Una vez le preguntaron a Eduardo Galeano, mientras intentaba traspasar la frontera norteamericana en un aeropuerto:

-¿Usted sería capaz de asesinar al presidente de los Estados Unidos de América?

-Yo sí.

Son cosas del americanismo, preguntas ñoñas y estúpidas que hicieron que Galeano no pudiese entrar en la “gran ciudad de la colina” que es América del Norte. A Galeano yo le sigo desde que leí “Las venas abiertas de América Latina”, pues ahí vi no a Latinoamérica, que también, sino a las venas de un escritor que realizaba del compromiso una lealtad no con mundo sino consigo mismo. O un escritor es fiel a la conciencia de la que se alimenta a la hora de reinventar su propia zoología de pensamiento y lenguaje o con el tiempo se perderá en el ser y la nada. Galeano fue un prócer a la hora de acertar en la observación de las cosas, de los tiempos, de lo actual y de eso que regresa cuando da la impresión de que todo el mundo se ha olvidado. Siempre estuvo al filo del presente exacto y fue esa exactitud la que lo convirtió en unos de los más incisivos pensadores de todas aquellas épocas que parecían imposible de repensarlas, de dejarlas aterrizar sobre los aeropuertos del mundo, siempre gracias a esa infantería en vanguardia que combatía contra la amenaza de lo invisible, de lo que nadie era capaz de ver nada más que él y algún otro al que le gustaba las misma carne negra para, desde un acto de justicia, regresarla al blanco.

Es difícil para los tiempos que corren arriesgar tanto como lo hacía Galeano, pero es que, si miramos más allá de las puertas, sólo nos encontramos con un tiempo amilanado y seducido por esas dosis de morfina que trae el capitalismo y las instituciones económicas. Galeano, como Ramonet, como Pettit, como Gray, como Cohen, como Gory Vidal, el azote del FBI, como Beck, como Rawls y toda esa intelectualidad que se pone montisca y tocahuevos, sintieron la necesidad, porque es necesario, desde la astucia y el cinismo, tocarle con aquellas manos grandes de una izquierda de ataque frontal los cojones a todos aquellos que se creen que desde el poder y la ambición pueden extender esta estudiantina de los pensamientos únicos.

Galeano tenía por los menos veinticinco pensamientos para repartir según el libro que escribiera, su habilidad con la mordacidad, con la crítica como misil certero en las orejas de esos hombres que no oyen, pero hablan con palabras cuyos significados pueden llenar los trampales de peligrosas ideologías que no se piensan sino que se escriben en los periódicos con el rostro de Lincoln en esos papelillos tan graciosos y codiciados que todo el mundo busca como si ante su acumulación creyeran que después de cualquier holding  o trust creciera como un acto mágico esa inefable felicidad que sólo acarrea melancolía, traiciones, ese hastío que es el hombre por el hombre mismo. Galeano fue de los únicos que se dio cuenta que la riqueza sólo produce aburrimiento y ganas de tener la polla más grande. Pero toda polla no es otra cosa que algo que vegeta por culpa de hacerle más caso al expansionismo económico y al deseo irrefrenable de poseerlo todo -incluso la mimética estupidez- que a la obligada masturbación una vez que suena el despertador de la mañana. Los ricos han decidido cortarse ya la picha y arrojársela a los gatos vagabundos. Galeano fue el único que se dio cuenta que sobre todo los norteamericanos que invierten en bolsa prefieren eyacular petróleo y partidos políticos con grasa que ese semen tan necesario para en vez de mostaza aliñar con él los perritos calientes a la salida de los rascacielos. Galeano siempre culpó a la ambición yanqui de acabar con el lugar que debieran ocupar en grandeza y libertad el latinoamericanismo. Galeano casi definió y con toda la razón esa especie de colonización de la raza aria en que todavía sigue perviviendo en la supremacía de una América del Norte que se impone con su zurriburri de campus universitarios y esas formas macabra de malinterpretar la idea del superhombre nietzscheana. La grandeza de un hombre no se oferta con la Segunda Enmienda a la Constitución, sino con la lectura de los versos de Walt Whitman, aquella vedette que quiso cambiar la juventud de Nueva York. Galeano sólo leía a Whitman cuando estaba seguro que la rebelión producto de un verso puede convertirse en toda una nueva reinterpretación de la dignidad de las tierras sudamericanas como concepto político de autosuficiencia y rechazo a la norteamericanización de los mayas, de los incas, de una historia que es tierra, lenguas que se hablan en las selvas o en los parques de Montevideo, en la memoria del fuego, en la construcción de una idea del sur que imponga la defensa de ese grandísimo galope que debería ser el sur, desde el respeto y la no intervención.

