Hoy es el último día de mis vacaciones. Todo llega a su fin y es una suerte que así sea. Mañana comienza la rutina más larga del año. La condena elegida por el preso que no sabe que lo es. Los carceleros no necesitan abrirnos la celda, ya nos metemos nosotros solitos y les exigimos que no se olviden de cerrarnos con llave. Los más retorcidos rodean esa llave con una cuerda y nos la cuelgan alrededor del cuello. Saben que no huiríamos nunca. Muchos no sabrían dónde ir. Otros no saben siquiera si existe otro lugar al que poder ir. El preso perfecto es el que se cree libre y solo se queja si le obligan a tomar sus propias decisiones.
En mi caso, la realidad es la que yo decido. Solo soy libre cuando pienso y nadie se puede meter en mi puta cabeza. Mi cuerpo se prostituye en este trabajo de mierda que tengo. Pero mi cabeza siempre está en casa. Mi cabeza es mi hogar, el sitio donde descansar de hacer las cosas que me veo obligado a hacer porque soy un cobarde conformista. Soy el autómata perfecto, un robot perfeccionado por esta sociedad farisea, un actor tan bueno que a veces se lleva el papel fuera de la escena. Nunca sé cuándo la toma ha terminado.
Por eso lo único que me preocupa es no pensar. Perder la consciencia de espíritu. No darme cuenta que están constantemente engañándome, pero que si lo hacen es porque yo me dejo y nadie merece la pena como para luchar contra ellos. Ni siquiera yo mismo merezco nada mejor. Soy un tonto consciente, y por tanto peor que el resto que no creen que lo sean y puede que algunos tengan razón, aunque yo creo que son los menos.
Los finales solo sirven para resumir el ciclo que se repite constantemente. Solo cambia el lugar de la espiral donde lo dejamos. Somos la cobaya que busca la salida al laberinto donde vive y que cuando no la encuentra, su única decisión es en que habitación del mismo tumbarse a descansar. Vivimos en un bucle donde solo se sorprenden los valientes.
Vuelvo a Manuel Becerra. Los ancianos ejercen la “kale borroka”. Se parapetan detrás de sus preciados bancos. Lanzan sus muletas y bastones al ejército enemigo. Mi vecino vuelve a reconocerme: “Camba, ayúdanos a combatir a esos cabrones, que son carne de geriátrico, aunque no por mucho tiempo. Si se muriesen nos harían un favor enorme a los que queremos la paz en la plaza”. Le oigo y no puedo dar crédito. Llamarlos viejos es querer ser socialdemócrata. Una falsa equidistancia que mi anárquica mirada desprecia. Un “buenismo” propio del que necesita situarse en algún lado de lo establecido. No recuerdo como se llama mi vecino, pero como es lógico no le hago caso: “Os podías morir todos, dejar paso a la brisa fresca no contaminada por vuestro odio. Llevaos a vuestras tumbas vuestra toxicidad reumática, de huesos podridos por el polvo del tiempo pasado, llevaos los dos bandos y dejad a vuestros hijos ser libres de pensar cómo quieran sin que les metáis vuestras bilis mortalmente infecciosas en sus cabezas donde brota la libertad. Se pasó vuestro tiempo, aprovechad para descansar vuestras mentes retorcidas en esa eternidad que tenéis tan cercana”. Pronto llegará el invierno con su frío pegado a él, y ellos huirán de la plaza. Se esconderán en sus agujeros con forma de casa. Los bancos estarán tristes y vacíos como una vida larga que no ha tenido sentido.
Me suena el móvil. En la pantalla aparece la palabra Miraguano. Así es como se llama la librería de la calle Hermosilla donde seguimos ejerciendo la resistencia. Mi librero de confianza me dice que tiene una sorpresa para mí. Me da miedo viniendo de él. Conozco su sentido de humor tan maquiavélico. Antes me tomo un café en la cafetería Montesa, esperando a encontrarme otra vez con Millán de Martes y Trece, pero no está. Echo de menos su tristeza impostada en un humor absurdo y pueril. Cuando se mendiga el amor o la compañía es inevitable ridiculizarse. Hoy el café me sabe más amargo aún. Me despierta a una realidad demasiado distinta de la que me gustaría.
