Ya lo decía Foucault: “El hombre ha muerto”, en una posmodernidad de un existencialismo lúcido –tal vez como la lucidez del océano Pacífico-. El hombre ha dejado de creer en el hombre que es, desde sus viajes en aeropuertos invisibles, las calles que visita como un Sísifo con la piedra aspirando llegar a la cima, el cansancio con que vuelve del trabajo –aunque esté empleado en una compañía de Correos-, la búsqueda de un amor en el que no cree –ha dejado inevitablemente los sonetos petrarquistas-, el tiempo que ya no es tiempo, sino la velocidad de un regreso hacia ninguna parte, el coche que se compra cada dos años, la muerte que le viene en una vida que está muerta, la belleza que expulsa como si fuera el delito de su grito, como se expulsan a los niños terribles de los colegios privados. Eso creo. Hay una defunción perenne que va desde las zapatillas Nike hasta los bebedores de whisky. Llega el mediodía. La luz ilumina las ropas, algo que no es creíble, la enfermera aplica una prótesis a un caballo herido. ¿Quién tiene la culpa? A veces es necesario morir de amor que acudir a los campos de fútbol.
Acudir a alguien para darle la mano, pero esa mano ya está dada, ya está prometida para otro. Silencio. Es la hipocresía la que habla: rencores de ayer que regresan como un Prometeo que se ha desencadenado. Pero nadie duda. Sin embargo, la duda nos hace libres, porque desteje la luz que nos oprime. ¿Quién no se siente inseguro ante un mundo que sólo da la mano? Bienvenida tristeza. Sólo el hombre triste quedará redimido ante las puertas del Empire State. Es la vanidad la que nos confunde, con sus geometrías que vencen el miedo o la desesperación. “Hombre libre, amarás el mar”. Pero Baudelaire también estaba desesperado, como tanta gente, como tantos que somos, demasiados quizá, porque ya no hay ginebra para todo el mundo, únicamente paciencia, ingratitud y una cierta añoranza por el pasado.
Silencio. Es la hipocresía la que habla: rencores de ayer que regresan como un Prometeo que se ha desencadenado. Pero nadie duda. Sin embargo, la duda nos hace libres, porque desteje la luz que nos oprime.
La vida no es buena, porque… Hay un pulso herido detrás de cada hoja. Un día con sol. Otro día sin sol. Una tarde con mujeres. Otra tarde con hombres. Pero. Pero los hombres y las mujeres no son iguales, porque los diferencia la edad y la inteligencia. Y una intuición que hace de la mujer un sombrero bello sobre el verde de Hyde Park. Todos estamos abocados a morir lentamente, mientras el mundo nos va poniendo, nos va poniendo paraguas en los ojos. Llueve. Quizá. No sé, mira, parece que está lloviendo, pero no es verdad, porque hace ya mucho tiempo que la lluvia se fue con las porcelanas chinas, y sólo nos hemos quedado con el sol, que abrasa y abrasa, incluso abrasa, hasta fruncir su ceño contra los turistas que salen de los hoteles. Todo es turismo. Un turismo de días que no llegan y tiempo que no ocurre, porque el láudano nos ha dejado sin aquel tiempo que éramos, que fuimos, que nos llevaba entre sábanas holandesas. Todos los trenes se han ido. Entonces, ¿qué esperamos? ¿Por qué permanecemos de pie en vez de sentarnos en las mesas de los billares? Somos Roma. Un grito hacia Roma. Un descuido. Una fricción. Un momento sin instante, algo parecido al sonar de las campanas de la Iglesia de la Cúpulas Doradas de San Miguel sin escuchar su clamor. Hemos dejado de oír. Hemos dejado de escuchar. Hemos dejado de sentir el mensaje que se origina de isla a isla, la humedad de la Historia, la libertad de los sedantes.
