Juan Eslava Galán nos habla de “La vida cotidiana en el Madrid de los Austrias del siglo XVII”
El pasado viernes 12 de noviembre tuve la oportunidad de hacer un viaje en el tiempo. La experiencia fue tan agradable y a la vez recomendable, que compartirlo con vosotros se hacía necesario.
Sobre las 19 horas, el que actuaba como copiloto Antonio Pérez Henares encendía los motores hasta un día cualquiera del año mil seiscientos y pico, dando paso al comandante de la expedición Juan Eslava Galán quien, con su habitual tono amable y desenfadado, consiguió que nuestro recorrido por el siglo XVII fuera de lo más divertido y entretenido.
Juan Eslava comienza su intervención situando a Madrid como capital del reino por orden de Felipe II. Aquel rey dueño de un imperio donde no se ponía el sol, eligió un lugar donde el rio Manzanares era considerado por Quevedo como un arroyo y las casas formaban poco más que una aldea. Pero claro, alguien como este rey debía tener poderosas razones para establecerse aquí.
A favor: el aire puro que le protegería de las sucesivas epidemias, a las que llamaban pestes fuera el que fuera el agente causante, un lugar estratégico situado en el centro de la península y la abundante cantidad de agua proveniente de numerosos manantiales subterráneos.
En contra: la escasez de viviendas para todos los miembros de la Corte.
Solución: el rey creó las regalías o cargas de aposento, por las que los habitantes dueños de casas divisibles estaban obligados a ceder parte de la misma a tal cantidad de cortesanos. Con lo que el rey no contaba es con la picaresca española quienes inventaron toda clase de subterfugios como por ejemplo, construir la casa de modo que no fuera del agrado de los inspectores reales o acondicionar las ventanas de plantas altas a modo de habitáculos de almacenaje o similar.
Mientras Eslava Galán nos habla, yo no puedo evitar imaginarme en las calles de Madrid. Para ello haré caso a sus enseñanzas y comenzaré por el ropaje, más que nada para evitar la suciedad que en los suelos pudiéramos encontrar. Con ello nos refiere el piso de tierra, enfangado en invierno y por otro lado, protegerme de un intempestivo y a la vez tan habitual “agua va”, que pudiera arruinarme el día. Para ello lo más conveniente sería calzar unos chapines (zuecos donde introducías los pies con tus zapatos y que te alzaban unos centímetros del suelo), vestir un guardainfantes (falda que utilizaban las mujeres compuesta por un armazón de aretes metálicos, cintas y ballenas, capaz de esconder preñeces no deseadas e incluso olores y hedores resultantes de la escasa higiene del momento), bueno… yo he de decir en mi favor que lo único que busco con dichos vestidos es emular, aunque solo sea por unas horas a las meninas. También nos habla de la distinción y elegancia que aporta a al atuendo si se incluye en el mismo, tejidos en un negro definitivo resultante de teñirlos con palo de Campeche (planta tintorera procedente del Yucatán). Este color tan utilizado por Felipe II, los nobles, gentes adineradas del momento y prohibitivo para las clases modestas, era la última moda de la época. Eso sí, después de escuchar lo incomodas que debían resultar las lechuguillas (vistosos cuellos ondulados y almidonados), me niego a colocarme una. ¡Ah! Que no se me olvide un buen sombrero de ala ancha, que me parece haber visto alguien asomándose con un cubo.
Ya vestida para la ocasión, continúo escuchando atenta a nuestro ponente, quien por cierto nos tiene totalmente subyugados a su prosa. Puedo ver las calles plagadas de numerosos vendedores ambulantes ofreciendo caramelos o fruta escarchada y hasta algunos hombres, que con el afán de cortejar a sus damas, les compran todo tipo de antojos.
Me pregunto ¿qué comerían estas gentes? Entonces el escritor nos habla de posadas, de bodegones y casas de gula, donde probar los manjares típicos como una olla podrida acompañada de vino aguado, un confitura de corteza de naranja o chocolate (este último al parecer volvía locos a los madrileños de entonces quienes le atribuían vigorizantes poderes). Estoy indecisa pero la duda se resuelve cuando nos cuenta como desaparecieron las empanadas del menú. Surgió la costumbre de abrirlas y rezar un responso ante la carne que albergaban en su interior. Parece ser que el numero de ajusticiados era bastante alto y … en fin prefiero no elucubrar sobre el tema. Será mejor almorzar en una casa más apropiada a mis gustos culinarios donde sirvan el carnero de los nobles y no me den gato por liebre.
Eslava relata a través de anécdotas e ingeniosas frases, varios lugares para visitar hasta la noche donde, a partir de ese momento, el teatro ocupara nuestro tiempo. Fiel a sus narraciones voy recorriendo el Paseo del Prado, donde distinguidos caballeros intentan cortejar a sus damas en carrozas que les imprimen alto tronío. En mi imaginación, alquilo una de ellas y ordeno al chófer me lleve a alguno de los cuatro Mentideros. Al final elijo pasar por el de la Calle Postas y el de San Felipe donde poder escuchar los chismes, los dimes y diretes, rumores e incluso la marcha de la economía mundial.
Tras el de San Felipe y como la Plaza Mayor queda bastante cerca, me traslado a tan imponente lugar de la capital para ver, como ya antes leí en los libros y ahora me cuenta Eslava Galán, los ajusticiamientos, los autos de fe, alguna corrida de toros y el ir y venir de una zona tan emblemática.
El viaje va tocando a su fin, pero no nos podemos marchar del siglo XVII sin acudir al teatro. Acompañada por la voz de Juan, monto de nuevo en la carroza y nos dirigimos al Corral de la Pacheca, luego llamado del Príncipe y ahora Teatro Español, aunque dudo si también ir al de la Cruz. Nuestro Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora o Calderón se dejan ver por allí, unos a través de sus obras, otros en persona. De repente, ¡sorpresa! En el último momento deben sustituir a la actriz principal, una tal Calderona, porque el mismísimo rey la requiere para no se que asuntos de vital importancia. En fin, si no puedo verla, regresaré de nuevo a la máquina del tiempo.
Otra vez estoy en la Casa de la villa del Madrid actual, donde me doy cuenta que llevo sentada más de una hora, que el tiempo ha volado y que ojalá, pronto pueda volver a escuchar una conferencia tan magnífica.