Hay que volver a casa y resguardarse. Esconderse en la soledad de tu casa, en la oscuridad interior de sus cuatro paredes, la exterior esconde demasiadas luces de celebraciones en terrazas hasta las tantas. Ellas llevan vestidos sin mangas, otras camisetas escotadas y pantalones o faldas cortas. Están bellas y lo saben. A mí me refresca verlas su felicidad estacional. Las noches veraniegas parecen mágicas a través de sus ojos, pero tristes cuando sabes que es difícil que se junten con la tuya, que se crucen en algún lugar nuestras imaginaciones, aunque el mejor sin duda sería la realidad. Sé que es difícil, pero a mí lo que me gustaría es encontrar a  mi chica de la terraza, sola, que pareciera que hubiera estado esperándome allí toda la vida. Pero sé que eso no es fácil, ninguna mujer va sola a una terraza, o van con su grupo de amigas o con su novio aburrido. Por eso este verano, las noches serán una casa demasiado reconocible para mí, donde todo es soledad y comodidad a partes iguales. Soy como un divorciado, pero infeliz. Un tipo que está de Rodríguez todo el año y que se siente solo en verano y que sabe que lo está el resto del año.

Hoy ha amanecido corriendo una ligera ráfaga de viento por la ventana que hacía bailar a los calcetines que tenía colgados en el tendedor. Un pájaro ha picoteado uno de ellos para que juntos formaran la pareja perfecta. Eso me ha hecho recordar que debería cortarme la uña del dedo gordo del pie derecho. Me he puesto las zapatillas de estar por casa y esto ha conseguido que me olvidé de mis pies y de sus uñas. El pájaro ha seguido por la cuerda mirándome de manera desafiante. De todas maneras he salido a la calle para desayunar dejando los calcetines colgados. Ese pájaro ha decidido donde iré en mi segundo día de vacaciones, seré un turista más e iré a la calle Gran Vía a la tienda que tiene Primark allí. Cinco pares de calcetines a tres euros y un montón de chicas guapas probándose mini pulls y otras prendas igual de poéticas me parecen razones más que suficientes.

En la plaza de Manuel Becerra, los jubilados ya están ocupando sus bancos. Tienen los ojos rojos, hinchados, la sed de venganza no les deja dormir y las ansias de posesión tampoco. Como las bandas callejeras defienden su territorio a capa y espada. Uno de los ancianos otea hacia el horizonte mientras espera a sus colegas. Lo hace mientras se prepara para su primer movimiento en el banco, separar las piernas para ocupar más espacio. El señor debe cobrar una pensión de mierda por la poca calidad de sus pantalones por la parte que debería esconder su arrugada y expandida zona testicular. Digo debería, porque se le ve un testículo que se pierde en un descenso hacia su rodilla. Seguro que los ha comprado en Primark. No me importa, de todas maneras iré hoy a ese imperio de ropa barata, la ropa será de mala calidad pero por lo menos mis bajos sentirán una brisa Tarifeña muy relajante.

Hoy en el bar donde siempre desayuno, en la calle Hermosilla, no está Millán Salcedo y consigo comerme la tostada tranquilo y sin avergonzarme. El camarero me pregunta si no me voy a ir de vacaciones a algún sitio y le contesto que ya estoy en alguno y que si quiere que me vaya a algún otro perderá a un cliente. Se está mejor en esta cafetería que en La Manga, te lo puedo asegurar, le digo. El camarero asiente, pero no lo hace muy convencido. De los tres camareros, esté es el menos espabilado. Entiendo que para él ese bar no sea un lugar de recreo, pero no me estaba refiriendo a ese lugar en concreto, sino como concepto de que cualquier lugar es bueno mientras lo hayas elegido tú. Ya sé que es tú lugar de trabajo, no insultes mi inteligencia. Hoy se ha quedado sin mi miserable propina. Ha conseguido que me sienta mal por partida doble.

