Leer el Capítulo 2

A pesar de todo tengo calor. Hay una terraza pequeña en una calle peatonal en pleno centro de Lavapiés. Me siento en una silla, solo y solitario como el sol, y como mi amigo Javier Ibarra en Zaragoza. Un grupo de treintañeros gritan y vociferan mientras se acercan hacia mí, no pueden disimular su españolidad. Me miran con condescendencia. No pueden entender que alguien se siente solo en una terraza y muestre de manera tan evidente su soledad y su hastío. Les hacen falta las dos sillas que me hacía compañía hasta que me las quitaron. En el edificio de enfrente unos obreros están trabajando en una obra. Vacían carretillas llenas de escombros y pedruscos. Sudan un calor de tres de la tarde en una calle sin árboles y sin techados amplios. Los de la otra mesa vociferan las vacaciones que van a tener. Sus viajes en cruceros, otros de rutas por Australia, los Alpes, Menorca. Reconozco a varios de ellos, son representantes de Podemos, y hablan de todo menos de a lo que se dedican.  La política a diferencia de las bicicletas no debe ser para el verano. Me parece oír a mi “abuelo” Fernán-Gómez, dándome permiso para mandarlos a la mierda. Ganas no me faltan. Llevan varias rondas de cervezas y sangrías. Son más pijos que los de Ciudadanos y además no tienen una musa como mi doña Inés. Muestran la misma prepotencia y distintas ideas, pero igual de rancias. La nueva política se ha teñido el pelo para que no se le vean las canas que comparten con la antigua. Los obreros les escuchan, les miran, piensan lo que han votado. Vuelcan sus mesas, vacían las cervezas en sus cabezas. Por fin una izquierda no domesticada. Pero yo me considero un anarco-individualista. Mi única ideología es la que ven mis ojos y siente mi corazón.

Me da pereza ir a Primark. Meterme en esa manifestación infinita que es la Gran Vía en verano. Los turistas salen a esta calle en busca del estrés que necesitan para sentirse vivos. Estoy convencido que si hay una segunda parte de “Cuando ruge la marabunta”, se haría en Madrid, en verano y en esta calle. Llego a la puerta del Sol, pisoteo el kilómetro cero, los turistas me miran como si hubiera cometido una herejía. Lo rodean y lo fotografían. No sé si se piensan que de debajo de él va a surtir una fuente de agua fría y potable o se elevará un ser superior o divino que los dejará con la boca abierta al hacer gala de sus poderes.

Subo por la calle Montera y las prostitutas abanican su poco vestida desnudez. La tristeza suda por sus ojos. Sus cuerpos lucen las quemaduras que los clientes consiguen apagar. Los chulos lo observan todo y la policía también.

En el Mcdonals de Gran Vía es donde queda todo el mundo. Es el lugar de espera, donde se conciertan la mitad de las citas y quedadas en Madrid. Un chico joven parece esperar a una chica. Impecablemente peinado, se airea la pechera del polo que viste. Una manera de refrescarse y comprobar si el desodorante sigue cumpliendo su función. El calor se lleva las fragancias y deja el sudor cuando el amor está a prueba. Esto también pasa en invierno. El amor es sudor siempre, como todas las cosas que suponen un esfuerzo o que dan calor. Ahora entiendo porque mi ex no ponía la calefacción en su casa el último invierno. Paso de entrar en Primark, pienso que su aire acondicionado me entristecería. Decido que estaré mejor en el calor de mi hogar. El amor a uno mismo mientras me asomo a la barandilla de mi terraza y la noche se va consumiendo en un suspiro de aire caliente que inhalo. Solo el primer bostezo de la mañana me hará deshacerme de él.

Pasan los días y el verano consigue que todos parezcan iguales. Las mismas ganas de hacer cosas. Por eso al final acabas haciendo las mismas. O muy parecidas. Once meses con la misma rutina consiguen que hagas una propia de las vacaciones, y más cuando te despiertas y ves que estás en el mismo sitio de siempre. Que lo primero que ves, es este techo que a veces desearías que se te cayera encima y otras en las que querrías salir hacia el cielo que lo oculta destruyéndolo al volar sobre él. La persiana bajada esconde una oscuridad que no es real. Se escuchan las cafeteras de los vecinos en plena ebullición. Los niños ya están aburridos, aunque se acaben de despertar y sea tan temprano. Saltan sobre los sillones y yo lo haría por la ventana, pero sé que es un trastorno temporal que sufro y que en dos semanas se curará. Septiembre es la alegría del que se conforma con no sufrir lo que  puede evitar.