A través del cristal de la puerta de entrada a la librería veo que dentro está Millán. Pienso en que puede que él sea esa sorpresa que me prometió mi librero, es un cachondo que se divierte viendo las reacciones de la gente ante situaciones que no se esperan. Al fin entro, y veo como el humorista de tristeza mal escondida está pagando por un libro de Luis García Montero con el que ganó un premio de poesía concedido por él mismo. Ahora sí, esta es la broma que el librero me quiere gastar. El surrealismo simple y evidente pagando por la oculta falsedad. Millán me mira pero no me dice nada. Mi librero tampoco lo hace. El silencio envuelve mi extrañeza en un papel para regalo ilustrado por las hormigas que recorren nerviosas mi estómago. Millán se despide sin decir nada. Solo hace un gesto con la mano que mi librero le devuelve con una sonrisa medida en su alegría.
La intrigante electricidad del momento parece que ha terminado. La materia parece que vuelve a ser palpable y acaricio los libros de la sección de “los más vendidos” como quien toca a un gatito pequeño y debilucho, la estructura de ambos es poco consistente, endeble, sus cimientos se tambalean por la fragilidad de sus materiales.
“La sorpresa no ha sido para tanto”, le digo a mi librero, mientras logro olvidar casi al instante los libros que acabo de acariciar. “Esta no era la sorpresa”, me dice mientras recoloca el hueco de libros pertenecientes a ese autor que imagina con la izquierda y que cobra con la derecha. Ambidiestro como los jugadores más completos en el fútbol y los mejores trileros del parque de El Retiro o de cualquier plaza en la que huelan al pringado a cientos de metros de distancia.
“Si quieres te digo ya a qué has venido a la librería”. Le digo que no estaría mal que lo hiciera, que estoy en mi último día de vacaciones y que me gustaría elegir la manera de cómo lo malgasto. Me pone un papel en la mano con la que coge los fajos de billetes el poeta que sufre pesadillas donde Cervantes le dice nervioso y excitado: “No en mi nombre, Luis, no en mi nombre”.
En el papel solo aparece una hora y un lugar: ESTA NOCHE A LA UNA DE LA MADRUGADA EN LA BOCA DE METRO DE ARGUELLES. SABRÁS QUIÉN SOY.
El librero me pide que me marche, que no pregunte nada más y que es mejor así. No entiendo nada y por tanto es bueno hacer caso a la única orden externa y obedecerla. Nos despedimos con cordialidad. La sonrisa del librero ahora es enigmática, de dientes que parecen querer ocultarse para que no se les escape en su parte esmaltada ninguna información que se refleje en el filo de los mismos.
No sé adónde ir. Estoy totalmente despistado. Me pongo los auriculares y vuelvo a poner la radio como siempre que quiero concentrar mis pensamientos. Con la música solo consigo volar, sentir la libertad y rozar la felicidad, como solo lo logra la electricista elegida para compartir voltajes de baja y alta tensión. Mis oídos se deshacen ante una voz femenina que reconozco al instante. Me interesa el tono, la seguridad en su mensaje, esa lengua rosada que se mueve entre los resquicios de sus dientes para dar musicalidad a lo que dice. Es ella, mi doña Inés particular, el amor cuando es platónico y no tiene sentido. Me provoca paz, una calma de aguas revueltas, de un corazón que late y lucha por no ahogarse. A veces estoy de acuerdo con lo que dice y otras pienso que enloquece, pero que otra cosa es esto sino el amor verdadero y más cuando sabes que nunca se hará real. Si me “arrimase” a ella se perdería el influjo, la brujería correría el riesgo de cumplirse y por tanto dejaría de surtir su efecto. Me gusta alimentarme de las pócimas que ella hace para mí sin darse cuenta, sin saber siquiera que existo, que es de la misma manera en la que actuaría si me conociese. Una relación perfecta para dos personas que no se conocen ni quieren hacerlo.