Voy a ver a mis libreros, están ordenando las últimas novedades que les han llegado. El verano es una época tranquila después de la feria del libro en El Retiro que termina a mediados de junio, donde todos los sectores del libro trabajan de manera exhausta durante casi tres semanas. Uno de ellos me dice que debería dejar de pasar tanto tiempo en la librería y que sería mejor que ocupase mi tiempo en escribir. Me proponen escribir la biografía inventada y novelada de Inés Arrimadas. Cómo saben tocar mi sensibilidad. Mi mito romántico se merece eso y más. Marilyn Monroe estaba matándose o eso parece con la edad que ahora tiene mi amada aproximadamente. Hay amores que nacen de un suicidio por escrito como éste. Le digo que me lo pensaré, pero que es muy difícil escribir sobre la belleza cuando no tiene nada detrás, que puede quedar una historia muy corta, que como mucho puede dar para un poema escrito por una “youtuber” de éxito.

Cada vez que voy a mi librería me gusta ponerles en un compromiso. Pedirles libros que son difíciles de encontrar, para encontrar uno de una editorial grande ya está el Corte Ingles o La Casa del Libro, o la mejor opción, las bibliotecas. Es la más económica y un acto de justicia poética con éstas. Les pido “El año de la rubia” de Jesús Nieto Jurado. Me dicen que está descatalogado y que la editorial cerró hace unos años. Es un libro que me interesa desde hace tiempo, su autor es lo más parecido que he visto a Umbral, pero con una prosa más viva y corredora. Suda estilo, dibuja pases de pecho sobre sus frases monumentales. Les digo que lo quiero, que lo necesito para saber qué es lo que quiero hacer cuando busco escribir algo que se acerque a la excelencia. Mi librero deja de hacerme caso, me da por imposible, está cansado de que le pida libros moribundos, enterrados. Es bonito ser un desenterrador de libros, el que busca hacerles la reanimación, el boca a boca más íntimo, pues es evidente que el otro no funcionó. Mi librero hace el último intento y busca en el ordenador en la página de las librerías de viejo. Tampoco encuentra nada. Nada más literario que los libros que existieron y que ya no son. Querer leer algo que parece que se ha borrado hasta hacer ver que nunca existió.

El librero me dice que me arriesgue, que lea alguna de las novedades comerciales que ha colocado en los lugares preferentes. No me interesan las novedades hasta que no se hacen viejas. Escritores comerciales muy malos ocupan los lugares más destacados. La mayoría tienen barba. Sesentones aburridos de sí mismos y que quieren que sus lectores también lo sepan. El colmo de su ego. Algunos viven fuera y otros hace poco que volvieron con su mujer. Otro es un treintañero como yo, ve siempre la botella medio vacía y carece de maña. No es Alberto Olmos, primero porque ya es cuarentón, lo siento pero es así, y segundo y sobre todo porque me encanta como escribe.

Salgo de la librería feliz y sin libros, como casi siempre. Cojo el metro. Quiero ir a Lavapiés a pasear por sus calles y plazas. Las personas con las que comparto el vagón miran las pantallas de sus móviles. Ninguna que comparta su mirada con la mía. Alguna mujer lo hace pero enseguida la desvía y tuerce levemente el gesto. Se mira su escote pronunciado y se lo sube como respuesta. Debe pensar que mis ojos tienen un super poder y son capaces de fijar la mirada en dos sitios a la vez. Es lo que yo llamaría el estrabismo ilustrado. Los hombres no sabemos disimular, cuando miramos unos pechos lo hacemos de manera sincera y clara, con un disimulo caballeroso, a no ser que seas un hombre embrutecido y hambriento. De la misma manera que lo hacemos cuando queremos captar su mirada. Cuando lo conseguimos, ambas miradas quedan congeladas. El polo norte en una imagen fija. El deshielo solo lo logra su guiño.

En la plaza de Lavapiés, el bullicio de la mañana se esconde en una multitud de lenguas y colores. Sabe a restaurante indio y paquistaní. A multitud de especias y especímenes de dos patas. Algunos africanos me ofrecen costo y alguna otra droga. No fumo porros desde el siglo pasado pero decido comprarles un par de fichas. Veinte euros tirados a la basura sino fuera porque servirán para que este hombre pueda enviar algo de dinero a su familia. Una miseria y eso si llega todo y no se queda por el camino de las mafias que le suministran las sustancias.

Camino por la calle Argumosa y me meto en un bar a refrescarme un poco. No tiene aire acondicionado y tampoco funciona la extracción de humos. La fritanga nubla el techo y llena de manchas de aceite y de las verdaderas caras de Bélmez el cielo del local.