Los ancianos de la plaza siguen con sus peleas por los bancos. Sus mujeres les miran avergonzadas, pero no hacen nada para cambiar las cosas. Hablan de sus temas, de lo que han crecido sus nietos y lo listos que son. Ellos mientras expulsan su testosterona vieja. Uno de ellos le ha quitado la grapa al ABC, eso solo puede significar que la cosa se pone seria. Esparce las hojas a lo largo del banco, la sección de esquelas hará de almohada, la muerte es lo único que no olvidan sus cabezas guerreras, el resto de los papeles cubrirán el banco de manera aleatoria, y se tumba sobre él. Amenaza con no levantarse de él en todo el día. Uno de los que está de pie me reconoce, es un vecino mío, concretamente el que vive en el piso de arriba. Mi primera víctima, si al fin pudiera cumplir mi sueño de atravesar mi techo. “Que pasa Camba”, me dice, mientras parece que busca algo en sus bolsillos con lo que hacer daño al que sigue tumbado.

Así es como me llamo, o mejor sería decir que así es como me llaman, Camba. Me gusta, es corto, anárquico, suena a apellido de hombre talentoso, pero un poco vago. Ojalá fuera ambas cosas, o por lo menos una de ellas. Me da igual cual.

Hoy decido que es un buen día para no saber a dónde ir. Quiero estar lejos de casa.  Ejercer de “flaneur” de manera canónica. Pasear mi ciudad y saber que este es un arte que se lleva a cabo por placer. Huart en “Fisiología del flaneur” habla que es un ser esencialmente virtuoso que la mayor parte del tiempo no está pensando en nada. Por tanto, tampoco puede pensar en nada malo. El flaneur no contempla cometer el más pequeño delito. Es más, seguro que no lo ha cometido jamás. Por eso no tiene miedo a que se le vea a plena luz del día caminando por las calles.

Buenas piernas, buenas orejas, y buenos ojos: esos son los principales atributos físicos con los que debe contar el perfecto flaneur.

Buenas piernas para recorrer con zancada amplia los paseos, las veredas, las plazas y los bulevares.

Buenas orejas para no perderse ninguno de los ingeniosos comentarios o las estupideces que se pueden oír a las catervas que pueblan cada día los lugares públicos.

Buenos ojos para observar a cada bella tendera, a cada cara grotesca, a todos los carteles barrocos y a todas las finas piernas con las que un flaneur se encuentra en el curso de su errancia.

Los poetas y los artistas quizás sean los únicos con corazones y piernas verdaderamente dignas de un flaneur.

Cuando digo poetas, no me refiero a que sepan rimar poemas épicos, hay que sentir la poesía, hay que tener corazón cosa aún más escasa que difícilmente se soluciona con el diccionario de las rimas. En fin, hay que tener imaginación.

El flaneur compone una novela entera con solo encontrarse en el autobús con una mujer que se cayó del cielo, y en el instante que le sigue se confía a las más altas consideraciones filosóficas, sociales y humanitarias, sin dejar de admirar como con educación hasta unos simples escarabajos se baten en duelo como si fuesen el mismísimo San Jorge.

Como regla general, uno nunca debe vagabundear pasada la medianoche. El día es suficientemente extenso si se sabe emplear, y nada como la claridad del sol para observar los mil detalles que se presentan a cada paso ante los ojos del flaneur. De noche, cuando la luz tenue de las farolas titila, no podemos leer todos esos maravillosos carteles rojos, amarillos, blancos, verdes, que cubren las paredes de las ciudades.

El flaneur es el único hombre feliz que existe en la tierra, y es que aún no ha salido el caso de uno solo que se haya suicidado. El verdadero flaneur no se aburre jamás, se basta a sí mismo y encuentra en todo lo que tiene delante algo con lo que alimentar su inteligencia. Resumiendo todo lo que Huart dice que se necesita para ser un flaneur se da en  las siguientes cualidades:

Ser alegre cuando es posible.

Reflexionar cuando es necesario.

Observar siempre.

Algo de originalidad.

Una mente despierta.

Un poco de formación.

Y sobre todo, una capacidad de suspender la conciencia.

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Mi nombre es Manuel Galvez Giral. Soy de Zaragoza y vivo en Madrid. Me gusta leer y escribir. Necesito leer y escribir. Me gusta aprender de quienes escriben mejor que yo, que por suerte es mucha gente, la mayoría. Sé que pronto publicaré mi primera novela. Lo que no sé es cuando. Quedé finalista del concurso de relatos del barrio de la Guindalera en Madrid hace un par de años. No podía ganar ya que no me había apuntado a los cursos de escritura creativa que organizaba la asociación cultural del barrio. Eran y son de pago. A mí no me gusta pagar para ser timado. He participado en un libro de relatos de autores aragoneses donde cada uno daba su punto de vista sobre cómo ve la tierra donde hemos nacido (Enjambre, editorial Comuniter). Soy zaragocista, y sobre todo me gusta ser merecedor de la confianza que se tiene en mí. No hay santa como la que te lo da todo y no te lo quita.