Cuando una tierra se interviene en el fondo lo que está ocurriendo es que no hay forma de evitar que las venas continúen siempre abiertas. Latinoamérica es el libro de los abrazos, lo que ocurre es que esos abrazos no están colectivizados por esa unión tan urgente de lo americano sureño, dado que siempre hay un yate gringo enviando mensajes para que los totalitarismos practiquen las violaciones de las bellísimas mujeres de Chile o Argentina o las indígenas mexicanas que lloraron cuando murió Frida Kahlo.

Eduardo Galeano fue el primer terrorista intelectual de la impregnación del capitalismo de los ultras de Washington, pues siempre intuyó que, cuando alguien tiene las llaves de las cárceles es imposible acabar con la pobreza y con los crímenes pensados para dolarizar el viento de la Pampa, de la Casa Rosada, de la tumba de Pablo Neruda, de los militares a los que le gusta follarse a la estatua de la Libertad con tal de tener un hijo consumidor de coca.

Eduardo Galeano es, sí, un derecho humano que escribió en uno de sus últimos libros “Los hijos de los días”: “Y los días se echaron a caminar. Y ellos, los días, nos hicieron. Y así fuimos nacidos nosotros, los hijos de los días, los averiguadores, los buscadores de la vida”. Palabras que, por cierto, pertenecen no a Galeano, sino a una comunidad maya de Guatemala. El último libro de Galeano propone pequeñas prosas, donde va contando el mundo a base de relatos ópticos y fragantes “como baldosas de colores que van armando mosaicos enormes” y que desciende desde América del Sur hasta la antigua Babilonia, donde la memoria es fundamental para no hacerle demasiado caso a aquel aforismo de Foucault: “El hombre ha muerto”. Seguramente Michel Foucault tenía razón, en una posmodernidad donde sólo se limitaba a una cierta crítica del desarrollismo global, pero persistiendo más en el estoicismo y en el hedonismo como forma de seguir manteniéndose vivos, aunque sólo fuera una vida sin sentido, sin ganas de que lo vivo se haga piedra y escultura, avance y progreso.

Galeano y los suyos practican el antifoucaultismo, pues las fronteras y los lugares del mapa para las tierras oscurecidas están sometidos a una infamia y a una decadencia que es moderno y urgente ir elevando voces para que esta farra dolarizada nos quite de encima las historias que no nos atrevemos a contar. Galeano las cuenta y nos indica por dónde está el camino que explique dónde permanecen todavía los sitios más sublimes y primitivos de la historia, donde los hijos de los días deben hablar con voz alta, como la profesora de la infancia de Eduardo Galeano hacía a todos aquellos niños leer en voz alta. Entonces Galeano no lo comprendía, pero llegó el tiempo que sí, porque sabía que sólo elevando la palabra, el gesto, la disconformidad, el altruísmo, la defensa de los pueblos oprimidos podrá seguir siendo un escritor, por mucho que le impidan cruzar las aduanas de EEUU.

Algo parecido le sucedió a Nelson Mandela, el cual durante años tuvo prohibida la entrada en Norteamérica al ser considerado como terrorista, peligroso para la seguridad de la nación americana. Este control sobre las políticas, el intelectualismo, la cultura que viene de afuera por parte de la CIA, el Pentágono y la Casa Blanca, sólo hace que endurecer todavía más la oposición y el enfrentamiento ya global de los detractores de un neocapitalismo que tiene en el 11S su mejor postal para deducir que América tiene más enemigos que amigos.