Me pido una cerveza. En la televisión mujeres siliconadas y hombres vigoréxicos se magrean y se restriegan, mientras otras y otros con sus mismas virtudes les insultan y les gritan. Necesito ir al baño. Una vez aliviado, puedo seguir mirando el programa. Pido otra cerveza y ahora sí,  me entran ganas de orinar. Al otro lado de la barra, el típico buscavidas berrea en voz alta sus palabras infecciosas. Comenta al resto de parroquianos del tugurio que cobra una pensión porque sufre una enfermedad degenerativa. Que en el supermercado le regalan algunas cosas porque esa paga es pequeña. Pero dice que él no quiere limosnas. Se levanta la camiseta y muestra un paquete de arroz que esconde entre el pantalón y su estómago. Se vanagloria de que lo ha robado y lo coloca sobre la barra de manera contundente, un golpe que ha desestabilizado mi botella hasta hacerla caer al suelo. Me pide perdón y le dice al camarero que me sirva otra cerveza, que me invita. Pide otra para él, y deposita un billete de cinco euros encima del paquete de arroz para que se cobre. Sabe que los vicios hay que pagarlos al contado y que las necesidades hay que conseguirlas como sea.

El ruido de la calle sale a mi rescate, subo por Ave María, me espera una amiga en El Dinosaurio. Es un lugar multidisciplinar. Restaurante en las comidas y cenas. Bar de desayunos y de cervezas por las tardes. Refugio para letraheridos, amantes de la poesía, donde hacen presentaciones y jams donde poder leer tus textos. Christina, que es como se llama mi amiga, ya me está esperando dentro. Su tez blanca, lunar, odia el sol como no podría ser de otra manera. Lunar como el que tiene encima de su labio superior. La única selenita que conozco que piensa que no desentonaría en su territorio. Está escribiendo una canción en una servilleta, la susurra mientras vibran los cráteres de sus ojos. En cuanto me ve logra bajar a la Tierra. Le cuesta, está mareada, como si se hubiese fumado toda la “mandanga” que tengo en el bolsillo de mi pantalón. Christina me dice que se ha estado pensando lo de escribir un libro de poemas. Se lo propuse la última vez que nos vimos en este sitio. Siempre me ha gustado motivar a la gente a hacer lo que le gusta y más cuando se ve a simple vista que tienen talento para ello. Aquí no se viene a sufrir ni a un valle de lágrimas, aunque haya religiones que les interese que pensemos así.

Christina no tiene pareja ni ganas de volver a tenerla. A mi ella me gusta, me intriga, pero creo que yo tampoco sería bueno para ella y seguramente ella no lo sería para mí. Sé que nos haríamos daño, pero me gusta estar con ella. Disfrutar de lo que duran nuestros momentos juntos. La pulsión sexual es casi inexistente. Los dos sabemos que nos conformaríamos con hacer juntos su viaje de vuelta a la luna. Aunque yo luego cogiera otro seguido para regresar a este trillado lugar. Christina me mira y siento como sus cráteres me dicen: “Confórmate con ser el verso no escrito de mi poema inacabado”.

Christina me ha vuelto a hacer un favor y al despedirme me ha dejado un picahielos recién  utilizado junto al corazón. Me siento destrozado y protegido.

Compartir
Artículo anteriorSilencio y Gasolina: Capítulo 5
Artículo siguienteAntíbula, en las antípodas de ‘Patria’
Mi nombre es Manuel Galvez Giral. Soy de Zaragoza y vivo en Madrid. Me gusta leer y escribir. Necesito leer y escribir. Me gusta aprender de quienes escriben mejor que yo, que por suerte es mucha gente, la mayoría. Sé que pronto publicaré mi primera novela. Lo que no sé es cuando. Quedé finalista del concurso de relatos del barrio de la Guindalera en Madrid hace un par de años. No podía ganar ya que no me había apuntado a los cursos de escritura creativa que organizaba la asociación cultural del barrio. Eran y son de pago. A mí no me gusta pagar para ser timado. He participado en un libro de relatos de autores aragoneses donde cada uno daba su punto de vista sobre cómo ve la tierra donde hemos nacido (Enjambre, editorial Comuniter). Soy zaragocista, y sobre todo me gusta ser merecedor de la confianza que se tiene en mí. No hay santa como la que te lo da todo y no te lo quita.