aquí, solo me conservo, pero he sido tan feliz durante tanto tiempo, no me siento solo aquí, tengo mis recuerdos, decidiste huir de mí, mordiste otro anzuelo”. Estoy llegando a casa y apenas ha aparecido la primera luz de la mañana. Todo parece mejor de lo que realmente es.