Un automovilista toca el claxon cuando un camarero del Hotel Palace intenta aparcar. ¡Qué locura el tráfico! Jauría humana en medio de la metrópolis. Hombre contra hombre en una ciudad que desciende por el tobogán de las hojas marchitas. ¿Quién nos ha enseñado a insultar? Palabras atroces de un lado hacia otro. Palabras que huyen del Paraíso de Dante, de Lezama Lima. Un encuentro entre la piedra dura del váter con nosotros mismos. Pero ¿quién somos nosotros?, ¿hacia dónde vamos? El automóvil sigue tocando el claxon y saca el perro que hay en la guantera cuando el camarero ya ha aparcado. ¡Qué expresionismo¡ Un cuadro de Alekséi von Jawlesky. Nadie es capaz de decir nada. Silencio. ¡Silencio¡ Escuchemos sólo a los secretarios generales del Ministerio de Competitividad. Hemos dicho que ya no llueve. Los comercios de Trieste cierran a las tres de la noche. Hay uranio enriquecido en la punta de nuestras lenguas. Pero. Pero nadie dice nada. Callamos porque nos han enseñado en las escuelas privadas donde sacerdotes, pederastas y en los patios columpios, nos dijeron que el secreto de la vida lo encontraríamos si éramos capaces de mirar detenidamente los frescos de la Capilla Sixtina. Sin embargo, el Vaticano sólo es un exterminio. El exterminio de los negros, que muerden su falo en el laberinto del sida, el exterminio de los pobres, de los niños, la burla recurrente y continua de los creyentes, que realizan del cristianismo una cobardía; sin embargo, la muerte es cobarde y hay que mirarla cara a cara, como si nos enfrentáramos a un portero de una discoteca. La muerte es Jesús, falseado en su milenaria homosexualidad.
Las impresoras de los ordenadores nunca funcionan –tal vez sea el silbido que muere en su muerte moderna-. La informática ha traído los húsares de la civilización que espera ser sorprendida por la inteligencia de los niños malditos, pero se han olvidado que ya no quedan niños malditos, sino sólo ancianos en el parque leyendo “Le Monde” y con/vertidos en la última roca que acaricia los mares. El mar se ha ido. ¿Lo suponemos? No. Lo observamos con toda claridad, porque en la lejanía ya no se ven barcos, ni yates, ni transatlánticos, ni surfing, sólo casas encima de las casas y más casas donde aún no vive nadie. Pero. Pero ¿dónde está nadie? En el fondo del mar, dijo Oscar Wilde. ¿Pero si no hay mar? Entonces estará en el fondo del fondo, dijo Cecilia Roth. Mientras tanto, los Bancos acumulan los mares en sus cajas de depósito.
Las impresoras de los ordenadores nunca funcionan –tal vez sea el silbido que muere en su muerte moderna-. La informática ha traído los húsares de la civilización que espera ser sorprendida por la inteligencia de los niños malditos, pero se han olvidado que ya no quedan niños malditos, sino sólo ancianos en el parque leyendo “Le Monde” y con/vertidos en la última roca que acaricia los mares. El mar se ha ido. ¿Lo suponemos? No.
Algún día vendrá el Caballo de Troya a rom/per el teléfono con que se comunican los cronopios y los famas, porque hay demasiadas manos vacías que tiritan ante el cansancio sordomudo que impide a La Estatua de la Libertad arrojarse al mar. Hemos caminado ya demasiado, quizá exageradamente, desde la profundidad de mil revoluciones –Rimbaud estuvo en la Comuna y sólo consiguió salvar a un farmacéutico-. Demasiado tiempo cubriendo la Historia con dos hojaldres estampados en los minutos de los pantalones. Ahora decimos: ¡Basta ya¡ Pero no basta. No. No basta, puesto que hay demasiados catedráticos de economía que han estudiado en Oxford y en Cambridge que detienen, con sus ruidos de whisky, la lucha del mundo contra el mundo. El mundo ha desaparecido, sólo quedan procesiones de la Macarena por las calles y el viejo dilema de siempre: ¿Qué hemos de hacer para que el paraguas se con/vierta en máquina de coser? César Vallejo murió de paludismo. El paludismo de ahora es una suerte de una gran plaza desierta por la que han corrido los perros del hipódromo. Estamos siendo investigados a través de sensores que habitúan nuestra identidad en un proceso de destrucción que sólo puede acabar situándonos en el manicomio de Charenton, donde Sade burlaba con su cristal duro la identificación del alma con el hombre. Sólo permanece entre nosotros la lamentable belleza de la salida del sol. Pero ya no llueve. Lo hemos dicho. Ha dejado de llover. Un infarto en la manzana dormida. Y Marat en la bañadera. Hay un todo que nos apuñala como una Charlotte Corday en 1793.