Dice Galeano: “Las únicas palabras que merecen existir son las mejores que el silencio”. Porque es el silencio el que nos hace culpable a todos, el que adivina nuestra edad, los días, la muerte que acecha, el vino de las costillas, el imperio como transformación de las amígdalas, la ausencia de agua en África, el sida entre los niños, la mutilación de las vaginas, el correoso lenguaje de los nuevos economistas. Por eso Galeano apunta a esa necesidad de salvación, a una búsqueda constante de cómo entrar por la aduana en Estados Unidos sin que el director general de la CIA se dé cuenta.

Ya digo, sigo leyendo a Galeano porque ya me aburre practicar tanto sexo. De él me he leído casi todos sus libros. Galeano en toda su escritura entre venenosa y apostólica apunta hacia un multinacional de la lucha contra la miseria, contra la conspiración, contra el legado de la Historia, contra tantos millones de ciudadanos que ya no se sienten ciudadanos, puesto que han perdido toda identidad como seres humanos y como habitantes de esta tierra. Galeano a mí me gusta porque imagina mundos en los que todavía es posible vivir, pero para ello es necesario un reformismo político que rompa con esa idea generalizada de que el dinero es la única forma de comprarse el mejor panteón para morir o para hacerse el muerto con la intención de que ningún león de la Metro Goldwyn Mayer le muerda las tetas a la calavera de Marylin Monroe.

Galeano tenía amigos de cenas y buenos vinos. Onetti echó lo de su casa cuando Galeano era joven y díscolo. Onetti mentía por los cuatro codos y la insolencia de Galeano motivo un enfado que sólo duró tres días. Al tercer día le llamó por teléfono: “¿Qué te pasa que no venís?”

Eduardo Galeano se exilió de Uruguay y Argentina por aquellas dictaduras militares que usaban aviones para lanzar a los vivos al mar. En Uruguay estuvo preso y en Argentina estaba en las listas de los que iban a subir al avión para lanzarlos contra los tiburones. Se vino a España y se alojó en la costa catalana. Dice: “La prisión y la tumba son situaciones muy aburridas, por eso me fui”. Un diletante, escritor cruel y tierno, un jurista de la humanidad siempre está huyendo, como Galeano, porque los malvados chicarrones del capital como vicio, adicción, mito o gilipollez, siempre sacan a los perros para contribuir a que el mundo no se mueva, se quede quieto y con frío, para lavarse el rostro con los países que son animalillos domésticos, porque los terribles hombres de las armas como vibradores de las películas porno saben que hay muchos Galeanos por ahí sueltos que pueden ser un peligro para el escenario sociopolítico y comercialista de las tribus occidentales, por eso le ponían detrás un espía de la CIA o un aduanero cascivano y arrollador.

Estados Unidos es un país que debe ser derrotado, pero nunca desde la violencia, sino desde los libros, desde los altavoces, desde los fluidos de una ciudadanía descontenta con tanto agravio y con tantas mentiras televisadas tanto en los canales primitivos como en los dolarizados. La tele miente más que un escritor sin obra. Por eso Eduardo Galeano escribió “Los hijos de los días” para recuperar la indignación, el latrocinio de esa ideología pintada con témpera y que destruye toda la arquitectura de una sociedad civil, humana, geográfica y aullante. “No sólo Estados Unidos, sino algunos países europeos han sembrado dictaduras por todo el mundo. Y se sienten como si fueran capaces de enseñar lo que es democracia”.

Eduardo Galeano fue un jugador de fútbol que conmovía, que debe celebrarse hoy y siempre, que pronosticaba el tiempo dentro del tiempo como una novela sin tiempo, un hombre del desierto donde la arena puede, si lo seguimos leyendo, anular todo el kibbutz de la violencia invisible. “Ponedle la firma”, le digo yo a Eduardo Galeano.