Inés me ha hecho recordar a Celia, mucho más real y auténtica. Usera es un buen lugar para el amor cuando este se deshace en una habitación donde los vecinos son paisaje y apaisada mirada. China es un país demasiado grande como para detenerse porque lo hagan dos corazones equivocados. Aunque quiera, no logro olvidarla, quien te diga la verdad es quien de esa manera también te quiere. Siempre aprendo cuando ya es tarde y ese dolor no sirve para nada, ni tampoco puedes aprender de él. La busco en el “whatsapp” para preguntarle como está, pero su foto de perfil responde por ella. Ha vuelto a poner una en la que está otra vez con su pareja. Ella sale sonriendo de manera franca, auténtica, como siempre lo es. Él tiene la boca cerrada y los ojos le brillan con un fulgor tétrico. Pero ya es tarde, como siempre lo es. Solo existe el momento y este pasa rápido. Ya pasó. Y este, también.
Todavía falta para la una de la madrugada. No es fácil rellenar el tiempo cuando lo que esperas depende de él. Quieres que se dé prisa para que quiera llegar a su lado futuro. La distancia más corta entre la realidad y la esperanza es el aburrimiento.
Ha llegado la hora. La noche de hoy se centrifuga entre mis sienes palpitantes. Una chica rubia sube las escaleras de la boca del metro y me pregunta si soy Camba, le digo que sí, me da dos besos, me sonríe y me da el libro que lleva en las manos: EL AÑO DE LA RUBIA de Jesús Nieto Jurado. Estoy confuso, no logro entender nada de lo que está ocurriendo. Una rubia de belleza rotunda y fragancia envolvente me entrega el libro que llevaba años buscando y que sabía que estaba descatalogado. Logro recordar que hace poco lo volví a pedir en mi librería de confianza. Mis ideas se ordenan y voy logrando encajar poco a poco todo lo que está sucediendo. Deduzco que mis libreros han hecho las gestiones necesarias para conseguir el libro, pero sigo sin entender porque me lo ha dado esta chica y porque teníamos que quedar a esta hora. Noto una mano a mi espalda, es Jesús, el autor del libro, le conozco porque me gusta leer los artículos y columnas que escribe en prensa y que van acompañadas por su foto. “Camba, lo siento, acabo de salir de la redacción, en el periodismo no hay horarios, la noticia siempre aparece cuando el sueño y el cansancio son el tema sobre el que te has dormido”. La chica rubia besa en los labios a Jesús y no puedo evitar que me duela un poco. “Tus libreros consiguieron ponerse en contacto conmigo a través de la redacción y me gustó lo que me hablaron sobre ti, por eso quiero que tengas uno de los pocos que todavía no he regalado a las futuras rubias”, esto último me lo dice de manera susurrada para que no se entere la actual.
Jesús vive en este barrio sus “Días felices en Arguelles”, también “umbraliano” y dandy a su manera. Todo por el estilo. Todo es el estilo. Jesús es un dandy de gorra y pantalón corto, luce el verano con su elegancia característica. Dandy de barba a la que no la deja salir por completo, como a sus ganas de cambiar a “la rubia uno” por una rubia dos o tres o la que sea. En el garito donde estamos la variedad de la belleza es casi mayor que la auténtica en sí misma. Jesús me había demostrado que escribía mejor que yo y que también corría más, y por supuesto, liga mucho más que yo. Lo hace de manera también “umbraliana”. Seductor estruendoso. Un elefante que entra en la cacharrería de la mujer desordenándola aún más. La “rubia uno” se cansa de ser el olvido del escritor. La idea desechada hecha carne. Siempre llegan otras más brillantes y mejores, hasta que vuelve a convertirse en la olvidada y así sucesivamente. La rubia con los ojos emocionados me dice: “Me gustaría algún día llevarle un libro tuyo a otro hombre que lo buscase, sería señal que al final has podido publicarlo”. Le digo que ojalá, pero siempre y cuando el prólogo me lo escriba Jesús.
La “rubia uno” es mi musa durante la noche. En el caos del techo de mi habitación ambos dibujamos las sombras que nuestros cuerpos forman.
Ella se ha quedado dormida. Me siento en el lado de mi cama y miro hacia la ventana. Quedan escasas horas para volver a la rutina más larga del año. En el silencio de la noche se cuela una brisa fresca.
Tal vez nunca sea feliz, pero esta noche estoy satisfecho.