Cada tarde, mi abuela, que vive en la misma calle que mis padres y yo, viene a visitarnos. Se sienta en uno de los sillones del salón y comienza a suspirar. Coge grandes bocanadas de aire y lo suelta, acompañado de un pequeño quejido que he acabado por denominar: “el sonido del lamento”. Suena poético, pero no lo es. He dejado de romantizar el sufrimiento. He dejado de escucharlo e inspirarme en él, porque de verdad, acaba por consumirte.
Viene, suspira ese lamento, y comienza a contarnos desgracias que ha escuchado en la calle, desgracias de nuestra propia familia, desgracias de ella. Dolores, achaques, enfermedades, preocupaciones. Culpas de todo tipo, preguntas a Dios de por qué tanta desdicha concentrada. Y cuando no hay nada cerca, se tratan las guerras, las hambrunas, las muertes de famosos o conocidos de algún familiar en la otra punta del mundo.
No es ella, no. Ella no representa para mí lo que cuenta o dice, eso viene de su manera de ser, de su preocupación inherente, del querer controlarlo todo y sentir en sus manos y sus piernas la ausencia de fuerza para tirar de todos nosotros. En realidad, hablo de otra cosa.
En realidad, quiero hablar de otra cosa.
Lo que quiero tratar es la literatura del dolor.
Los libros que más me han gustado, los que más he disfrutado, los que se verdad me han marcado, han sido siempre en torno a la pena.
No podría decir que la búsqueda de títulos la he enfocado hacia el drama, pero sí admitir que cuando he llegado a uno, ha sido para adentrarme plenamente, de manera inconsciente, por ser un lugar común en mi educación.
Empatizar es un ejercicio agotador. Acaba por adormecer los sentidos. Es como si cada dos segundos una punta de lápiz pinchase la yema de tu pulgar; llegados a cierto momento dejarías de notarlo.
No es esto una proclama en contra de la literatura de contenido emocional. Sería cavar mi propia tumba editorial. Es más bien un pensamiento en voz alta acerca del hacerme consciente de la razón de mi goce con ciertas cosas.
Unos colores, unos edificios, una época del año, una manera de hablar, una canción, ciertos sabores. Todo habla de educación, todo habla de recuerdos.
Yo busco en la literatura lo que soy. Lo que he vivido.
“Esta vida se les va llenando de vacíos.
Se han limpiado tantas veces de sangre
las almas y la boca, han resistido
la cencellada y los sabañones,
el peso de la pala enferrujada que cava
para sus propios difuntos, saben bien
que no hay lumbre para el niño que agoniza.
Esta vida se les va llenando de vacíos.
Me dice mi padre que en estos campos
mudos aprenda a acallar las palabras
porque todo lo que no es silencio, hija,
acaba por ser aullido”.
En este poema, Maribel Andrés Llamero, me coge de la mano para pasearme por su imaginario: ese que cuenta su vida, su crecer, su niñez o adultez. Aquí se mezcla todo, una voz autoimpuesta a un padre, un sentido a la tierra que se cava, a los objetos, a los sentimientos. Si son reales o no ya queda en el que está al otro lado. Yo, en mi caso, le doy la veracidad de la lágrima que me acabo de secar. Yo he estado ahí, sea donde sea que esta esto. Y eso, eso es literatura. Y eso, eso es dolor.